Lisa Scottoline - Falsa identidad
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– Como por ejemplo, señorita Harting… Explíquenoslo un poco.
– Ver la tele, estar un rato sentada en el módulo y luego ir a la cama.
– ¿Comentó su declaración con alguna reclusa del centro, señorita Harting?
– No.
– ¿Recibió alguna visita con la que comentara su declaración?
– No.
– ¿Recibió alguna visita anoche?
– No.
– ¿Recibió alguna llamada telefónica anoche?
– No.
– ¿Declara usted, pues, señorita Harting, que no ha comentado el caso o sus declaraciones con nadie desde ayer?
– No, yo no he dicho eso. Sí comenté mi declaración con alguien.
El juez Guthrie levantó la vista. Bennie se puso nerviosa. Hilliard parecía aliviado.
– ¿Con quién comentó su declaración, señorita Harting? -preguntó impaciente.
– Con Nuestro Señor -respondió Harting con profunda convicción.
De repente apareció el ayudante del fiscal ante la puerta de la separación blindada y el alguacil le acompañó hacia dentro. Llevaba un papel arrugado en la mano. Entregó la nota a Hilliard y el rostro de éste permaneció impasible. Bennie contuvo el aliento. Deseaba que aflorara la verdad; no deseaba que aflorara la verdad.
– No haré más preguntas, señoría -dijo Hilliard.
Bennie quedó estupefacta. ¿Habría encontrado una visita en el registro? ¿Cómo había llegado Connolly hasta Harting? ¿Sobornando al encargado del registro? «¿Sabes cuánto dinero mueve la droga? Tanto que puedes comprar chicas, chicos, guardias y polis.» Aquellas palabras resonaban en la cabeza de Bennie mientras el tribunal levantaba la sesión para ir a comer, se acompañaba al jurado fuera y Connolly salía escoltada sin volver la vista atrás.
31
A diez manzanas del Ayuntamiento se extendía una urbanización con edificios de poca altura, cerca del centro comercial de Filadelfia. Su poco sólida estructura de ladrillo destacaba en un horizonte rejuvenecido por la moderna geografía del Mellon Bank Center y las cimas de neón de Liberty Place. Los rascacielos de cristal de la parte alta de la ciudad captaban el sol como mariposas en la mano, aunque la urbanización en cuestión absorbía la imagen sobrecalentando las viviendas de su interior. Las ventanas que habían sido forzadas estaban abiertas de par en par. En cada uno de los extremos del edificio se veían balcones como enjaulados, y Lou se fijó en una cuerda de la que colgaba ropa en una de las jaulas.
Permanecía en el interior del Honda aparcado al otro lado de la calle y del edificio en el que vivía Brunell. Había encontrado su dirección buscando Brunell en la guía telefónica. En éste constaban cuatro números de teléfono del hombre. Costaba menos localizar a un delincuente que a una buena persona. Lou observaba tranquilamente, haciéndose una idea de la panorámica antes de ir hacia las escaleras. Constantemente subía y bajaba gente en el edificio; Lou vio todo tipo de personas: jóvenes negros, mujeres blancas, hombres de negocios y embarazadas. Un chaval, que no tendría más de doce años, entró disparado al vestíbulo con un monopatín, el ancho pantalón corto deslizándose por sus caderas. Por diferentes que fueran, todos entraban en el edificio y lo abandonaban al cabo de quince, veinte minutos.
Lou no habría podido demostrar que iban allí a por drogas. Tampoco habría podido demostrar que el sol calentaba.
Salió del Honda, cruzó la calle y preguntó a la primera persona que vio si conocía a Brunell.
– Octavo, 803 -dijo la viejecita, con aire resignado ante la pregunta, aunque no parecía preocuparse por si Lou era policía.
El traficante trabajaba tan a la vista como los almacenes Woolworth. ¿Cuánto podía costarle aquella seguridad? ¿Medio millón bajo las malditas tablas del suelo?
Encontró el ascensor junto a la puerta de entrada, pero comprobó que llevaba siglos sin funcionar. Habían arrancado el botón de llamada y sus puertas estaban repletas de pintadas. Buscó la escalera. El vestíbulo estaba hecho un asco y apestaba a orina. Ante las puertas se veían bolsas de basura, que acababan de enrarecer el ambiente, pese a que junto a una de ellas había un paquete atado de papel para reciclar. El estruendo de los aparatos de televisión era tan considerable que Lou identificó a través de las delgadas paredes la risa de Rosie O'Donnell. Unos compases hip-hop le llegaron desde el otro lado de una puerta cerrada, lo que desató su nostalgia por Stan Getz.
Detectó un indicador medio roto de «Salida», lo siguió y llegó a la escalera. Era oscura, llena de mugre, de cemento remachado con metal. El estrecho pasillo estaba lleno de colillas y juguetes estropeados. Ocho plantas. Soltando un suspiro, Lou emprendió el ascenso.
– Quisiera ver a Pace Brunell -dijo Lou a través de la puerta cerrada del piso.
Intentaba recuperar el aliento tras la subida mientras miraba los torcidos números pintados en negro que le indicaban que había llegado al 803.
– Pase -le respondió una voz masculina.
La puerta se abrió y tras ella Lou vio a un joven fornido de ojos azules, pelo castaño rojizo muy rizado y finas pecas en las mejillas. La nariz ancha y los labios carnosos dejaban entrever un ascendente afroamericano, aunque su piel era blanca, casi pálida. Llevaba una camiseta y un holgado pantalón corto de baloncesto azul en el que se leía «Nova».
– ¿Es usted Pace Brunell? -preguntó Lou.
– El mismo.
– Soy Lou Jacobs. ¿Me permite pasar?
– Entre a mi oficina -dijo Brunell con aire jovial, le indicó que pasara y cerró la puerta.
Lou echó un rápido vistazo al interior del piso: un combado sofá de color ocre frente a una mesita de teca; de todas formas aquello no fue lo primero que llamó la atención de Lou, sino los fajos de billetes arrugados de cincuenta, de diez y de veinte esparcidos sobre la mesa. En un cálculo rápido sumó al menos treinta mil. ¡No estaba mal! Junto al amasijo, un aparato digital para contar dinero, como los que se ven en Las Vegas, en el cual, al apretar un botón, el dinero se abre en abanico como una baraja. Junto a esto, unos paquetes de cocaína envueltos en celofán y cerrados retorciendo sus extremos como en los caramelos.
– ¿Ve algo que le interese? -preguntó Brunell, y Lou negó lentamente con la cabeza.
– Antes se ponían cigarrillos, en cajas de porcelana, sobre las mesas de café. Algo con clase. Levantabas la tapa y encontrabas Camel, Pall Malí u Old Gold. Al abrir la caja olía a tabaco.
– El tabaco mata.
– Ya lo sé. Y no crea que no lo echo de menos.
Brunell sonrió y se dejó caer en el sofá. La pernera del pantalón subió un poco y dejó al descubierto una larga cicatriz en su muslo, abultada por la acumulación de tejido fibroso.
– Estamos a viernes y el trabajo se acumula de cara al fin de semana. ¿Viene a comprar o qué, jefe?
– No -respondió Lou-. He venido a hablar de Joe Citrone. Usted lo conoce.
– ¡Mierda! Ya imaginaba que era un poli. -Brunell se dio una palmada en la pierna, con aire ufano-. ¿También del Undécimo?
– No, estoy jubilado. Sé que Citrone le protege a usted, su negocio.
– ¿Qué es eso, una extorsión?
– ¿A mi edad? No. Intento descubrir por qué fue asesinado un poli llamado Bill Latorce. Creo que tiene algo que ver con Citrone.
– ¿Qué se lo hace pensar? -preguntó Brunell, y la sonrisa se desvaneció.
– Lo he oído comentar jugando al tejo. ¿Recuerda a Latorce, un poli negro? Trabajaba con Citrone, protegiendo su negocio.
Brunell se levantó de pronto.
– Se le hace tarde, colega.
– ¡Con lo interesante que se estaba poniendo la conversación! Precisamente estaba pensando que hacíamos… ¿cómo lo dicen? Buenas migas.
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