José Somoza - El Cebo

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Madrid. Un brutal atentado terrorista. Un futuro desolador.
El Espectador, el mayor y más salvaje homicida de todos los tiempos, anda suelto. La policía va en su búsqueda. Los métodos policiales han cambiado. La tecnología no funciona. Tiene que buscar dentro, en la mente, en los deseos del asesino. Para ello utilizan cebos, expertos en conductas humanas, entrenados para conocer las filias de los delincuentes y manipularlas a través de máscaras. Diana Blanco es la mejor, la más prepaparada, la única que puede atrapar al Espectador.
Cuando la protagonista descubra que su hermana ha sido secuestrada por el asesino, iniciará una carrera contrarreloj para salvarla que la conducirá a la guarida del monstruo.
A partir de este momento se desencadena un trepidante juego de sospechas que llevará a la protagonista a un sorprendente final lleno de acción y erotismo.

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Y había otra razón: el psinoma era demasiado complejo para la mitología popular. Incluso psicólogos no especializados como Valle tenían problemas para admitir todas sus consecuencias. Que una droga te provoque alucinaciones es una cosa, y otra muy distinta que un gesto, un tono de voz o la visión fugaz de una parte del cuerpo puedan enloquecerte. Una noticia que implicara algo tan extraño tendría menos probabilidades de llamar la atención que denunciar que la CÍA ocultaba pruebas de la visita de extraterrestres.

¿Y qué ocurriría si, a pesar de todo, optaba por hablar? Gens estaba oficialmente muerto, y el escándalo no iba a devolverle la vida a Claudia. Me convertiría en una apestada, una delatora, y eso perjudicaría, como mínimo, la carrera de Miguel, por no mencionar nuestras vidas o la de Vera. Los cebos éramos un mundo delicado, pertenecíamos, por así decirlo, a la «genitalidad» del Sistema, cuyos puntos vitales resultan afectados con más facilidad que los sensibles: quizá puedas llevar a la cárcel a un ministro, hacer dimitir a un presidente o hasta derrocar a todo un gobierno, pero no le toques los cojones al Sistema.

Al llegar a casa seguía sumida en la duda, y decidí aparcar mis reflexiones junto con el coche. En aquel momento solo me importaba estar junto a Miguel. Me sentía relajada casi por primera vez desde que mi hermana había desaparecido y no quería desperdiciar ni un segundo. Sin preámbulos, pasamos de las caricias a la cama, y Miguel me hizo el amor mientras me dejaba contemplar su rostro embellecido por los jadeos y acariciar sus anchos hombros y los músculos de sus brazos. Sentí que con cada beso que nos dábamos se evaporaban nuestras diferencias y solo perduraban los buenos recuerdos, y gemí moviendo mi cuerpo bajo el suyo, en la angosta cama de mi apartamento, deseando que aquello no acabara nunca. Y cuando acabó fue como si aún persistiera, porque ambos seguíamos excitados y nos parecía que teníamos la noche para nosotros, de modo que podíamos permitirnos una pausa. Aunque quise convencerlo de que nos ducháramos juntos, me hizo gracia su manera de decir: «Ve primero tú, dame un respiro». Y me reí en el baño a solas pensando que lo amaba, que quería vivir con él, y seguí pensándolo al salir de la ducha, mientras me secaba con la toalla en el aire lleno de vapor, y aún lo pensaba cuando sentí la fría presión del cañón de la pistola apoyada en mi nuca y vi en el espejo, del que poco a poco desaparecía el vaho, a Miguel Laredo apuntándome cuidadosamente, preparado para disparar.

– No te muevas, Diana. Ni un solo gesto.

No me moví, por supuesto. No habría podido, aun sin amenazas. Me quedé mirando el espejo con la toalla en la mano y el cabello como un revoltijo húmedo.

– Ahora quiero que te eches la toalla sobre la cabeza.

– La toalla -murmuré estúpidamente.

– Sí. Sobre la cabeza. Y no hables. Hazlo con rapidez, sin volverte.

Me dieron ganas de reír, no sé bien por qué. Quizá por lo ridículo que parecía todo. Acabábamos de hacer el amor, besarnos, susurrarnos cosas cariñosas. El seguía siendo Miguel Laredo, y por mucho que sonara tensa, su voz era la misma que me tranquilizaba cuando, durmiendo juntos, yo despertaba bruscamente tras un sueño inquieto.

– Sobre la cabeza, Diana -repitió-. La toalla. O disparo.

Obedecí. El mundo, de improviso, se hizo húmedo y con olor a gel. Entonces sentí un brazo alrededor de la cintura tirando de mí y me dejé arrastrar como una bailarina ciega en un violento vals. Mi pie descalzo tropezó contra su zapato, y me percaté de que se había vestido del todo mientras yo me duchaba. Por fortuna, mi apartamento era diminuto y no había pasillos entre los cuartos, ni otros obstáculos que las puertas.

Al llegar al dormitorio me dio más instrucciones: me arrodillé frente a la cama, las manos en alto, la toalla aún por encima. Un fantasma salido de la ducha. Recordé un ensayo de Cimbelino en la granja, cubierta solo con una sábana.

De nuevo, el cañón contra mi sien. Y su voz pegada a mi oído. Al tiempo que hablaba, me aferró la cara sobre la toalla, sin tocarme directamente.

– Sé lo que eres capaz de hacer, Diana. Y tú sabes que lo sé. Ambos somos profesionales. Puedes engancharme con máscaras rápidas, pero te advierto que tendrás que ser muy rápida. Si lo intentas y no lo logras del todo, no podrás evitar que dispare. Créeme, esta toalla es más para protegerte a ti que a mí. ¿Entendido? Contesta sí o no.

Murmuré un «sí» rápido y neutro. Claro que entendía: la filia de Miguel era de Negociación, y su punto débil la relación entre cebo y presa. La máscara exigía que mi cuerpo, y sobre todo mi rostro, fuesen visibles, de modo que la toalla era una medida preventiva por si pretendía engancharlo. Eso me hizo pensar que todo aquello iba muy en serio. Estaba asustada.

Sus dedos me soltaron, pero la pistola no se apartó de mi cabeza. Me quedé quieta respirando mi propio aliento. No podía ver nada frente a mí, solo el resplandor de la luz de la mesilla filtrándose a través del tejido. Si miraba hacia abajo veía mis senos jadeantes y el inicio de los muslos separados. Mantenía los brazos a cierta altura, como me había ordenado. La mano vendada me dolía.

De repente volví a oírle.

– Ahora dime: ¿qué hiciste hoy después del funeral?

– Vi a Víctor Gens en el tanatorio y estuve hablando con él… Ya sabes… Luego vine a casa. Te llamé varias veces, pero no respondías. Luego me llamaste tú…

– ¿Te quedaste aquí todo el tiempo?

– Sí.

– ¿Puedes probarlo?

– ¿Probarlo? -jadeé-. No… No lo sé… Estuve sola… ¿Qué sucede, Miguel…?

Hubo un silencio. Fue tan largo que pensé que Miguel se había marchado. Entonces escuché de nuevo su voz, átona, como si estuviera rezando:

– Padilla ha muerto. Este mediodía, después de regresar del funeral, en su casa. Cogió un cuchillo de cocina, degolló a la criada y a su hijo mayor, y violó a su hija paralítica de catorce años antes de matarla también. Luego se extirpó los ojos y acabó cortándose el cuello. Su mujer no estaba en casa, eso la salvó de participar en la juerga.

Imaginar la atroz escena me erizó la piel.

– ¿Se… se volvió loco…? -murmuré.

– Lo volvieron.

– ¿Qué?

– Estoy seguro de que sabes lo que quiero decir -repuso.

Todo el calor de la ducha reciente se había evaporado de mi cuerpo. Sentía como si alguien hubiese abierto la puerta de un congelador a mi espalda.

– Por supuesto, el análisis informático tardará días -agregó Miguel-, pero los estudios in situ no dejan lugar a dudas: fue poseído. Y ya habíamos recibido el resultado del análisis cuántico del supuesto «suicidio» de Álvarez, el propio Padilla nos lo envió hoy. Adivínalo: los microespacios de la expresión facial, de la forma de dejar los objetos y la ropa en el suelo, del nudo de la cuerda…

Sabía lo que implicaba todo aquello. Intenté hablar con calma.

– Miguel, yo no les hice nada.

– Tú encontraste el cadáver de Álvarez en la granja, Diana. -Me cortó-. Y no tengo que recordarte las amenazas que dirigiste a Padilla esta mañana en el tanatorio. Si hay entre nosotros un cebo capaz de poseer con esa fuerza, eres tú…

– Pero ¿por qué yo? ¡Es absurdo!

– Desde luego, no fue una máscara común -prosiguió-, y ni siquiera poco común… Aún no sabemos cómo lo has hecho, pero también empleaste una técnica revolucionaria con el Espectador, ¿no?

– ¡Nada de lo que estás diciendo prueba nada!

– Quítate la toalla de la cabeza -dijo de repente-. Solo de la cabeza, despacio.

Me asusté ante la orden inesperada. ¿Qué pretendía? Levanté los bordes de la toalla con temblorosa lentitud y la dejé colgando del cuello. La luz de la mesilla me daba en la cara, haciéndome parpadear, pero ello no impidió que me fijara en lo que había sobre la cama, y que Miguel me señalaba. Sentí náuseas de terror puro.

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