Lisa Scottoline - Falsa identidad

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Sólido thriller judicial, sobre una mujer acusada del asesinato de su marido. Penetrante análisis de la corrupción, trama impredecible; una lectura tensa, irónica, por una autora que ya es más que un valor ascendente. La aparición de una supuesta hermana gemela de la acusada da un giro inesperado.

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– Bennie tiene razón, y no por el hecho de ser la jefa -dijo Mary-. Intentaron matarla. Ahora harán lo mismo con usted.

Lou suspiró.

– ¿Para eso he vuelto? ¿Para que me den la lata? Como mínimo los abogados varones no le dan a uno la lata.

– Perfecto. -Bennie se levantó-. No pienso darle más la lata sobre el tema. Hoy y mañana, Ike irá con usted. -Señaló hacia la otra sala de reuniones, donde los guardaespaldas hojeaban los periódicos-. Yo me quedaré con Mike.

Lou miró hacia los dos hombres.

– ¿Separar a los muchachos? Imposible, Bennie.

Pero a Bennie no le hizo gracia.

Iniciaron la preparación de la fase final del caso, transformando la sala de reuniones en el cuartel general de una maratón benéfica televisiva. Bennie trabajaba al teléfono, hablando con posibles testigos que podían declarar sobre la personalidad de la acusada, y sus asociadas y Lou seguían todas las pistas al alcance. No encontraron nuevos testigos y los teléfonos de fuera de la sala de conferencias no dejaron de sonar durante todo el rato. Era la prensa, pero Bennie no estaba dispuesta a responder. Tenía que concentrarse en la última parte deljuicio. Algo duro de por sí, si se daba por supuesto que ya podían haber declarado culpable a Connolly del asesinato.

– Estoy muerta -dijo Mary, apartándose el pelo de los ojos.

Judy parecía también muy cansada.

Incluso Lou, antes con las pilas a tope, empezaba a mostrar decaimiento. Colgó el teléfono tras la última llamada y dijo:

– Vamos a dejarlo por hoy.

– De acuerdo -dijo Bennie-. Todos a casa. Mañana otra vez aquí, alrededor de las siete.

– ¿Y tú, qué? -preguntó Judy cogiendo el bolso.

– Me quedaré un rato -respondió ella. Estaba agotada pero le quedaban unos trámites por resolver-. Tengo que acabar un par de cosas. Usted e Ike acompañarán a las chicas a casa, Lou, y luego él seguirá con usted.

Lou cruzó los brazos.

– No, dejaré a las chicas en un taxi con Ike, quien las acompañará a su casa y volverá con usted. Yo sé cuidarme sólito.

– No vamos a discutirlo otra vez, Lou.

– Tiene toda la razón, no lo discutiremos. Usted me da la lata y yo hago como si no lo oyera. Ya estoy de nuevo en mi matrimonio.

Lou se levantó y señaló hacia los guardaespaldas, que se estaban poniendo los anoraks.

– Lou…

– ¡Oh, por favor! Hasta mañana. Vamos, chicas.

Lou salió de la sala y se reunió con Mike e Ike en el vestíbulo.

– ¡Mierda! -exclamó Bennie, y fue tras él. Ella había contratado a los guardaespaldas, por tanto, podía darles órdenes-. Ike -dijo, levantando el dedo-, usted irá con Lou hasta su casa, le guste o no a él, y si hace falta se quedará toda la noche en su puerta. Quiero estar segura de que pasa la noche vivo; así yo podré matarlo mañana. ¿Entendido?

– No puedo hacerlo -respondió Ike-. Mi cliente no es Lou sino usted.

– ¿Cómo?

– No podemos proteger a Lou. Tenemos que quedarnos con usted. Está estipulado en el contrato.

– ¿Qué contrato? Yo no he firmado ningún contrato.

– Nuestro contrato con la empresa de seguridad, y el contrato de la empresa de seguridad con la compañía de seguros. Nuestro seguro sólo nos cubre para la protección de usted. Si algo va mal, tenemos que estar con usted, de lo contrario entablan una demanda contra nuestra empresa.

Bennie se echó a reír.

– Eso es ridículo.

Mike encogió unos hombros como la plataforma continental.

– Eso es lo que nos dijeron. Tenéis que permanecer con el cliente que se os ha asignado.

Lou sonrió.

– ¿Lo ve? Abogados, Rosato. Lo complican todo. Por culpa de los abogados ni siquiera puedo volver a practicar el submarinismo. De las abogadas, probablemente. Te dan la lata y luego te demandan. -Lou apretó el botón del ascensor con gesto desenvuelto. Se metió dentro, llevándose con él a las asociadas de Bennie-. Vamos, señoras mías. He dejado el coche en casa, las acompañaré en taxi. Hasta pronto, Rosato -dijo mientras se cerraban las puertas.

– ¡Qué terco es! -exclamó Bennie, mirando las puertas de aluminio cerradas, y Mike asintió.

– Todos lo son.

– ¿Quiénes? ¿La gente mayor?

– Los hombres -respondió Mike, e Ike volvió la cabeza.

38

Judy y Lou dejaron a Mary en su casa y siguieron por Pine Street en silencio. Judy miraba por la ventana, pues estaba demasiado adormilada para conversar, lo que a Lou le parecía perfecto. Se desabrochó la americana y se relajó en el rasgado asiento. Se habría sentido más cómodo en su coche, pero lo había dejado en casa, por miedo a que lo detectaran en el cementerio o la comisaría.

Observaba el abeto de cartón que colgaba del retrovisor de atrás. Curioso. Todos los taxis llevaban aquel árbol y ninguno olía a pino. Al contrario, el interior del vehículo apestaba a tabaco, a pesar de la redonda pegatina que prohibía fumar, y a la luz de los faros del coche de atrás, detectó unas grasientas manchas en el plástico que separaba al joven taxista de los pasajeros.

Lou miró despreocupadamente por la ventanilla. Las tiendas de antigüedades se alineaban en la estrecha calle, y ya era muy tarde para ver a alguien paseando por las aceras. El taxi paró ante un semáforo y Lou leyó el letrero de una de las tiendas: MEYER & DAUGHTER. Había una minúscula silla de madera en la ventana.

– ¿Es una antigüedad, Judy?

Judy asintió.

– Supongo que se trata de una pieza de la época colonial. Es todo lo que tienen ahí, piezas coloniales. Esa silla puede costar mil dólares.

– ¡No me diga! Si ahí no cabe un trasero.

– Los traseros coloniales eran más reducidos.

– ¡Ja! -exclamó Lou moviendo la cabeza-. Me encanta. Pagamos un riñón por una silla vieja. Pero sobre todo que no nos molesten nuestros mayores.

El taxi siguió adelante. Su interior, más claro que antes, por los faros que le seguían. Tenían el coche de atrás casi pegado a su parachoques. ¿Por qué, a aquellas horas de la noche? Si no había tráfico. Lou se puso rígido instintivamente y volvió la cabeza.

Le sorprendió lo que vio. El coche que tenían casi pegado al parachoques era de la policía. La luz del techo enviaba hacia el taxi sus destellos rojos, blancos y azules. Era el coche patrulla 98.

El miedo sacudió a Lou. Era Citrone; iba solo. Sin sirena que llamara la atención. Un poli de noche podía salirse con la suya perfectamente. Lou lo tenía ya comprobado.

El taxi reducía la marcha; Lou dio unos golpes al plástico divisorio.

– ¡Siga! -le ordenó-. ¡Vamos, vamos, vamos!

– ¿Se ha vuelto loco o qué? -exclamó el taxista, volviendo la cabeza-. Es la poli.

Judy miró hacia atrás; vio el coche patrulla.

– ¿Lou? -dijo, asustadísima.

– No pierda la calma -le dijo Lou.

Podía haber cerrado las puertas, pero quería que Judy saliera de la historia.

El taxista se acercó a la acera y salió. Una luz blanca les deslumbraba desde el cristal trasero. Junto a ésta, una silueta alta que sostenía un arma. Citrone se acercaba a ellos. A Lou se le disparó el corazón. Se estaba preparando pero no podía correr ningún riesgo hasta que Judy estuviera a salvo.

– ¡Salga del coche! -gritó Citrone.

Abrió la puerta de atrás y tiró de Lou clavándole un revólver en el esternón.

– Tranquilo, Citrone. -Lou se apoyó en el vehículo, casi sin aliento. El arma se hundió un poco en su pecho. Sabía que en cuestión de segundos podía morir. Podía echarse a correr, pero aquélla no sería la peor opción. Tenía que pensar en Judy-. Voy con usted. Deje a la muchacha.

Lou dio un paso hacia delante, pero Citrone le impidió avanzar con el cañón del arma.

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