Lisa Scottoline - Falsa identidad

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Sólido thriller judicial, sobre una mujer acusada del asesinato de su marido. Penetrante análisis de la corrupción, trama impredecible; una lectura tensa, irónica, por una autora que ya es más que un valor ascendente. La aparición de una supuesta hermana gemela de la acusada da un giro inesperado.

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Con esta frase a gritos, Lou paró y echó un vistazo a su alrededor. En el aparcamiento no se oía ni una mosca. Los agentes habían quedado como estatuas entre los coches. Uno miraba fijo, afectado, pero una sonrisa de alivio se dibujaba en el rostro de otro. Lou imaginó que no tardaría en recibir una llamada de alguno de ellos. De uno de Asuntos Internos. Tal vez del propio Citrone. Fuera quien fuera, Lou estaba preparado para afrontarlo. Giró sobre los talones de sus mejores mocasines y volvió hacia el Honda como un hombre mucho más alto.

«Soy lo que soy.»

24

– La acusación llama a Shetrell Harting al estrado -anunció Dorsey Hilliard dirigiéndose a la sala de espera y Connolly soltó un leve gemido.

– Aquí se complica el asunto -dijo entre dientes.

– ¿Cómo? -murmuró Bennie, recordando vagamente el nombre enterrado en la interminable lista de testigos del Estado hecha pública antes del proceso. Figuraban tantos que Bennie no había tenido tiempo de estudiarlos todos e imaginaba que Harting no tendría tanta importancia al no haber declarado para la acusación en la vista preliminar. Sin embargo en aquellos momentos temía haberse equivocado-. ¿Quién es ella?

Connolly se acercó un poco a Bennie.

– Su chica era Leonia Page, ¿me entiendes o qué?

– Acérquese al estrado, si tiene la bondad, señorita Harting, y el alguacil le tomará juramento -dijo el juez Guthrie, mirando desde su pedestal.

Las cabezas de los miembros del jurado se volvieron, intrigadas, hacia la parte de atrás de la sala, pero la testigo entró por el lateral, a través de la puerta que llevaba a los calabozos.

– ¿Una reclusa? -preguntó Bennie en voz muy baja y Connolly asintió-. ¿Qué va a decir?

– Mentirá como una bellaca -respondió Connolly en un susurro.

«¡Lo que faltaba!» Bennie se inclinó un poco hacia delante en su asiento mientras Harting se dirigía a la tribuna de los testigos.

Era una chica alta, negra, excesivamente delgada para gozar de salud, y llevaba la áspera cabellera sujeta en una cola de caballo que parecía una brocha. Vestía vaqueros con pata de elefante y un top de nailon rojo muy llamativo. Una presa que podía incriminar a Connolly, utilizando la venganza como motivo para mentir. No era de extrañar que Hilliard la hubiera reservado para el final. Bennie hizo un gesto a DiNunzio, quien abandonó su asiento y se acercó a ella.

– ¿Qué? -murmuró Mary.

– Rápido, descubre todo lo que puedas sobre esta mujer. Que te ayude Lou. Dile que eche mano de sus colegas policías.

– Lou no está aquí.

Bennie montó en cólera.

– Esta mañana estaba en el despacho.

– Se ha marchado a la hora que empezaba la vista. Ha dicho que volvería por la noche.

Bennie estaba que echaba humo. De modo que Lou se había ido a ver a Citrone.

– Pues llévate a Carrier. Necesito la máxima información sobre esta testigo. ¡Vamos!

DiNunzio se fue y Bennie observó cómo Harting colocaba sus largos dedos sobre la Biblia, le tomaban juramento y se instalaba en la tribuna de los testigos. Habría podido trabajar como modelo, de no ser por los ojos, de un verde apagado, empañado, que no parecían dispuestos a seducir ni se fijaban en nadie de forma directa, y muchísimo menos en el fiscal.

– Señorita Harting -empezó Hilliard, en un tono más bien adusto-, sírvase decir al jurado dónde ha pasado usted el último año.

– En la cárcel del condado, señor.

– ¿En la misma cárcel donde ha estado Alice Connolly hasta el juicio?

– Sí, señor.

– Haga el favor de explicar al jurado por qué está usted en la cárcel, señorita Harting.

– Cumplo condena por posesión y tráfico de crack, y también por infracción en la posesión de armas, creo.

Los miembros del jurado de la primera fila estaban absortos, mientras que el realizador de vídeo ahogaba una sonrisa. La relatora seguía tecleando al tiempo que el estenógrafo vertía la cinta de blanco papel en una bandeja, en tiras dobladas.

– ¿Fui yo quien estableció contacto con usted, señorita Har-ting, pidiéndole que declarara, o por el contrario fue usted quien se dirigió a mí?

– Yo llamé a su despacho desde casa, perdón, desde la cárcel.

– ¿Acaso yo o cualquier otro representante del Estado la ha amenazado o le ha hecho alguna promesa como contrapartida de la declaración que va a prestar hoy, señorita Harting?

– No.

– O sea que declara que ha venido aquí hoy por propia iniciativa, señorita Harting.

– Sí. Sí, yo llamé preguntando si podía prestar declaración.

– Bien. -Hilliard asintió y hojeó en una carpeta que tenía sobre el estrado-. ¿Puede decirnos ahora de qué conoce a la acusada?

– Estamos en el mismo módulo. Somos amigas, ella es quien da las clases de informática a las que asisto yo.

En la mesa de la defensa, Bennie cavilaba la respuesta del jurado. Todos escuchaban con atención, y muchos de ellos veían a una delincuente por primera vez. Connolly le pasó un bloc. Había escrito: «¡Mentira! ¡Me odia a muerte! ¡Intenta cavar mi tumba!».

– ¿En alguna ocasión ha tenido la acusada una conversación con usted a solas, después de la clase de informática, señorita Harting? -prosiguió Hilliard.

– Sí.

– ¿Recuerda cuándo tuvo lugar esta conversación?

– Fue el año pasado, es todo lo que recuerdo.

Connolly garabateó en el papel: «Nunca, eso nunca», pero Bennie le indicó con un gesto que dejara de escribir. El jurado observaba la reacción de Connolly ante la testigo.

Hilliard consultó sus notas.

– Sírvase contar al jurado, señorita Harting, la conversación que tuvo con la acusada el día en cuestión.

– Pues… Alice me dijo…

– Protesto -dijo Bennie, de pie-. Es testimonio de oídas, señoría.

Hilliard negó con la cabeza.

– No es testimonio de oídas, señoría. No se plantea como la verdad y, de nuevo, es un reconocimiento.

– Denegada, señorita Rosato.

El juez Guthrie hizo un gesto a Bennie para que se sentara y movió la cabeza hacia el fiscal.

– Prosiga, señor Hilliard.

– Póngase de cara al jurado, si es tan amable, señorita Harting, y dígales lo que le dijo a usted la acusada.

La testigo volvió la silla hacia el jurado.

– Pues Alice me dijo que había eliminado a Anthony, su novio. Que lo había matado. Me dijo que nunca la pillarían. Que era demasiado lista para los polis, demasiado lista para todo el mundo.

Un miembro de la primera fila del jurado ahogó un grito de asombro y otros dos intercambiaron miradas. Bennie hacía esfuerzos por permanecer sentada estoicamente, aunque Connolly miraba fijamente a la testigo. Harting cruzó las piernas, dando la impresión de que se relajaba en su nuevo papel de testigo estrella de la acusación, y fijó la vista en Hilliard.

– ¿Qué respondió usted a la acusada cuando ella le dijo esto, señorita Harting?

– Le dije que quien mata a un poli en esta ciudad deja la piel en ello.

– ¿Y qué dijo ella?

Bennie se medio levantó.

– Debo protestar ante este tipo de preguntas.

– Se toma debida nota de sus observaciones -respondió el juez Guthrie quitándole importancia.

Harting asintió dejando a un lado la interrupción.

– Dijo que se saldría con la suya porque estaba a punto de contratar a la mejor abogada de Filadelfia. Que iba a convencerla de que era gemela suya y que así ella aceptaría el caso.

El juez Guthrie levantó una ceja, echando una ojeada general; y en la mesa de la defensa, Bennie notó cómo se sonrojaba de vergüenza. A su lado, Connolly escribía a toda velocidad: «No creas ni una sola palabra de esto».

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