Lisa Scottoline - Falsa identidad

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Sólido thriller judicial, sobre una mujer acusada del asesinato de su marido. Penetrante análisis de la corrupción, trama impredecible; una lectura tensa, irónica, por una autora que ya es más que un valor ascendente. La aparición de una supuesta hermana gemela de la acusada da un giro inesperado.

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– Encontré una nota de despedida de mi madre, encabezada por «Querido John». Incluso fue al funeral de ella.

– ¿Y qué? Puede que ella le dejara cuando te tuvo a ti. Lo que no demuestra que seamos gemelas. Puede que tú seas hija de él y yo no. -Connolly fue subiendo el tono, ya casi hablaba a gritos-. O quizá sea al revés, ¿qué te parece? Yo podría ser la hija de verdad de un pirado, y haber acabado traficando con drogas. Entonces, un día ve la tele y sales tú, una triunfadora. Encuentra que nos parecemos y le coge la perra. Se le mete en la cabeza que yo soy tu hermana gemela. Que somos sus hijitas, sus gemelas. Luego aparece en la cárcel y me dice que mi hermana gemela me ayudará.

Bennie intentaba centrarse en aquella situación. Cuando la conoció, Connolly intentó convencerla de que eran gemelas. Ahora que Bennie se había hecho a la idea, Connolly quería demostrarle todo lo contrario. Todo aquello le nublaba la cabeza.

– ¿Por qué dice todo esto?

– ¿Qué?

– Intenta convencerme de que no somos gemelas.

– Lo que digo es que no creo que lo seamos. -La expresión de Connolly volvió a ser la de siempre, y su tono se enfrió-. Yo no necesito una hermana gemela. No quiero una hermana gemela. Si consigo la libertad, no me interesa tener una hermana gemela. ¿Lo captas o qué?

Llamaron a la puerta de Bennie y el rostro de un guardia asomó por la blindada ventanilla.

– ¿Hará el favor de levantarse la auténtica señorita Rosato?

– Yo soy Rosato.

Bennie se puso de pie y el guardián metió la llave en la cerradura de su celda.

– El juez quiere que pase a la sala. Dice que no hace falta que le ponga las esposas.

– ¡Vaya!

Bennie salió al pasillo, tan estrecho que sólo pasaba por él una persona e iluminado por la molesta claridad de un fluorescente. El guardia pasó a la puerta siguiente y abrió la cerradura de Connolly con un experto giro de muñeca.

– Ésta podría ser mi gran oportunidad, Rosato -dijo Connolly en voz alta-. Podría decir al guardia que soy Rosato. Entonces tú serías la que esperara la silla eléctrica y yo saldría Ubre, fuera cual fuera el veredicto. -Connolly salió al pasillo y extendió los brazos para que la esposaran-. ¿Qué dices a eso? ¿Estarías dispuesta a cambiar los papeles? ¿Te jugarías la vida en este caso?

– Basta de charlas -dijo el guardia tranquilamente, pero Bennie estaba demasiado acongojada para responder.

«¿Te jugarías la vida en este caso?»

En cuanto se abrió la puerta que daba a la sala, Bennie miró directamente al juez Guthrie, quien a todas luces había recuperado su tono profesional, pues había cambiado de expresión y se le veía tranquilo. El jurado seguía en su tribuna y Dorsey Hilliard, apesadumbrado, mantenía su compostura en la mesa de la acusación. Ante el tribunal, Carrier y DiNunzio mostraban un aire preocupado.

Bennie entró en la sala y el público reaccionó al instante, moviéndose en los bancos para conseguir una mejor perspectiva. Los periodistas escribían frenéticamente en sus blocs, al lado de los dibujantes, que hacían sus esbozos con tanta destreza como si estuvieran escribiendo. Mike e Ike se encontraban entre ellos, incómodos como el defensa a quien han situado en plena delantera.

– Acérquese, por favor, señorita Rosato -dijo el juez Guthrie-. Agente, sírvase acompañar a la acusada a la mesa de la defensa.

– Sí, señoría -dijo Bennie en tono profesional, de cara al estrado, mirando a los ojos al juez Guthrie.

Detrás de ella, acompañaron a Connolly a la mesa.

– Señorita Rosato -empezó el juez Guthrie-, este tribunal la considera culpable de desacato por desobedecer mis órdenes durante sus conclusiones. No obstante, tras el enérgico alegato expuesto por una de sus asociadas, el tribunal considera que, en interés de la justicia, debemos continuar. -El juez señaló con la cabeza, con gesto grave, a Carrier y DiNunzio, y Bennie dio las gracias a Dios por poder disponer de Carrier-. Por tanto, se la libera de la pena de reclusión y se le impone una multa de quinientos dólares. Su asociada ha satisfecho ya dicho importe al funcionario del tribunal. ¿Ha terminado ya con sus conclusiones?

– En efecto, señoría.

– Entonces tome asiento mientras seguimos con la fase final del juicio. Puede presentar sus pruebas en descargo de las acusaciones, señor Hilliard.

Bennie se dirigió hacia la mesa de la defensa y comprobó la reacción del jurado. Tuvo la impresión de que el grupo había perdido el brío; la bibliotecaria ni siquiera la miró e incluso el animado realizador de vídeo parecía impasible. «¿Estarías dispuesta a cambiar los papeles? ¿Te jugarías la vida en este caso?»Ella había notado el «clic» durante sus conclusiones, pero ya se había equivocado en otras ocasiones.

– Damas y caballeros del jurado -dijo Hilliard desde el estrado.

Inició su refutación, repitiendo que el jurado no podía deducir que había habido una confabulación policial por la ausencia del arma asesina. Sacó rápidamente sus conclusiones, y cuando hubo terminado, los miembros del jurado mostraron una expresión apagada. Bennie no sabía qué conclusión sacar de aquellos serios rostros; por experiencia sabía que el jurado adoptaba un aire grave cuando llegaba la hora de tomar una decisión. Hubiera querido intervenir de nuevo, pero a la defensa no se le proporcionaba una segunda oportunidad, como al Estado.

El juez Guthrie procedió de inmediato a ilustrar a los miembros del jurado, leyéndoles una interminable lista de puntos legales importantes que habían presentado ambas partes, mientras Bennie permanecía sentada, inmóvil, escuchando sólo a medias, tomando conciencia poco a poco de que el caso se le estaba escapando de las manos. Normalmente sentía un gran alivio cuando el poder de decisión y la responsabilidad definitiva pasaba de ella al jurado. En el pasado, aquello se había traducido en la finalización de su tarea, pues, tras el veredicto, podía reemprender su vida. Entonces se dedicaba a holgazanear en la cama con Grady y, al levantarse, pasaba a las tareas de la casa. Luego iba a ver a su madre, permanecía a su lado en el elegante hospital hasta que la anciana se quedaba dormida.

Sin embargo, sabía que al acabar aquel juicio no tendría nada de todo aquello. Nada más que el vacío, y eso en el mejor de los casos. ¿Y si perdían? Se estremeció al ver que el jurado salió en fila a deliberar, desapareciendo tras la puerta. Iban a decidir el destino de Connolly y a ella no le dejaban más que desolación y miedo.

37

Las abogadas esperaban el veredicto en su despacho, y Bennie ayudaba a sus asociadas a recoger las pruebas y colocarlas de nuevo en el expediente. No era un trabajo que ella acostumbrara hacer, pero aquel día era consciente de que la necesitaban y algo en su interior le decía que no tenía que dejarlas solas. Al haber llevado juntas el caso, se habían unido más, como los soldados en la guerra, y Bennie sabía que la guerra aún no había terminado. Si declaraban culpable a Connolly, quedaría todavía la fase final, en la que Bennie debería presentar a los testigos objetivos y a los expertos que constituirían la última esperanza para Connolly.

– ¿Tenemos ya controlado al experto en psicología, Carrier?

– Todo está previsto. Sólo hay que llamarlo.

– Bien. ¿Y a la funcionaría auxiliar?

– Sólo a la auxiliar de la auxiliar. Declarará que Connolly era una reclusa modelo, se encargaba de los cursillos de informática y demostraba disposición para la rehabilitación.

Bennie se guardó su opinión. Con toda la información de que disponía, la utilización de aquellas declaraciones equivaldría a aceptar el perjurio. Se volvió hacia DiNunzio.

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