José Somoza - El Cebo

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Madrid. Un brutal atentado terrorista. Un futuro desolador.
El Espectador, el mayor y más salvaje homicida de todos los tiempos, anda suelto. La policía va en su búsqueda. Los métodos policiales han cambiado. La tecnología no funciona. Tiene que buscar dentro, en la mente, en los deseos del asesino. Para ello utilizan cebos, expertos en conductas humanas, entrenados para conocer las filias de los delincuentes y manipularlas a través de máscaras. Diana Blanco es la mejor, la más prepaparada, la única que puede atrapar al Espectador.
Cuando la protagonista descubra que su hermana ha sido secuestrada por el asesino, iniciará una carrera contrarreloj para salvarla que la conducirá a la guarida del monstruo.
A partir de este momento se desencadena un trepidante juego de sospechas que llevará a la protagonista a un sorprendente final lleno de acción y erotismo.

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– Es por mi fiesta de esta tarde, ¿verdad? Os he oído discutir a Alvaro y a ti, y de verdad, no quiero que me lleve, no quiero que se enfade por mí…

Padilla iba a decir algo cuando sonó el teléfono fuera de la habitación. Oyó la voz de Alvaro: «¡El teléfono, papá!». Besó de nuevo a su hija y se dirigió a la puerta.

– Ya hablaremos -dijo mientras se alejaba-, pero vas a ir a esa fiesta de tus compañeros de clase, Carola, te lleve quien te lleve. Sé que te lo pasarás bien.

Su hija lo aceptó. A diferencia de Alvaro, ella nunca discutía. Quizá porque, como decía su hermano, «siempre conseguía sus propósitos». Con ese alegre pensamiento en la cabeza, y sintiéndose mejor, Padilla se dirigió al dormitorio, donde estaba el teléfono más cercano. «Número desconocido», leyó en el visor.

– Sí -dijo al auricular.

Tras un instante de perplejidad, volvió a colgar. No había oído nada. Sin duda, se había tratado de una llamada a un número equivocado.

Se levantó y, desde el dormitorio, accedió a su despacho.

«No pasa nada. Es que quedan cosas por hacer…» Encendió el ordenador del escritorio y abrió el correo electrónico. Envió un archivo a una dirección concreta y lo cerró. Regresó al dormitorio silbando una cancioncilla y recordó que había olvidado el maletín del trabajo dentro del coche. Pero disponía de tiempo para ir a por él. Mucho tiempo. Antes debía disfrutar. Se inclinó hacia el visor del teléfono.

– Teléfonos -dijo-. Desconectar.

Observó divertido cómo las luces de todos los canales del teléfono se apagaban una a una. Luego pasó al salón, donde Alvaro seguía grabando vídeos que sonaban en toda la casa, y desconectó los sensores de vigilancia. Titubeó mirando a su hijo, pero pensó: «No: todavía no. Lo primero es lo primero…».

Entró en la cocina. Amelia, la chica de servicio, entornaba los ojos manipulando la pantalla táctil del microondas. Padilla se agachó tras ella, tiró de un cajón, lo abrió y sacó un objeto alargado. Se giró hacia la chica.

«Lo primero antes que lo segundo…»

Dejó a Amelia en el suelo sobre un charco rojizo que empapó sus zapatos y las perneras de su pantalón y regresó al salón por la otra puerta. Su hijo seguía de espaldas, concentrado en el aparato de música. Padilla se acercó a él con pasos suaves pero decididos, sosteniendo el cuchillo de carne goteante.

Carolina Padilla retocaba el cuadro cuando un ruido, como de algo que se hiciera pedazos en algún lugar de la casa, la sobresaltó.

– ¿Qué ha pasado? -exclamó.

Nadie respondió. Quizá no la habían oído, porque la puerta de su cuarto estaba cerrada y los vídeos que grababa su hermano seguían sonando en el salón. Afuera, Pirata ladraba más que nunca y la lluvia no había cesado.

Dedujo que la tragedia no había sido grave. «Amelia habrá hecho de las suyas: otro adorno a la basura», pensó sonriendo, y retornó al cuadro. Pero decidió que estaba cansada de pintar, dejó el pincel en el pequeño recipiente de agua donde tenía los otros y se secó las manos. Era muy cuidadosa y limpia, le gustaba recoger sus cosas y tenía su habitación inmaculada. Años atrás, criticado por sus padres debido a su propio desorden, su hermano se había burlado: «Carola no desordena porque no se mueve». Hubo un enfado mayúsculo, gritos, y hasta llanto de mamá. Pero a ella no le afectó aquella frase cruel. Quería mucho a Alvaro y sabía que el sentimiento era recíproco. «Es solo que es un chico -pensaba-. Los chicos son así de tontos.» Desde luego, no iba a ser ella quien le aguara la fiesta esa noche a él.

Echó un vistazo a la hora y supo que Amelia iba a llamar a su puerta de un momento a otro para decirle que la comida ya estaba servida. A ella siempre la avisaban, a su hermano nunca. Carolina no soportaba que sus padres la trataran de forma «especial». A veces pensaba que cuidaban más a su invalidez que a ella: dedicaban tiempo y dinero a procurarle cuantiosos ejercicios de rehabilitación o molestas e inútiles terapias con las llamadas «células madre». ¿Por qué no la aceptaban tal como era? Eso la incordiaba, pero también el no saber cómo expresar aquel sentimiento sin ofenderlos.

Le pareció sentir que alguien se acercaba a la puerta. Amelia, sin duda. Pero quienquiera que fuese no se decidía a entrar. Se preguntó si sería su hermano tratando de gastarle una broma.

– Te estoy oyendo -dijo en voz alta, sonriente.

Nadie contestó. Iba a encender los mandos de la silla eléctrica para acercarse cuando, de repente, algo le llamó la atención en su cuadro.

Papá tenía razón: el ángel estaba demasiado serio. Lo había pintado con los brazos tan extendidos que no parecía invitar a nadie a refugiarse en ellos sino querer atrapar a una víctima inocente. Los dedos se abrían como garras.

Eres mía, Carolina.

Estaba mal hecho, era irreal. Solo su expresión resultaba llamativa, porque, a pesar de su seriedad, a Carolina se le antojaba que en sus ojos había un brillo de…

La puerta se abrió de golpe y la figura que entró tambaleándose en su habitación también estaba mal hecha y era irreal. Parecía haber surgido de una película de terror, con toda aquella sangre por encima, enarbolando aquel cuchillo. Carolina ni siquiera gritó. Sencillamente, no se lo creyó. Una garra aferró su camiseta y se sintió alzada en vilo desde la silla, sus inútiles piernas bailando en el aire como tentáculos de calamar, para luego caer de espaldas contra la cama en la que dormía. No le había dolido: estaba como desconectada de lo que sucedía, contemplándolo todo como parte de la misma pintura. Y cuando el hombre se arrojó sobre ella aplastándola con sus gruñidos, su olor a carne cruda y sus gestos animales y comenzó a tirar de sus pantalones de malla para bajárselos, Carolina supo que no era su padre, no podía serlo, sino el ángel.

Lo supo porque había visto en los ojos del ángel lo mismo que ahora veía, desde tan cerca, en los del hombre.

Placer.

30

Pasé el resto de la tarde haciéndome las mismas preguntas. ¿Por qué tenía la sensación de que Gens me ocultaba algo? ¿Acaso sabía dónde se encontraba Vera? ¿Y qué pensar del secuestro de Elisa? ¿Estaban ambas desapariciones relacionadas con lo de Renard?

Intenté hablar con Padilla, pero en Los Guardeses me dijeron que se había tomado el día libre y yo no conocía sus teléfonos privados. Mi única esperanza era Miguel. Tampoco contestaba. Le dejé un mensaje. A última hora, cuando ya anochecía, mi teléfono sonó y era él. Parecía contento, se disculpó por no haber llamado antes y me propuso algo inusual: vernos en un mexicano de Princesa que nos gustaba a los dos. Yo no tenía ningún deseo de salir a cenar, pero Miguel aseguró que solo buscaba un sitio agradable en el que poder hablar. Terminé aceptando, me puse la cazadora y llegué al restaurante antes que él tras recorrer un Madrid frío y lluvioso. Tuve que admitir que el ambiente del local, bastante lleno en víspera de festivo, los recuerdos de otras cenas disfrutadas allí y los primeros sorbos del margarita me animaron. Y mientras le echaba un vistazo a la carta, que contenía fotos de los platos, una sombra me hizo alzar la vista, y allí estaba.

– Hola, cielo.

– Hola.

Venía espectacular, con una camisa negra opalina y el cabello de nieve ondulado. Su sonrisa, en medio de su barba recortada, me hizo sentir más calor que la bebida. De repente comprendí que había sido buena idea reunimos allí.

Miguel hizo un rápido pedido, luego se dedicó a escuchar. Nos habían dado una mesa cerca de la cocina y se oían voces de camareros, pero estábamos más alejados de las risotadas de los clientes, y de todas formas el mundo desapareció para mí mientras narraba mi encuentro con Gens y las sospechas sobre la desaparición de Vera. Miguel me acariciaba la mano vendada, y recordé un gesto similar de Mario Valle en otro restaurante, parecía que siglos atrás. Cuando acabé, lanzó un suspiro.

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