Lisa Scottoline - Falsa identidad
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– Como usted diga, señora mía, pero Joe Citrone es alto.
– Pues muéstreles fotos de Citrone. Encuéntreme un testigo para la defensa. Sería el cambio ideal.
– Será lo primero que haga mañana por la mañana.
– Se lo he dicho en serio, Lou. Es una orden.
Lou tomó otro trago de Rolling Rock de una botella verde. La suya era la única cerveza de la mesa, pues el resto eran latas de Coca-Cola light. A Lou siempre le había encantado la cerveza. Era su único vicio, que se remontaba a la edad de trece años, cuando su padre le dio a probar el primer sorbo: de Oitleib's, la de la botella marrón, que ya no se fabricaba. Oitleib's era su preferida, con más estilo que la Schlitz, aunque más tarde también dejaron de fabricar la Schlitz. Auténticas marcas de Filadelfia. Además de los refrescos Frank's, también de Filadelfia.
– Si es Frank's, thanks -dijo Lou en voz alta, un poco entonado, y Bennie se echó a reír.
– Espabile, Lou.
– Imposible. Esta mañana he visto a una chica con un tatuaje. -Tomó otro sorbo-. He aguantado de todo y no aguanto nada más.
Judy se echó a reír.
– Popeye, ¿verdad? Popeye el marino. Eso siempre lo dice Popeye antes de tomar espinacas.
– ¡Chica lista!
Lou levantó la botella en silencioso homenaje. Por Popeye. Por la Ortleib's. Por las pastelerías pasadas de moda y por su queridísima ex esposa.
Bennie sonrió.
– Me acuerdo de Popeye. -Los dibujos animados en blanco y negro parpadeaban en su cerebro como en los cuentos plegables de las tiendas de todo a cien-. Aprieta la lata de espinacas y, ¡zas!, se abre, ¿no?
Judy soltó otra carcajada.
– Las espinacas vuelan por los aires en un chorro ruidosísimo y Popeye las caza al vuelo. Luego ves cómo bajan por su garganta y los brazos se le convierten en yunques. O no sé, se le hinchan.
Lou la imitó.
– Eso, no sé, se le hinchan.
– ¡A callar! -exclamó Judy y tiró la pajita del refresco a Lou, quien se agachó.
– Además, las chicas no deberían llevar tatuajes -gritó él-. ¿Me oyen? Las chicas, nada de tatuajes. ¡Sólo los marinos!
Mary aplaudió, repentinamente de buen humor. No le parecía algo tan malo ser abogada, al menos una noche al año.
– ¿Marinos? ¿Ha dicho marinos?
– ¿Qué pasa con los marinos? -preguntó Lou, y todas rompieron a reír, aturdidas de pronto.
Bennie observó con una risita la mesa de reuniones, cómo se relajaba todo el mundo por primera vez en días. A ella también le venía bien reír, olvidar los informes de autopsias, de manchas de sangre, incluso olvidar lo de su madre. Y también a Lenihan, a Della Porta y a Grady. A este último le había llamado un par de veces pero no lo había encontrado en casa y dedujo que seguía trabajando. Ya no recordaba la última vez que le había visto, había hablado o hecho el amor con él.
– ¡A cantar! -gritaba Lou.
Las chicas empezaron a entonar la canción de Popeye, completándola con la lucha hasta el final y la toma de espinacas. La sala retumbaba con los cantos pero Bennie no les mandó callar. Quería que sacaran las inquietudes que llevaban dentro. Luego, al igual que todos los marinos, tendrían que encargarse de todos los «Brutus» del mundo.
«¡Tut tut!»
21
. A la mañana siguiente, Atice se vistió en la pequeña sala de detención. No había dormido en toda la noche. Rosato no había respondido a ninguna de sus llamadas y no había podido establecer contacto con Bullock ni con el exterior. No tenía ni idea de qué rumbo tomaría el juicio; lo que sí sabía era que el día anterior había sido terrible. Rosato tenía que haberla llamado al estrado. Ella podía conseguir hacer creíble la historia. Se veía capaz de convencerlos de lo que fuera.
Se puso una falda gris y una blusa de seda. Aquél iba a ser un largo día en el tribunal, el último para la acusación. Atice había reservado el traje gris para aquella ocasión, pues tenía la corazonada de que Rosato llevaría también el suyo. En las fotos que había visto, Rosato vestía el traje gris en sus comparecencias más importantes, con zapatos grises a juego. Connolly se puso un par idénticos a los de ella e hizo chasquear tres veces los tacones, como Dorothy en El mago de Oz.
– ¡Sácame de ese trago, hija de puta! -gritó.
Empezó a cepillarse el pelo. Rosato se lo habría lavado, por lo tanto tenía que asegurar que el suyo brillara y tuviera la caída del de ella. Si conseguía cuidar todos los detalles, aquel día ella y Rosato tendrían un aspecto idéntico. El guardia llamó a la puerta.
– Espera un momento, ¡joder! -protestó Atice.
Unos minutos después andaba esposada detrás del guardia; pasaron una puerta cerrada, después otra y atravesaron un estrecho pasillo hasta la sala.
– Como un cordero camino del matadero, ¿mm…? -dijo Alice, pero el guardia se limitó a mover la cabeza.
– Confíe en el Señor, señorita Connolly.
Alice soltó un bufido.
– ¿Por qué? ¿Usted cree que trabajará en un caso de emergencia?
El guardia abrió la puerta que daba a la sala, y lo primero que vio Alice fue a Rosato sentada a la mesa de la defensa. Llevaba su mejor traje, el gris.
Bennie no hizo caso del traje de Connolly; por el contrario, se dedicó a observar minuciosamente al testigo de la acusación en cuanto se inició la sesión. Ray Muñoz era un hombre de unos cincuenta años, bajito y musculoso, que había sido albañil antes que una discapacidad acabara con su vida laboral. Tenía unos profundos ojos castaños y pómulos prominentes; su porte, que mostraba resentimiento, era desagradable, como si el mundo no hubiera oído suficientes veces su eterno sonsonete. Hilliard le hizo entrar en detalles:
– Sírvase mostrar al jurado dónde se sitúa su casa en Trose Street, señor Muñoz -le dijo desde el estrado-. Si lo desea, puede utilizar el puntero.
– Vivo aquí, en el 3016 -respondió Muñoz señalando un punto de Trose Street. Su negra camisa de punto hacía conjunto con su pelo, que se le disparaba como un matorral desde el cuero cabelludo-. Llevo tres años en esta casa. Desde que llegué de Texas.
– ¿Nos está mostrando que vive a cinco casas al oeste del número 3006, del mismo lado de la calle donde tuvo lugar el asesinato del inspector Della Porta, señor Muñoz?
– Sí, eso. -Muñoz señaló la acera situada frente a su casa adosada-. Exactamente aquí vi correr a la señora. La vi por la ventana.
– Eso no se lo he preguntado aún, señor Muñoz -dijo Hilliard, en tono de reproche, y el testigo arrugó la frente.
– Ya. Pero a mí ya no me pagan por horas, como a ustedes los abogados.
Los miembros del jurado rieron hasta que Hilliard empezó a toser ruidosamente.
– Dispense -dijo Hilliard-. ¿Dónde estaba usted, señor Muñoz, antes de asomarse a la ventana?
– Leyendo en la salita de estar. -Muñoz dejó el puntero-. Me gusta consultar la lista después de cenar.
– ¿La lista, señor Muñoz?
– La lista de las carreras de caballos, compañero.
El jurado se echó a reír de nuevo, y Muñoz se irguió en su silla, animado, como un niño malo haciendo una de las suyas en clase. Bennie se habría reído también a gusto pero Hilliard seguía con su actitud seria.
– ¿Dónde estaba leyendo la lista de las carreras, señor Muñoz?
– En mi tumbona. Estaba sentado allí.
– ¿Y dónde tiene su tumbona, señor Muñoz?
– Frente a la tele. ¿Dónde iba a tenerla?
Hilliard se puso rígido.
– ¿Y ese asiento dónde está concretamente en relación con la ventana de la sala de estar?
– Tengo la tumbona junto a la ventana. Y ésta da a la calle. Me siento al lado de la ventana por lo de la luz. Y para que me dé el aire. No tengo aire acondicionado.
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