Lisa Scottoline - Falsa identidad
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Hilliard dejó el estrado, y Bennie se levantó, consciente del riesgo que había decidido correr al no seguir con la defensa. No había amortiguador entre ella y el veredicto; ningún testigo al que señalar, ni una prueba física. Ya no era una cuestión entre ella y Hilliard, o entre ella y el juez Guthrie, ni siquiera entre ella y Connolly.
Ahora todo se dirimía entre ella y el jurado. Se trataba de una relación, un acuerdo entre ellos. O se producía entonces o ya no se produciría. Notando un escalofrío se acercó a los miembros del jurado.
34
A Lou nada le cuadraba en la panorámica. El sol brillaba con excesiva intensidad. La tarde era demasiado hermosa. El poli, demasiado joven, había muerto intentando asesinar a una ciudadana. El Undécimo había acudido en masa al cementerio, formando un cuadrado azul de uniformes de gala, aunque no habían hecho su aparición ni el jefe superior ni el alcalde. Lou se situó junto a la prensa, a unos cincuenta metros del ataúd cubierto por una bandera; incluso los periodistas parecían de segunda fila. La muerte de Lenihan ya no ocupaba los titulares de la primera página, y Lou se habría perdido la ceremonia de no haber estado pendiente del asunto.
Todo aquello le entristecía, le hacía pensar que su vida se alargaba en exceso. No le apetecía ver un mundo en el que los traficantes camparan a sus anchas y los polis liquidaran a sus propios compañeros. De repente notó un escozor en los ojos, el sol le molestaba, y volvió la vista hacia los padres de Lenihan, que lloraban junto al féretro de su hijo. Localizó luego a Citrone, de pie detrás de la madre de Lenihan, y el corazón le dio un vuelco. Llevaba el uniforme completo y la insignia de su gorra brillaba al sol; a Lou le recordó un soldado de juguete: latón por fuera y el interior hueco. Se preguntó si Brunell ya le habría llamado.
Al lado de Lou, un joven periodista tosió y luego encendió un cigarrillo. La acre voluta de humo desapareció en el límpido aire. Lou siguió observando al personal uniformado y localizó al hijo de Vega. Esperaba ver a McShea o a Reston pero comprobó que eran demasiado listos para dejarse ver allí. ¡Mala suerte! Tenía tantas ganas de pillarlos que la boca se le hacía agua. Y no era por Rosato, ni siquiera por satisfacción personal, sino por algo que tenía relación con cómo eran las cosas antes, con Stan Getz en Quiet Nights of Quiet Stars, con pastelerías que exhibían las galletas en un fondo de celofán rosa.
El periodista de su lado volvió a toser, esta vez más fuerte; Lou volvió la cabeza hacia él.
– Habrá que dejar de fumar, muchacho -dijo-. Eso está chupado ahora, con los parches, los chicles… Yo tuve que conformarme con el típico cigarrillo de plástico, como un gilipollas.
– ¡Y usted qué sabe! -respondió bruscamente el otro.
– ¿Que qué sé yo? -repitió poco a poco Lou. Le entraron ganas de pegarle una zurra al mocoso, pero se le ocurrió algo mejor-. Pues… vamos a ver… Sé que aquel policía de allí es Joe Citrone. -Lou señaló con el dedo y el muchacho miró hacia allí-. Es un corrupto de tomo y lomo. Está a partir un piñón con otros dos elementos de cuidado: Sean McShea y Art Reston…
Otro periodista se volvió al oír aquellos nombres.
– ¿Ha dicho usted algo de McShea y Reston? ¿Los policías que declararon en el caso Connolly?
Lou asintió.
– Los mismos. McShea y Reston no son del Undécimo, pero ellos y Citrone, ese alto que está detrás de la familia, tienen montado un negocio de tráfico de drogas.
– ¿Tráfico de drogas? -preguntó otro periodista, juntándose al grupo que se estaba formando alrededor de Lou.
– Se apoderan de los alijos procedentes de decomisos y protegen a traficantes como Pace Brunell, el que tiene el negocio montado en las viviendas protegidas. Y eso no es todo. Citrone es el responsable del asesinato de su compañero, Bill Latorce, que supuestamente murió en acto de servicio. Alguno de vosotros, listillos, tendría que investigar por qué en una pelea doméstica murió un policía con experiencia.
Los periodistas empezaron a interrumpirle pero Lou levantó las manos.
– Os aconsejo que os lancéis ahora mismo a la caza de la noticia. Puede ser el reportaje del año. Incluso puede ganar un Pulitzer. ¿O es que ya no se habla de primicias?
Luego se volvió al muchacho que tenía al lado, cuyo cigarrillo colgaba de su boca completamente abierta.
– Métetelo en la pipa y fúmatelo de una vez -le dijo, y se marchó.
35
Bennie se situó frente al jurado y permaneció un momento en silencio antes de iniciar sus conclusiones, para calmarse los nervios y aclararse las ideas. De nuevo, decidió ir con la verdad por delante. No disponía de más.
– Damas y caballeros, he tomado la inusitada decisión de no seguir con la defensa de Alice Connolly porque no creo que el Estado haya demostrado que se trata de un asesinato más allá de la duda razonable. No comparto la elevada consideración del fiscal con respecto a las pruebas circunstanciales, sobre todo en casos sancionados con la pena capital. La acusación ha minimizado el hecho en sus conclusiones, pero yo estoy aquí para recordarles algo: en definitiva el Estado persigue la pena de muerte en este caso. Ténganlo muy presente. Dejan que influya en sus consideraciones. ¿Hasta qué punto hay que estar seguro de algo para mandar a un ser humano a la muerte? Más allá de toda duda razonable.
Bennie interrumpió el discurso para que todo el mundo cayera en la cuenta, y comprobó que los rostros de los miembros del jurado reflejaban una gran seriedad.
– Sin embargo, el Estado no les ha proporcionado a ustedes nada que pueda calificarse de prueba determinante. Nadie vio cómo se cometió el crimen y, contrariamente a lo que ha afirmado el fiscal en sus conclusiones, sí se cometen muchos asesinatos ante testigos. Pueden leer todos los días en los periódicos relatos sobre tiroteos desde un coche…
– Protesto, señoría -gritó Hilliard-. No disponemos de pruebas documentadas sobre tales disparos.
– Se admite -dictaminó el juez Guthrie, pero Bennie no perdió el ritmo.
– No hay testigos de este asesinato, cuando menos el Estado no ha conseguido presentar ninguno, aparte de que el Estado no ha demostrado otros muchos hechos, lo que desemboca en algo más que la duda razonable. En primer lugar, no ha presentado el arma homicida. El fiscal pretende que todos ustedes se olviden del arma, pero ¿pueden hacerlo? ¿En justicia? -Bennie se acercó un poco más a la barandilla del jurado-. Recuerden su teoría sobre lo acaecido la noche de autos. Ellos afirman que Alice Connolly disparó contra el finado, se cambió de ropa y tiró la que llevaba antes en un contenedor para deshacerse de las pruebas. Si eso fuera cierto, ¿por qué no se encontró el arma en el contenedor junto con las demás pruebas? ¿Deben creer ustedes que Alice se llevó el arma? ¿Por qué lo habría hecho, si así llevaría encima una prueba mucho más incriminatoria? Y caso de que lo hiciera, ¿por qué no se la encontraron encima?
Bennie hizo una pausa, esperando que sus palabras surtieran efecto.
– No tiene lógica alguna porque no es la verdad. Lo cierto es que Alice Connolly nunca tuvo el arma. El verdadero asesino sí la tuvo y se la guardó porque en ella figuraban sus huellas dactilares y no las de Alice Connolly. Tal como han oído afirmar al doctor Liam Pettis: el arma podría demostrar que Alice no mató a Anthony Della Porta…
– Protesto, señoría -dijo Hilliard-. La señorita Rosato tergiversa la declaración del doctor Pettis.
– Se admite la protesta -falló el juez Guthrie, antes de que Bennie pudiera discutirlo, pero había cogido ya el ritmo y no podía detenerse.
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