José Somoza - El Cebo

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Madrid. Un brutal atentado terrorista. Un futuro desolador.
El Espectador, el mayor y más salvaje homicida de todos los tiempos, anda suelto. La policía va en su búsqueda. Los métodos policiales han cambiado. La tecnología no funciona. Tiene que buscar dentro, en la mente, en los deseos del asesino. Para ello utilizan cebos, expertos en conductas humanas, entrenados para conocer las filias de los delincuentes y manipularlas a través de máscaras. Diana Blanco es la mejor, la más prepaparada, la única que puede atrapar al Espectador.
Cuando la protagonista descubra que su hermana ha sido secuestrada por el asesino, iniciará una carrera contrarreloj para salvarla que la conducirá a la guarida del monstruo.
A partir de este momento se desencadena un trepidante juego de sospechas que llevará a la protagonista a un sorprendente final lleno de acción y erotismo.

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– Estaba en tu armario -dijo.

Era una vieja muñeca, sucia, sin ropa, pelo ni ojos. Le faltaban también los brazos. Alrededor de su cuello estaba atada una pequeña cuerda. Desperdigados por el suelo, parte de mi ropa, bisutería y zapatos. Miguel se hallaba de pie junto a la silla de enea de mis padres, apuntándome. Su rostro era una confusa mezcla de temor y tensión.

– No me mires -ordenó entre dientes.

– ¿Qué es todo esto? -dije desviando la vista.

– Junto al cadáver de Álvarez había tres muñecas colgadas, ¿recuerdas? Y después de masacrar a su familia, Padilla colgó otra muñeca semejante del techo de su casa. -Pronunciaba cada palabra con una dureza inaudita mientras dirigía hacia mí el cañón de la pistola-. Esta la acabo de encontrar en el fondo de tu armario, Diana… ¿Para quién la tenías reservada? ¿Quién iba a ser tu tercera víctima?

De repente percibí que algunos fragmentos de aquella pesadilla encajaban entre sí. Aún me faltaban las piezas importantes, pero podía vislumbrar el principio.

Comprendí que no habíamos cenado juntos, ni dicho frases de amor, ni gozado en la cama: solo habíamos representado su teatro. Como el personaje de Iachimo en esa escena de Cimbelino en que, tras salir de un baúl en el cuarto donde Imogen yace dormida, intenta obtener falsas pruebas de que se ha acostado con ella, así Miguel había estado engatusándome durante el restaurante y el sexo con gestos de mi propia filia, la de Labor, cuidadosamente elaborados, con el fin de poder acceder a mi casa y registrarla. Decía Gens que aquella escena de uno de los últimos romances de Shakespeare era un símbolo de la Negociación, como lo son la decapitación de un personaje vestido con las ropas de otro o el travestismo de Imogen. Pero, para mí, la escena del baúl podía servir como metáfora de la confianza traicionada.

En este caso, sin embargo, la traición era doble. Intenté explicárselo.

– Me han tendido una trampa -dije con toda la calma que pude, sin mirarlo y sin moverme, para demostrarle que no pretendía atacar.

– Una trampa… -repitió.

– Esa muñeca no es mía, alguien la ha puesto ahí para culparme.

Oí cómo chasqueaba la lengua. Al hablar, parecía apesadumbrado.

– Diana, cuando encontré la muñeca revisé los códigos de acceso de tu apartamento: solo tú has entrado aquí desde hace meses… Por favor, escúchame. No hagas esto más difícil de lo que ya es. Me he pasado toda la tarde, desde que la policía halló el cadáver de Padilla, intentando convencer a Olga de que no te arrestara, de que me dejara buscar una prueba concreta… Ni siquiera podemos fiarnos de lo que tú misma crees, ¿no comprendes? -Su voz expresaba ahora un dolor tan intenso que me estremecí-. Si has caído al foso, no eres responsable de lo que haces…

Eso pensaban, por tanto: que la desaparición de Vera, mi esfuerzo con el Espectador o el hecho de conocer lo ocurrido en el caso Renard me habían enloquecido, lo que llamábamos en la jerga «caer al foso». Desde luego, las muertes de Álvarez y Padilla, con el horrendo y sarcástico detalle de las muñecas ahorcadas al estilo del inexistente Renard, parecían la obra de una mente enferma. Pero ¿quién podía estar detrás de todo eso? Por un instante, al ver la muñeca sobre mi cama y oír las palabras de Miguel, me acometió el vértigo: ¿acaso sería cierto que había sido yo misma, sin saberlo?

– Ahora voy a hacer una llamada. Vuelve a cubrirte la cabeza con la toalla, por favor. -De reojo observé que se disponía a utilizar un móvil de pulsera inserto en un adorno púrpura en su muñeca izquierda. Yo ya lo había visto durante la cena.

Supe algo con absoluta claridad: si Miguel hacía esa llamada, si avisaba a Olga o a la policía, ya no habría ninguna posibilidad para mí. Los cebos acusados de crímenes desaparecían del mapa. Éramos demasiado peligrosos para ser enviados a una cárcel común. Se celebraría un juicio, sin duda, pero no antes de que se tomasen todas las medidas precisas para dejarme inútil e indefensa. El hábeas corpus no es aplicable si la acusada es una bomba con el temporizador estropeado.

– Miguel, por favor, espera…

– Haz lo que te digo.

Intenté pensar deprisa, y de repente di con una posibilidad.

– Víctor Gens -dije.

– Diana, cúbrete la cabeza -insistió, aunque vi que mis palabras lo detenían.

– Miguel, escucha, puede ser Gens… -De repente la idea me parecía muy obvia-. ¡Sigue usando cebos, hoy lo he comprobado! ¡Es posible que todo esto sea un montaje suyo, otra especie de experimento…! ¡Tiene que ser Gens! ¡Por favor, envía a alguien a su casa! ¡Sé dónde vive!

Lo que oí entonces sonó en mi interior como un plato roto.

– Ya han estado en su casa, Diana. Esta tarde, cuando Padilla murió, el departamento buscó a Gens. Pero no lo encontraron. Había hecho un equipaje apresurado y llamó a su chófer y su criada para decirles que se marchaba una temporada. No dijo adónde. Siguen buscándolo.

– ¡Eso demuestra que tiene algo que ocultar!

– O miedo de acabar como Padilla y Álvarez -replicó Miguel con sensatez-. En todo caso, lo encontrarán, Diana, descuida. Y ahora, te lo digo por última vez: cúbrete la cabeza. No me obligues a usar esto, por favor. No contigo -añadió.

Sentí como si aquella toalla fuese un telón final, definitivo. Cuando volviera a caer sobre mí, todo acabaría. Pero también advertí que, de no obedecer, Miguel iba a dispararme. O puede que me disparase aunque yo jugara limpio. Me hallaba desnuda, arrodillada, con la cabeza descubierta: cualquier mínimo gesto por mi parte, una mirada, un temblor en los labios, un simple cambio de postura, podían ser interpretados equívocamente. ¿Qué importaba que yo dijese la verdad? Una hora antes Miguel me había dicho que me amaba, lo cual quizá era cierto, y al mismo tiempo estaba interpretando un papel. La verdad, entre cebos, solo es un texto más en el gran teatro del mundo.

Me fijé en la pistola. Era de esas desmontables, como hechas con piezas de Lego, de las que puedes ocultar desarmada en el bolsillo del pantalón. Miguel habría sacado las piezas mientras yo estaba en el baño y la habría preparado en cinco segundos. Disponía de silenciador. Un disparo en el brazo o la pierna me dejaría inútil en mucho menos tiempo del que yo tardaría en enloquecerlo de placer. Tenía el dedo en el gatillo y estaba comprensiblemente nervioso. Sabía que la usaría.

Consideré la posibilidad de engañarlo, de hacer una máscara pese a todo, pero me encontré incapaz de atacar a Miguel. Prefería cualquier cosa antes que eso.

Empecé a alzar la toalla.

Simétricamente, Miguel alzaba el brazo con la pulsera para efectuar la llamada.

De súbito recordé algo. La pulsera.

– Espera -susurré-. Tiene una pulsera clínica.

– ¿Cómo dices?

– Víctor Gens. Lleva una pulsera de chequeo médico on-line. -Yo no lo miraba, pero, a juzgar por su silencio, comprendí que eso no lo sabían.

– ¿Activa? -preguntó tras una pausa.

– Por lo que sé, sí. Pero aunque la hubiese desactivado, serviría si aún la lleva.

Las nuevas pulseras clínicas contenían todos los parámetros biológicos importantes del paciente: eran como su huella dactilar, con la ventaja de que podía ser detectada a distancia. Estuviera donde estuviese, si Gens la llevaba encima sería tan visible para los ordenadores como un huracán para un satélite.

Miguel bajó la mano del comunicador, pero siguió apuntándome.

– Diana, ¿cómo puedo confiar en ti?

– Solo te pido que encuentres a Gens primero… Puedes llamar a Olga y decirle que yo te acabo de dar ese dato… Miguel, sé que Gens tiene la clave de todo… Haz eso tan solo, te lo suplico… Luego denúnciame si quieres.

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