– Está tomando el sol como los lagartos, cuando hace buen tiempo le encanta… Incluso creo que se da más cuenta de las cosas, ¿sabes? El otro día le pidió al jardinero que usara la vieja cortadora de césped del trastero… El hombre le dijo que eso era una antigualla, que las de hoy son eléctricas, pero ella insistió tanto que, ya sabes… tan mimadita que está… Al final, el pobre se pasó toda la tarde limpiando el cacharro y consiguiendo combustible… Según parece, el ruido del motor le trae recuerdos de la niñez… ¡Todo es poco para complacerla, pobrecita!
Y allí estaba, retrepada en una butaca plegable en el jardín, descalza, las flacas rodillas sobresaliendo por el borde de un sencillo vestido turquesa. El pelo pajizo le brillaba como una mitra bajo el sol. Un seto bien recortado le servía de marco. Parecía dormida. Se la veía indefensa y a la vez majestuosa.
– Clau, mira quién ha venido… ¡Pero, abre los ojos, boba! -Nely cogió una manta caída a sus pies y se la puso. Verla actuar como una mamá resultaba curioso, porque Nely era mucho más joven que Claudia-. Está despierta, lo que pasa es que es muy, muy mala… Le gusta fingir, ¿verdad? ¿Verdad que a Su Majestad le gusta fingir? -Claudia lanzó una risita de niña-. ¿Vas a portarte así con tu amiga? ¡Es Diana! ¡Diana Blanco!
Para acercarse a ella había que pisar el césped, y mis zapatillas se hundieron en el barro de las lluvias recientes. Mientras Nely bromeaba, crucé los brazos y sonreí.
– Hola, Cecé.
– Uau. La Jirafa. La number one.
Había hablado sin abrir los ojos, y Nely y yo lanzamos carcajadas. De repente se me formó un nudo en la garganta y sentí rebosar las lágrimas. No escuché lo que dijo Nely al dejarnos solas, creo que iba a traerme una silla. Seguí de pie, contemplando a Claudia Cabildo y tratando de contener mi emoción.
– Tú sí que eres la number one, Cecé -dije-, y lo serás siempre.
Abrió los fantásticos ojos azules. Realmente parecía más viva, pero de improviso me percaté de que el sol del atardecer le daba en la cara y, sin embargo, me miraba sin parpadear. Era como si aquellas ventanas redondas se abrieran a un cuarto vacío.
– ¿Te has mordido? -preguntó.
Me contemplé el vendaje de la mano mientras sonreía.
– He capturado, Cecé -le dije-. Este viernes. ¿Te acuerdas que te hablé de eso y me aseguraste que lo haría? Pues lo hice. Era una serpiente muy grande, y me clavó los colmillos, pero se los arranqué de raíz. Ya no volverá a hacer daño a nadie.
– Eres una super-woman.
– Bah -dije en tono intrascendente-, mi captura fue normal, nada que ver con la que tú lograste con Renard.
Me miró un instante. Luego cerró los ojos y ladeó la cabeza sin contestar.
Yo sabía que aquello no era cierto. Claudia no había tenido éxito con Renard, y, de hecho, la policía le había salvado la vida al hallar por casualidad el escondite al sur de Francia donde Renard la retenía. Renard no le había dejado apenas cicatrices, pero había usado el hambre, la sed y la electricidad día a día, durante un mes, hasta enloquecerla, sin que ninguna de cuantas máscaras hiciera Claudia lograran detenerlo. Claudia Cabildo era un ominoso monumento para todos nosotros, la señal que nos indicaba que hasta el más experimentado de los cebos podía fracasar.
La llegada de Nely con la silla nos interrumpió. Me senté, rechacé su ofrecimiento de beber algo y esperé a que se alejara de nuevo. Mientras tanto, Claudia seguía aparentando que dormía. Parecía tan inocente que sentí renovados deseos de abandonar el cruel plan. Pero aquella misma imagen arruinada en comparación con el recuerdo de la Claudia de antaño me hizo persistir.
«Es preciso -pensé-. También por ella.»
– Renard -insistí con suavidad-. Lo capturaste tú.
– Él fue quien me capturó a mí -dijo con sorprendente exactitud.
– No. Él solo te secuestró y te hizo daño, Cecé, pero tú lo envenenaste, le quemaste el alma… ¿Recuerdas cuando hablábamos de quemarle el alma a los psicos
– Renard -murmuró mirando hacia un punto del jardín, como si hubiese visto a Renard allí de repente, alzándose sobre los setos.
– Tú lo lograste, Cecé, le quemaste el alma a ese monstruo. A Renard. A pesar de que te tuvo encerrada un mes entero en esa especie de… de cueva subterránea al sur de Francia, cerca de Toulouse, creo… -Me había inclinado hacia delante y hablaba despacio, mirándola con la fijeza con que miramos la débil capa de hielo que nos disponemos a pisar-. Ese antro que me contaste, de paredes de piedra…
– Mi vida, Jirafa. -Abrió los ojos-. Mi vida se pierde como una meada al sol.
Insistí con suavidad.
– Esa cueva, Cecé… ¿Recuerdas? Donde te encerró…
– Eran de madera… Paredes de madera…
Me callé y la escruté sin distinguir nada en ella muy diferente de la soleada calma de las hojas que tenía detrás. Pero al menos ahora sabía que su memoria era accesible. Aunque yo recordaba bien lo que me había dicho tiempo atrás sobre el lugar donde había estado encerrada, pretendía que fuese ella misma quien lo repitiera.
– Sí, de madera, eso es… -Asentí-. Me decías que a veces pasabas mucho rato acostada y solo veías el techo… Debes de recordar muy bien ese techo… Era liso, creo.
– Me alegro de verte, Jirafa… -dijo-. Eres una super-woman.
– Yo también a ti, Cecé.
– Hemos vivido tantas cosas juntas…
– Desde luego, pero lo de Renard lo hiciste tú sólita.
– Sí, yo -concedió.
– Te tuvo un mes, un mes allí dentro… -De repente necesité una pausa: hablarle así me quemaba la garganta. Respiré hondo y proseguí-. Un mes en aquel sitio horrible, de paredes de madera, con tantos pasillos oscuros… y aquel techo…
– Solo uno.
Me detuve.
– ¿Cómo?
– Creí que eran varios, pero solo era un pasillo, recto… -Alzaba un índice huesudo y en su muñeca advertí la cicatriz de los grilletes con los que Renard la había encadenado. Sentí que el corazón me latía tan fuerte que pensé que Claudia podía oírlo, pero de repente comprendí que ni siquiera me veía: era como si dentro de sus ojos hubiese entrado alguien y proyectara su sombra en las pupilas-. Al principio no lo supe… Me vendaba los ojos al llevarme de una celda a otra… Luego me quitó la venda. Es difícil hacer máscaras sin ver… -Asentí, animándola-. Pero yo las hice incluso antes… No paré de hacerlas, Jirafa… Lo intenté todo… «No te rindas, no te rindas», me decía…
– ¿Quién? -la interrumpí.
– ¿Qué?
– ¿Quién te decía «no te rindas, no te rindas»?
Sonrió acariciando la manta que la cubría. El jardín estaba en silencio. De vez en cuando un coche lo perturbaba tras la valla oculta por los setos.
– El doctor Gens siempre nos decía eso, Jirafa.
– Sí, pero hablábamos de Renard.
– ¿De Renard? -Parpadeó varias veces y su semblante pareció alterarse como una vela al calor de la llama. Decidí escoger otro camino.
– No importa. ¿Recuerdas las habitaciones?
– Las celdas.
– Eso es, las celdas.
– Sin barrotes… Puertas de madera… A veces me dejaba dormir en el suelo… Siempre creyó en mí, me enseñó tanto…
Mi boca se secó. Algo así como el roce con un reptil erizaba mi espalda.
– Ahora hablas de Gens, Cecé.
– No, de Renard… Me tuvo un mes allí dentro…
– Pero te referías al doctor Gens. Dijiste «creyó en mí, me enseñó tanto»…
– Sí, Gens. Confiaba en mí. Me tuvo un mes allí dentro, pero yo quemé su alma…
– ¿Hablas de Gens o de Renard, Cecé?
La dulce voz de Nely, desde la casa, no sonó tan dulce como de costumbre.
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