Lisa Scottoline - Falsa identidad

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Sólido thriller judicial, sobre una mujer acusada del asesinato de su marido. Penetrante análisis de la corrupción, trama impredecible; una lectura tensa, irónica, por una autora que ya es más que un valor ascendente. La aparición de una supuesta hermana gemela de la acusada da un giro inesperado.

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Lo de tener al tigre cogido por la cola no era tan bueno como lo pintaban, sobre todo en un caso de asesinato.

23

Lou levantó la vista al cielo a través del parabrisas de su Honda. El sol se afanaba por abrirse paso entre las espesas y grises nubes que cubrían el rojo horizonte en aquella parte de la ciudad. Como mínimo no llovía; se había puesto otra vez los mocasines nuevos. Había aparcado en diagonal en la parte trasera del Undécimo, esperando a que llegara Citrone. Hasta el momento había tenido más suerte en la espera del sol. La muchacha del mostrador le había dicho que Citrone llegaría hacia las diez, pero desde entonces ya habían pasado dos horas.

Lou apuró la taza de café y siguió a la expectativa, con la vista fija en las personas uniformadas que iban entrando y saliendo. Ni rastro de Citrone ni de Vega. Entró en la comisaría a preguntar de nuevo, pero la chica le repitió que Citrone no podía tardar. Se le ocurrió llamarlo a su casa desde la cabina de la esquina, pero comprobó que el teléfono del agente no figuraba en el listín. Encontró dos Citrone en la guía y llamó a los dos números. Uno de ellos no tenía noticia de un tal Joe Citrone y el otro no hablaba inglés. Ya nadie se molestaba en aprender el idioma. Incluso los inmigrantes eran mejores en los viejos tiempos.

Lou reflexionaba sobre aquello mientras observaba los uniformes y buscaba el coche patrulla de Citrone. El número 98, le había dicho la chica. Estados Unidos de Norteamérica estaba lleno de personas que no querían ser estadounidenses. Los padres de Lou nunca habían mostrado tal actitud. Se sentían orgullosos de ser judíos alemanes, pero habían llegado a EE.UU. con el deseo de convertirse en ciudadanos estadounidenses. No querían que Lou y sus hermanas hablaran yiddish como los otros hijos de judíos, o, Dios nos ampare, como los judíos rusos. Tenían la vista fija en el futuro y no en el pasado.

Lou consultó de nuevo el reloj. Las doce y dieciocho. Cualquier otro se habría puesto nervioso pero Lou no. El meticuloso trabajo policial, paso a paso, siempre compensaba. A veces sólo era cuestión de esperar. No todos tenían paciencia para ello, pero a él le sobraba. Lo que tampoco era siempre positivo. Le había mantenido, por ejemplo, demasiado tiempo en un matrimonio fracasado. Al igual que una taza de café, era algo que se enfriaba y nadie sabía cuándo ni cómo.

Las tripas se le rebelaban. Era la hora de comer. Otro coche patrulla aparcó en el último espacio vacío que quedaba. Forzó la vista y leyó el número 32. Un agente de uniforme salió del vehículo y empezó a examinar la puerta de la derecha, como si hubiera detectado una abolladura en ella. Lou echó un vistazo general al aparcamiento. Irían llegando más coches para fichar antes de ir a comer.

Entró otro al recinto y Lou comprobó que llevaba el número 10. ¡Qué cabrón! Acababa de aparcar en perpendicular detrás de la hilera de delante, bloqueándole la perspectiva. Salieron del vehículo dos agentes de uniforme charlando. Se acercaron al que estaba mirando la abolladura e iniciaron una conversación alrededor del coche. Parecía que le estaban tomando el pelo sobre el golpe. Lou miró otra vez el reloj. Las doce y treinta y dos. Cuando alzó otra vez la vista, entraba en el aparcamiento el coche patrulla 98. Vio a Joe Citrone al volante y a Vega a su lado.

¡Maldita sea! Lou esperó a que Citrone aparcara en perpendicular al lado del último coche patrulla que había llegado. En cuanto Citrone hubo parado el motor, Lou salió del Honda. Cruzó la calle sin perder de vista a Citrone. Éste se había detenido junto a los tres que comentaban lo de la abolladura, y Lou se dirigió hacia allí. Vega le vio antes de que lo hiciera Citrone, y Lou se dio cuenta de que aquél le pegaba un codazo para llamarle la atención.

– Joe -gritó Lou-. Joe Citrone.

El policía alto no respondió, permaneció impasible ante la llegada de Lou.

– ¿Me recuerdas? Soy Lou Jacobs, el de ayer.

– No.

– ¿No recuerdas que nos presentaron junto a la puerta?

– No -respondió Citrone con cara de póquer, y Lou se echó a reír, desconcertado.

– Claro que me conoces. Nos presentó él, Ed -dijo Lou mirando a Ed Vega, que iba cambiando de postura ante los otros polis-. Eh, muchacho, recuérdaselo.

– No te conozco de nada, tío -dijo Vega con gran frialdad y a Lou se le secó la boca.

Habían reclutado al hijo de Carlos.

– ¿Te estás quedando conmigo, Ed? ¿Acaso no fuimos ayer juntos a Debbie's?

– No sé de qué me hablas. -Vega movió la cabeza y su expresión se endureció-. Me estarás confundiendo con otro.

Los tres polis reunidos allí miraron a Lou de arriba abajo y luego retrocedieron como ante un apestado.

– Vamos, Ed. -Lou pensó en insistir, pero no quería meterle en un lío con Citrone. Si finalmente liquidaban a Vega, Lou no podría perdonárselo nunca. Se volvió hacia Citrone-: Oye, Citrone, déjate ya de sandeces. Tú y yo sabemos que conocías a Lenihan. Eras veterano en el mismo distrito, ¡no me fastidies! ¿Prefieres hablar conmigo a solas o aquí en público?

– No tengo intención de hablar contigo.

Citrone dio media vuelta y se alejó, lo mismo que hizo enseguida Vega. Se dirigieron hacia la puerta trasera de la comisaría.

– ¡Citrone! -gritó Lou llevado por un impulso-. ¿Dónde está el medio millón? ¿Ya lo tienes a buen recaudo?

Citrone no se detuvo, aunque Lou tuvo la impresión de que Vega quedó inmóvil un instante y luego siguió. Los otros tres pusieron cara de asombro, precisamente lo que pretendía Lou. Intrigarlos. Hacerles hablar. Murmurar. Que se intercambiaran más cotilleos en las taquillas que en las instalaciones de la Bolsa de Nueva York. De repente Lou se sintió inspirado.

– ¡Citrone! -gritó de nuevo-. Tenías trapicheos con Lenihan y todos lo sabemos. Tú, Lenihan y vete a saber quién más hicisteis una fortuna traficando con drogas. Tú mandaste a Lenihan a matar a Rosato, Citrone. ¡Eres de la peor calaña que uno pueda imaginar, Citrone!

Citrone y Vega desaparecieron hacia el interior de la comisaría, pero Lou ya hacía rato que no hablaba dirigiéndose a él. Le interesaba la atención de los otros agentes del distrito y cada vez se juntaban más alrededor de la entrada. Iban saliendo de los coches y se paraban a escuchar.

– ¡Estás acabado, Citrone! ¡Te han desenmascarado, chaval!

Los tres polis quedaron allí clavados y, por sus expresiones, Lou no acertaba a determinar si eran personas corruptas o limpias. La gente honrada habría estado de acuerdo con él. Estaría harta de los mangoneos de Citrone, pues les desacreditaba, por dinero, encima. Los agentes honrados eran la única arma que tenía Lou a mano, y tenía que acceder a ellos antes de que muriera más gente. Despedirse del trabajo policial lento y seguro; alguien tenía que dejar al descubierto tanta corrupción. ¿Quién mejor que él, Lou Jacobs, de Leidy Street?

– ¡Te estás hundiendo, Citrone! -gritó Lou colocándose las manos frente a los labios en forma de megáfono-. ¡Tú y hasta el último sinvergüenza de esta comisaría! ¡Te has hundido en la mierda, Citrone! ¡Apestas de lo lindo! ¡Has sembrado la ruina para todos! ¡Has esparcido la mala fama entre los agentes honrados! ¡Eres la vergüenza del Undécimo, cerdo!

Las palabras de Lou resonaban en el gélido aire. Las oyeron todos los agentes de los alrededores. Los que se encontraban en la planta superior del edificio se congregaron en las ventanas.

– ¡Yo trabajé en el Cuarto, donde nunca apareció un sinvergüenza como tú, Citrone! ¡Allí no tenía cabida un sinvergüenza!

¡Los agentes de esta comisaría que no estén dispuestos a tolerar tanta corrupción se pondrán en contacto conmigo, con Lou Jacobs! ¡Mi número figura en la guía de la ciudad! -Lou tuvo que hacer una pequeña pausa para recuperar el aliento-. ¿Me oyes, Citrone? ¿Me oyes? ¡Te voy a hundir! ¡He soportado de todo y no aguanto más!

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