Lisa Scottoline - Falsa identidad
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– ¿Se refiere a que Alice Connolly no le dijo que había matado al inspector Della Porta?
– Sí. -Los ojos de Harting mostraron un destello verde apagado-. Alice nunca me dijo algo así.
Bennie disimuló su perplejidad. Por el rabillo del ojo, vio como el juez Guthrie ladeaba la cabeza, intentaba ocultar su reacción y la mayor parte del jurado mostraba una clara expresión de desconcierto. El rostro de Hilliard se convirtió en una máscara de horror. Recordó lo que DiNunzio le había dicho aquella mañana sobre Burden cuando actuó como fiscal en el juicio del hombre que le había herido e imaginó que Connolly se había convertido en la compensación de cara a la condena.
– ¿Está diciendo, señorita Harting, que su declaración de ayer, en la que afirmó que Alice Connolly le dijo que había matado al inspector Della Porta, era falsa? -preguntó Bennie.
– Sí. Ayer mentí sobre esto.
– ¡Protesto! -dijo Hilliard, agarrando las muletas y poniéndose de pie antes de haberlas afianzado por completo.
– ¿Sobre qué base? -preguntó Bennie.
Hilliard echó una ojeada a su entorno con la boca entreabierta.
– La pregunta condiciona la respuesta.
– Es su testigo -saltó Bennie-. ¿Recuerda que estamos en un contrainterrogatorio?
– ¡Orden! -gritó el juez Guthrie, cogiendo el mazo-. Señor Hilliard, haga el favor de sentarse. Formule su pregunta a la testigo, señorita Rosato.
– Gracias, señoría -dijo Bennie. No tenía ni idea de por qué se retractaba Harting pero tenía que afianzar su declaración-. ¿Mentía usted, señorita Harting, al declarar que Alice Connolly le dijo que había matado al inspector Anthony Della Porta?
– Sí.
– ¿Mentía cuando declaró que Alice Connolly le había dicho que no iban a pillarla porque era demasiado lista para todo el mundo?
– Sí.
– ¿Declara usted hoy que todo lo que dijo ayer en este estrado era falso, señorita Harting?
El juez Guthrie se inclinó para ver mejor a la testigo, los labios dibujando una deprimente mueca y la frente, unas profundas arrugas. Por primera vez desde que se había iniciado el juicio, la pajarita a cuadros parecía torcida.
– Señorita Harting, es algo que le incumbe al tribunal, puesto que comparece usted sin abogado, informarle de que el perjurio, es decir, la falsa declaración bajo juramento, conlleva una grave condena en el Estado de Pennsylvania. ¿Está usted al corriente de ello, señorita Harting?
– Sí -respondió la testigo con un leve parpadeo. La única reacción que había mostrado hasta entonces su rostro-. Todo lo que dije ayer es mentira. Mentí sobre Alice y lo siento.
Bennie estuvo un rato sin saber cómo seguir. Luego formuló la única pregunta que quería que le respondiera, la que debía tener el jurado en la cabeza.
– ¿Por qué mintió usted ayer, señorita Harting?
– Porque quería que cargara con el muerto. Nunca fuimos amigas. Ella me hizo algo terrible, algo realmente espantoso. Yo quería devolverle el golpe, por ello llamé al fiscal del distrito. -Harting hizo una pausa-. Pero anoche, en la cama, pensé sobre ello, recé a Nuestro Señor y vi que no podía seguir. Lo siento, lo siento muchísimo.
Bennie no creía ni una sola palabra de todo aquello. Algo tenía que haber influido en Harting para declarar contra Connolly. Y de la noche a la mañana alguien la había presionado. ¿Quién? Connolly o alguien mandado por ésta. Bennie se sentía apabullada, medio enferma. La declaración de Harting de aquel día contenía la verdad pero había llegado por mal camino.
– No haré más preguntas -dijo y volvió a su asiento sin mirar a Connolly.
Hilliard se acercó al estrado y se golpeó la cabeza con la mano extendida.
– Debo decirle, señorita Harting, que estoy atónito ante su declaración de esta mañana.
– Protesto -dijo Bennie-. La acusación no debe hacer comentarios sobre la declaración, señoría.
El juez Guthrie se echó un poco hacia delante.
– Por favor, señor Hilliard.
– De acuerdo, señoría -dijo Hilliard, suspirando con aire teatral-. Señorita Harting: ¿declara usted hoy que lo que dijo ayer fue una pura y total invención?
– Protesto: pregunta formulada y contestada -dijo Bennie y el juez Guthrie refunfuñó.
– Se admite, señor Hilliard…
Hilliard levantó la mano.
– Lo siento, señoría. Es algo tan sorprendente…
Bennie contuvo las ganas de protestar. El histrionismo no servía de nada. El fiscal se encontraba en un terrible aprieto y era consciente de ello. No había forma más rápida de perder un juicio que la retractación de un testigo estrella.
– Señorita Harting -dijo Hilliard-, ayer juró usted decir la verdad, ¿no es cierto?
– Sí.
– ¿Comprendía usted ayer que declaraba bajo juramento, señorita Harting?
– Sí.
– Pero ¿ayer no dijo la verdad?
– No, no dije la verdad.
– ¿A pesar de haber jurado sobre la Biblia, ante Nuestro Señor, de haber jurado que diría la verdad?
– Sí. Lo siento. Lo siento de verdad.
Hilliard asintió.
– Cuando se ha situado esta mañana en el estrado, el juez le ha recordado que seguía bajo juramento, ¿no es cierto?
– Sí.
– Y eso significa que hoy ha jurado decir la verdad, ¿es consciente de ello?
– Sí.
– O sea que ayer juró decir la verdad y hoy ha jurado decir la verdad. ¿Cómo sabemos que hoy está diciendo la verdad?
Bennie se levantó.
– Pido la supresión de este tipo de preguntas, señoría. El fiscal está acosando a su propia testigo.
Hilliard enderezó sus anchos hombros en el estrado.
– Teniendo en cuenta lo acontecido esta mañana, señoría, el Estado solicita permiso para interrogar a la señorita Harting como testigo que declara en contra de la parte que la representa.
– Concedido.
El juez Guthrie cambió de postura en su butaca.
– Señorita Harting -dijo Hilliard a quemarropa-, ¿mentía usted ayer o miente hoy?
– Hoy estoy diciendo la verdad, lo juro. -Harting se volvió hacia el jurado, aunque no fijó la mirada en ninguno de sus miembros-. Ahora digo la verdad, se lo juro. He rezado al Señor y El me ha ayudado. He hecho cosas malas en mi vida, lo sé, y quería hacer daño a Alice, pero estaba equivocada y ahora quiero hacer lo que hay que hacer…
– Señorita Harting -la interrumpió Hilliard-, míreme a mí y no al jurado, y responda por favor a mi pregunta y sólo a mi pregunta.
Bennie apenas oía aquellas palabras. ¿Cómo había conseguido Connolly comunicarse con Harting desde su calabozo? ¿Habría mandado a Bullock a la cárcel aquella noche? Podía haber usado sus credenciales como abogado y obtener comunicación de madrugada. De ser así, constaría en el registro de la cárcel y podría confirmarlo con una llamada telefónica. Bennie intuyó que la cabeza de Hilliard seguía el mismo razonamiento, pues redactó una nota y se la pasó a uno de sus ayudantes, quien salió a toda prisa de la sala.
Hilliard prosiguió con sus preguntas.
– Ha dicho usted, señorita Harting, que rezó a Nuestro Señor. ¿Acude con regularidad a los servicios religiosos del centro?
– Con regularidad, no.
– ¿Cuándo fue la última vez que asistió a ellos?
Shetrell bajó la mirada.
– Yo rezo a mi manera.
– ¿A su manera?
– Protesto, señoría -dijo Bennie-. Esto es acoso.
Hilliard frunció los labios.
– Retiro la pregunta, señoría. ¿Qué hizo usted ayer, señorita Harting, después de salir de los juzgados?
– Volví a casa, a la cárcel.
– ¿Qué hizo una vez allí, señorita Harting?
– Lo de siempre.
Harting encogió los hombros, puntiagudos bajo el fino jersey.
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