Lisa Scottoline - Falsa identidad
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– Nada -respondió con aspereza el policía. Bennie olió a tabaco en su aliento cuando hubo acabado el registro y se volvió hacia Lou diciendo-: ¿Por qué hace ella las preguntas? Creí que iba a hablar con usted. ¿No es Jacobs?
– Por supuesto, colega. Lou Jacobs.
– El del aparcamiento, ¿verdad? El que se desgañitaba. Parecía pasárselo bomba.
El poli soltó un bufido y Lou se echó a reír con él.
– En mi vida lo había pasado mejor.
– Pues aproveche que aún no estamos muertos. -La sonrisa del poli se desvaneció-. He preguntado por usted. Me han dicho que era legal.
– Más que legal. Por cierto, ¿quién es usted? ¿Cómo se llama?
– ¿Es imprescindible? Creo que será mejor para todos que lo dejemos así.
– Como quiera. ¿Por qué ha llamado?
– El año pasado tuvimos un asunto. Un plan específico. Un traficante de poca monta llamado Brunell, nada del otro mundo. Un chivato me habló del tal Brunell, y ahí me lancé. Llegamos mi compañero y yo para pillarlo. Aparece Brunell como estaba previsto. Lo pescamos desprevenido, con las manos en la masa. Pipas y toda la parafernalia. Ya sabe a qué me refiero, Lou.
– Claro.
– Y estamos a punto de empaquetarlo cuando se abre la puerta y aparecen Citrone y su compañero. No el nuevo, Vega, sino Latorce, el de antes, un negro. ¿Le conoce?
– No lo he visto nunca pero el nombre me suena.
– Así que entra Citrone y nos echa a nosotros. Así, sin más. «Fuera de aquí, joder», dice. A Latorce aquello tampoco le sentó muy bien.
– ¿Y qué hicieron ustedes?
– Salir de allí, ¡joder! Imaginé que Citrone quería apuntarse la detención, sé que tiene prioridad por veteranía, pero a mi compañero le dio el canguelo. Me dijo que había oído muchas cosas sobre Citrone y que lo mejor sería largarnos y cerrar el pico. -El poli hizo una pausa para humedecerse los labios-. Pues bien, nos largamos y yo pensando que vería el informe de la detención. Y nada, todo quedó tapado. Ni informe ni detención. No pillaron a Brunell, pero eso no es lo peor de todo. -El hombre echó una ojeada a su alrededor para asegurarse de que no había nadie por allí. La calle se veía negra, ni un movimiento, salvo la llovizna, que no cesaba-. Una semana después liquidan a Latorce.
– ¿Bill Latorce? -entonces Lou recordó aquel nombre. Lo había visto en las esquelas-. Murió en acto de servicio, al acudir a una llamada al 911, a un domicilio.
– Una encerrona. Latorce entra primero, imaginándose a un marido pegando una paliza a la parienta. No se le ha informado de la presencia de armas, nada de nada, por ello Citrone sale del coche con toda la parsimonia del mundo, lo que ya de entrada no es normal. Latorce llama a la puerta del dormitorio y le disparan a bocajarro a la cabeza. ¿Cómo puede cagarla así un poli con su experiencia?
– Los polis cometen errores -dijo Bennie, y la cabeza del hombre se volvió como un resorte hacia ella.
– ¿Y usted qué sabe, guapa? Yo sí lo sé, pues llevo treinta y dos años en el cuerpo. Con el tiempo se aprende mucho en este trabajo. ¡Latorce no era un bobo! De haber imaginado que ocurría algo, que el fulano tenía un arma, no habría entrado solo. Latorce encontró la muerte porque no le gustó lo que vio la semana anterior con Brunell. Algo se fastidió porque nos encontraron a mi compañero y a mí allí. Por esto Citrone le tendió la trampa.
– ¡Jesús! -exclamó Lou. El presentimiento le formó un nudo en el estómago, apoderándose poco a poco de su cuerpo-. Su propio compañero.
– Eso es. -El hombre se apoyó en el otro pie, como si aquello fuera una fría noche de invierno-. Y ahora debo marcharme.
– Por supuesto -dijo Lou, pero Bennie saltó.
– ¿Sabe algo del asesinato de Della Porta?
– No.
– ¿Sabe algo de unos policías llamados Reston y McShea?
– Nunca he oído hablar de McShea. Reston estuvo en el Undécimo.
– ¿Era corrupto? ¿Oyó alguna vez algo de él?
– No, no coincidí con él en el Undécimo. Me trasladaron del Treinta y dos. -El policía miró por encima del hombro-. Tengo que irme. No me líe, Jacobs. Le he contado esto para darles su merecido a esos sinvergüenzas. Pero sobre todo que no salga mi nombre.
Lou asintió.
– Descuide.
– Nos vemos.
El policía se alejó con aire rígido, las perneras de su pantalón agitándose al viento, la gorra de los Phillies encasquetada, y un segundo después había desaparecido en la oscuridad de la resbaladiza calle.
27
Unas horas más tarde, Judy se había quedado dormida en la silla al lado de Mary, quien había revisado casi trescientos sitios web, cada uno de los cuales se remontaba a un tiempo anterior al precedente. Si bien no lo había leído todo de cabo a rabo, se había hecho una idea de la carrera de Dorsey Hilliard como fiscal. Había ganado más casos de los que había perdido y sus alegatos habían sido siempre correctos. Nunca se le había tachado de incompetente como abogado, la base más socorrida para un recurso, y la gran mayoría de las opiniones judiciales expuestas hacían referencia a la claridad de sus conclusiones, lo que no auguraba nada bueno para el caso Connolly.
Mary había encontrado un sinfín de casos en los que había participado Hilliard como fiscal, así como otros en los que aparecía como testigo, para declarar sobre la efectividad de otro letrado. Incluso apareció un caso de derecho civil en el que él mismo había demandado a una compañía de seguros por los gastos relacionados con la terapia de recuperación de su lesión. La compañía se había negado a reembolsar la cantidad exigida por Hilliard, y a los veintiún años de edad él les había ganado la partida. Mary se iba animando. Por aquella época Hilliard ni siquiera había empezado la carrera. ¿Cuánto tiempo había vivido deseando ser abogado? ¿Cuánto tiempo llevaba con la discapacidad?
Mary se acordó del niño del poni blanco, al que su compañera de clase enseñaba a montar. Vio los negros ojos del niño esperando la respuesta de su amiga. «Comprende mejor que tú y que yo», le había dicho Joy. Mary tenía la sensación de haber dejado al niño, y a Joy, en la estacada, pero algo en su interior le decía que no estaba dispuesta a abandonar el Derecho. No disfrutaba con su profesión pero tras el ataque de Bennie, la curiosidad se había apoderado de ella. Aquello era lo que la empujaba a apretar el intro y a seguir leyendo a altas horas de la madrugada.
28
– ¿Siguen detrás de nosotros Mike e Ike? -preguntó Bennie, levantándose un poco en el asiento del acompañante para mirar por el retrovisor de atrás.
– Siéntese, están ahí. -Lou frenó el Honda al llegar al semáforo. La lluvia azotaba el parabrisas y como quiera que las escobillas no daban abasto, conectó el desempañador-. Ya le dije que no era ninguna trampa. El poli ha desembuchado.
– No puede estar seguro de ello, Lou. Sigo pensando que podía tratarse de un montaje.
– ¿Cómo?
– Una información falsa para despistarnos. O para mandarnos al matadero.
Lou miró hacia el retrovisor.
– Vamos, es de fiar.
– Además, puede habernos estado observando alguien.
– No nos observaba nadie. Lo habríamos detectado nosotros mismos o bien él.
– ¡No me diga! -exclamó Bennie-. ¿Acaso no nos seguían a nosotros Mike e Ike y su amigo el poli no se ha dado cuenta?
Se oyó el fuerte suspiro de Lou a pesar del ruido del desempañador.
– ¡Por el amor de Dios, Rosato, consúltelo a Mike e Ike! Ellos habrán visto si nos observaba alguien.
– Sigo pensando que alguien podría estar sobre nuestra pista.
– Me pone de los nervios… Eso ya empieza a ser paranoia.
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