Lisa Scottoline - Falsa identidad
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– ¡Fuera del coche, abogada! -gritó Citrone a Judy-. ¡Rápido!
– Voy, voy -dijo Judy, con un nudo en la garganta.
Se deslizó por el asiento de atrás y soltó un grito de asombro al ver el arma. Con gesto instintivo, se apartó, pegando con la espalda en la puerta, mirando boquiabierta a Citrone. Su expresión reflejaba sólo unos ángulos y unas sombras en la cegadora luz. Sus ojos eran dos negras rendijas cargadas de odio. Iba a matarles a los dos. Judy hacía esfuerzos por reflexionar, presa de terror.
El asustado taxista levantó las manos.
– He parado en el semáforo, agente, se lo juro. He detenido por completo el coche.
La mirada de Citrone se volvió hacia un lado, mientras mantenía el revólver contra la camisa de Lou.
– Lárguese ahora mismo o es hombre muerto -dijo Citrone al taxista-. Métase en el coche.
Los ojos del taxista se abrieron de par en par e hizo velozmente lo que le ordenaban.
– Buen trabajo policial -dijo Lou-. Y ahora deje a la muchacha. Ella no dirá nada.
– ¿Dejarla? Ha atacado a un policía en un control rutinario de tráfico. El taxi tiene una de las luces de atrás rota. -Citrone pegó una rápida patada a la luz de freno del taxi. Los rojos pedazos de plástico se esparcieron por la calle.
– Vamos, Citrone -dijo Lou-. Todo el mundo está al corriente de lo del aparcamiento en el Undécimo. ¿Van a creerse que nos mató en un control rutinario?
Citrone soltó una risita.
– ¿Yo, matarle a usted? Si aún no he llegado. Mi amigo estará aquí de un momento a otro. Un agente estatal.
Judy seguía esforzándose por clarificar sus ideas. Citrone acabaría con ellos en cuanto llegara el agente. ¿Qué podía hacer ella? No tenía un arma a mano. Luego recordó las tácticas de boxeo que había visto en el gimnasio. Aunque no dominara la técnica, podía jugar con el factor sorpresa. De repente se agachó un poco, plantó los pies en el suelo con firmeza y pegó el primer puñetazo de su vida, directo a la mandíbula de Citrone.
– ¡Ay! -gritó Citrone.
El impacto no fue lo suficientemente contundente pero hizo perder el equilibrio al policía. El revólver se disparó con un «crac» ensordecedor.
– ¡No, Lou! -chilló Judy al comprobar que del hombro de éste brotaba la sangre a través de la desgarrada tela de la camisa.
Lou no notaba el dolor. Se lanzó contra el brazo de Citrone y le agarró la muñeca intentando hacerle soltar el arma. Esta cayó al suelo mientras Lou inmovilizaba al aturdido policía contra el húmedo asfalto. Judy lo observaba muda de asombro; de pronto comprendió que tenía que actuar. Recogió el arma y la sostuvo con ambas manos. La derecha le dolía a raíz del puñetazo, pero se concentró apuntando a Citrone y preparándose para disparar.
– ¡Quieto, Citrone! -gritó, en el tono contundente que le confería la autoridad recién ganada; Lou rodó apartándose del otro, dejándole desprotegido junto a la alcantarilla.
– Me pondré bien -dijo Lou, amodorrado por la anestesia.
De haber sentido algo, tal vez no hubiera soportado el dolor, pero notaba el cuerpo entumecido. Tantos años que había pasado en el cuerpo y nunca le habían dado. El disparo había llegado en la jubilación. ¡Valiente gilipollez! Cambió de posición en la fina almohada del hospital. Le habían extraído la bala y le habían entablillado el hombro. Dándole la lata a los pies de la cama estaban las tres arpías: Judy, Mary y Rosato.
– Claro que se pondrá bien -dijo Bennie, dándole unos golpecitos en el pie-. Porque yo no pienso perderlo de vista.
– Ni yo -dijo Mary-. Hasta que no esté a buen recaudo todo el distrito Undécimo.
– Los tenemos cogidos, ¿verdad?
Lou sonreía; arrastraba un poco las palabras.
Judy soltó una risita.
– Por supuesto; todos salimos por televisión. -Llevaba la mano vendada y le dolía. Se había roto un dedo pegando a Citrone, a quien no había hecho ni un rasguño. Le hacía falta practicar el boxeo de rehabilitación-. Han intensificado la investigación en el Undécimo.
Bennie asintió.
– Dentro de poco llamarán a McShea y Reston, y los policías se están enfrentando ya entre ellos. La fiscalía del distrito establecerá los mejores acuerdos con quienes se presenten antes. Los polis saben a qué atenerse.
De todas formas, a Mary aquello no acababa de satisfacerla.
– No lo ha solucionado de la mejor manera, Lou, al lastimarse usted mismo.
Lou soltó una risita.
– Eso dígaselo a Judy. Creo que en mi vida había visto un puñetazo tan malo.
Judy bajó la cabeza.
– Muchas gracias.
– Ella me ha salvado la vida… -dijo Lou, sin terminar la frase.
Quería agradecérselo, pero no tenía ni fuerzas para abrazarla. Tal vez fuera mejor así. Estaba prohibido abrazar a las mujeres. Iba contra las leyes federales.
– Ya le dije que entendía de boxeo -dijo Judy-. En cuanto se haga público el veredicto, me apunto dos veces por semana.
Bennie pensó otra vez en el veredicto. Había estado tan preocupada por Lou que hasta entonces se le había ido de la cabeza. Algo curioso, habida cuenta que llevaba días sin pensar en otra cosa. El hecho de que Lou hubiera sobrevivido al asalto había asestado un golpe mortal a la confabulación, que empezaba a desmoronarse, con Citrone a la cabeza, extendiéndose hasta Guthrie y Hilliard. No obstante, el jurado estaría deliberando aislado. No sabría que se había demostrado la confabulación policial. Saldrían de su reclusión con el veredicto: inocente o culpable.
¿Cuándo?
39
Bennie recibió la llamada del funcionario de los juzgados a las diez y cuarto de la mañana siguiente, y diez minutos después el equipo de la defensa se personaba en el centro. Las abogadas y los guardaespaldas salieron de dos taxis; mostraron expresiones tensas cuando se abrieron las puertas de los vehículos y la prensa se reunió como un enjambre a su alrededor, blandiendo micros. Bennie intentó quitarse de encima aquella gente. Lo único que tenía en la cabeza era el veredicto.
– ¡Dejen paso! -gritó a los periodistas concentrados.
Avanzó entre la multitud confiando en que Mike e Ike protegerían a sus asociadas. Juntos entraron al vestíbulo, subieron el ascensor y, por el pasillo, llegaron a la sala 306. Las abogadas avanzaron por la tribuna hacia la mampara blindada. Por primera vez Bennie se sintió aliviada al comprobar que aquel muro de plástico la separaba del resto del mundo.
En la parte de la barrera donde reinaba el silencio, el juez Guthrie leía al parecer unos documentos depositados en su mesa. El personal de los juzgados iba y venía afanosamente, disponiéndolo todo para el veredicto final. Una funcionaría pasó veloz ante Bennie con un impreso que ella identificó como de prisión, que estipulaba la reclusión de Connolly en régimen penitenciario hasta el día de su ejecución. Apartó la vista y se dijo que la citada orden no era más que una eventualidad. Al igual que ella, el tribunal tenía que estar preparado para el veredicto que se estableciera. Dejó la cartera sobre la mesa notando la boca completamente seca.
Dorsey Hilliard pasó por la puerta de cristal y se acercó a Bennie. Se apoyó en las muletas y le tendió la mano.
– Pase lo que pase, Bennie, ha valido la pena tenerla como adversaria -dijo.
A Bennie se le hizo un nudo en la garganta. La vida de su hermana gemela pendía de un hilo, ella había estado a punto de ser asesinada y Lou yacía en una cama de hospital.
– ¡Váyase al cuerno, imbécil! -respondió.
Hilliard apartó la mano como si se la acabaran de morder. La reacción fue captada por el público, esbozada por los dibujantes y apuntada por los periodistas, como pasto para mil preguntas posteriores. Bennie intentó quitárselo todo de la cabeza y se sentó a esperar a Connolly. No tardaría.
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