José Somoza - El Cebo

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Madrid. Un brutal atentado terrorista. Un futuro desolador.
El Espectador, el mayor y más salvaje homicida de todos los tiempos, anda suelto. La policía va en su búsqueda. Los métodos policiales han cambiado. La tecnología no funciona. Tiene que buscar dentro, en la mente, en los deseos del asesino. Para ello utilizan cebos, expertos en conductas humanas, entrenados para conocer las filias de los delincuentes y manipularlas a través de máscaras. Diana Blanco es la mejor, la más prepaparada, la única que puede atrapar al Espectador.
Cuando la protagonista descubra que su hermana ha sido secuestrada por el asesino, iniciará una carrera contrarreloj para salvarla que la conducirá a la guarida del monstruo.
A partir de este momento se desencadena un trepidante juego de sospechas que llevará a la protagonista a un sorprendente final lleno de acción y erotismo.

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– Y a cambio, usted la traicionó… y la destruyó.

– No fue conmigo con quien se roció un bidón de gasolina -susurró, devolviéndome la bofetada a su manera. Me gustó aquella crueldad: detuvo mi llanto. Y quizá fue percatarse de su desventaja lo que le hizo cambiar de tono y aparentar compasión-. Pero no me he llevado a Vera, si eso es lo que crees… Los experimentos clandestinos finalizaron tras el montaje fracasado de Renard. Yo estoy fuera de juego desde hace años…

– Una mierda: tiene guardaespaldas que conocen técnicas de cebos. ¿Por qué? No me parece que eso sea estar fuera de juego…

– Piensa lo que quieras. En lo que a mí respecta, te repito, no he vuelto a hacer ensayos, ni prohibidos ni oficiales. -Las gotas de lluvia, cada vez más numerosas, rebotaban en su sombrero-. Y ahora, si has terminado de pegarme, debo regresar a casa; esta lluvia es perjudicial para mi psinoma… -Inició la marcha con paso vacilante, pero aún dijo algo más, como tenía por costumbre, sin volverse-: Es a Padilla a quien debes preguntar… Si hay algo oculto, solo lo sabe él.

Sin embargo, mientras lo veía alejarse, tuve la sensación de que mentía.

29

Julio Padilla se hallaba inquieto.

No era un temor racional ante una amenaza concreta, sino la vaga ansiedad de quien espera un acontecimiento aún indefinido pero desagradable.

Ignoraba la causa de aquella sensación, aunque admitía que habían surgido problemas. No necesitaba tener el título de psicólogo criminalista colgado de la pared de su despacho para comprender que los suicidios de Álvarez y Claudia habían devuelto a la superficie la basura hundida, y, para colmo, Diana Blanco estaba escarbando en ella.

Sin embargo, no atribuía su malestar a eso. Aquellos problemas eran conocidos, y susceptibles de ser controlados. No llegas a convertirte en jefe de un departamento como Psicología Criminal permitiendo que los obstáculos te abrumen.

Quizá era aquel clima de tormenta, o el deprimente funeral al que acababa de asistir, todo ello mezclado con un fuerte dolor de cabeza y varias noches de sueño intranquilo. Nada que no pudiese arreglar un buen descanso, decidió.

Mientras lo pensaba, sintió la mano de Olga Campos en su rodilla, e inconscientemente miró hacia el chófer que los trasladaba desde el tanatorio al teatro de Los Guardeses, pero los ojos del conductor seguían fijos en el tráfico. Se volvió hacia Olga y contempló sus labios gruesos y sensuales.

Le encantaba Olga, había sido un cebo muy notable y era una estupenda colaboradora y, a ratos, una amante excepcional. Por un tiempo la relación entre ambos se había deteriorado, ya que Padilla estaba casado y no albergaba la más mínima intención de abandonar a su mujer, pero, tras varias rupturas y reconciliaciones, mantenían ahora una distancia cordial y trataban de respetarse mutuamente. Olga era muy lista, además de mucho más joven y ambiciosa, y Padilla sabía que ella lo utilizaba para medrar, de igual forma que él la utilizaba a ella cuando la visitaba en su apartamento. Estaban empatados, suponía, y mientras todo siguiera así, a él no le importaría.

– ¿Cómo estás? -preguntó Olga.

– Bien -mintió-. Sobreviviendo.

– Siento lo ocurrido. -Ella continuaba acariciando su rodilla-. Pero no debiste invitar a Diana al funeral.

– No fui yo quien lo hizo, fue Seseña.

– En todo caso, no ha contado nada que Seseña no supiera ya.

Padilla asintió.

– Diana está pirada desde que capturó -añadió Olga a modo de explicación-. Y la desaparición de su hermana no ayuda a calmarla. Quizá incluso haya caído al foso. Habría que vigilarla de cerca. ¿Quieres que lo hagamos?

Aquel tono de voz no le pasó desapercibido a Padilla. Sabía que la ex cebo lo complacía sutilmente con preguntas retóricas, que agradaban tanto a su filia de Petición. Apretó la mano de la joven, pero lo que hizo fue apartarla con delicadeza de su rodilla.

– Muy bien. Oye, Olga, reina…

– Dime.

– Estoy cansado. Creo que tengo gripe. ¿Te ocuparías tú del resto de cosas por hoy y me dejarías cerrar la tienda e irme a casa?

– Claro. Por supuesto.

– Gracias, guapa. Nos vemos mañana.

– Mañana yo también cierro la tienda, Julio, es fiesta. -Olga no rió, pero se preparó para hacerlo: boca abierta, dentadura mostrada, semblante alegre-. ¿Lo olvidaste?

– Ay, coño. Primero de noviembre, sí. Tiene gracia.

– ¿Qué es lo que tiene gracia?

Decidió no responder, porque en realidad no creía que nada de lo que pensaba tuviera demasiada gracia. Al llegar a Los Guardeses recogió sus documentos y su notebook, los guardó en el maletín y se marchó a casa en su propio coche. Durante el trayecto distinguió calabazas maléficas y gnomos bajo setas anunciando festejos de Halloween. Claro está: era esa noche. La fiesta de las máscaras. Treinta y uno de octubre, por supuesto. «En un día como este, hace tres años, comenzó el experimento Renard -pensó-. Casualidades de la jodida vida.»

Poco antes de llegar a su domicilio en Arturo Soria, la lluvia se intensificó. Los limpiaparabrisas batían como desesperados y el coche pasó a formar parte del denso embotellamiento de víspera de festivo en Madrid. En circunstancias normales, Padilla habría blasfemado y hecho sonar el claxon, pero en aquel momento los pensamientos -y la maldita ansiedad- lo distraían.

«Tendríamos que haber demolido esa granja hasta los cimientos… Pero todos creíamos que podía ser utilizada de nuevo… ¡Qué absurdo, joder!»

Le parecía inconcebible que el idiota de Álvarez hubiese querido destapar la caja de Pandora con su suicidio. ¿Por qué ahorcarse en el túnel? Por remordimientos, había dicho en su nota de despedida. ¿Y por qué sentir remordimientos tres años después? Gens había sido el único responsable de aquella prueba, y lo que era peor: no había tenido éxito al final. En cuanto a Claudia Cabildo, era un cebo, ¿no? Los cebos estaban para ser probados y usados. ¿Remordimientos? «¡Siéntelos por las víctimas, joder, por todos los inocentes que sufren!» Los ojos se le humedecieron y comprendió que, debido a alguna extraña asociación de ideas, estaba pensando en su hija Carolina. «Por todos los inocentes cuyas vidas han sido truncadas para siempre, qué coño, siéntelos por…»

En ese instante se dio cuenta de que ya había llegado a Arturo Soria y pasado de largo por su casa.

Esta vez sí soltó una maldición en voz alta. Al girar el volante en una rotonda para cambiar de sentido notó las manos sudorosas. Era muy posible que, después de todo, realmente estuviera incubando una maldita gripe.

Su chalet era de los últimos construidos tras la renovación de la antigua avenida y poseía los más avanzados sistemas de seguridad y un inconfundible aire a típica casa de barrio residencial, con una parcela de jardín, garaje y hasta un perro. Padilla pulsó los códigos del mando a distancia, abrió la puerta del garaje e introdujo el coche, dejando atrás el cuantioso ruido de la lluvia. Se alegró al ver que la Honda de su hijo Alvaro estaba aparcada dentro, lo cual significaba que había llegado temprano. Entonces cayó en la cuenta de que Alvaro tenía una fiesta esa noche, y lo más probable era que se hubiese marchado antes de la facultad. Recordar la fiesta le deprimió: ello significaba que su hijo saldría de nuevo con la moto y regresaría de madrugada tras haber ingerido alcohol. Por mucho que supiera que Alvaro era precavido no le agradaba demasiado el plan. Además, había cierto espinoso tema en relación con esa fiesta, por lo que se preparó para la batalla nada más entrar en casa.

Alvaro, un chaval de dieciocho años alto y apuesto, estaba en el salón rastreando vídeos musicales en el ordenador de la televisión para descargarlos en su portátil, sin duda con el fin de llevarlos esa noche. Se hallaba de rodillas y de espaldas a la entrada, y sus largas piernas sobresalían de las bermudas. El sonido de los vídeos atronaba.

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