Lisa Scottoline - Falsa identidad

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Sólido thriller judicial, sobre una mujer acusada del asesinato de su marido. Penetrante análisis de la corrupción, trama impredecible; una lectura tensa, irónica, por una autora que ya es más que un valor ascendente. La aparición de una supuesta hermana gemela de la acusada da un giro inesperado.

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Hilliard le formuló una serie de preguntas que llevaron a Merwicke a hacer un recorrido por el proceso de la autopsia llevada a cabo en el cuerpo de Della Porta. A raíz de una serie de protestas de Bennie, Merwicke emprendió un análisis completo y minucioso de unas espeluznantes fotos de autopsia, ampliaciones de heridas y de entradas y salidas de arma de fuego. Las proyectaba en una amplia pantalla que descendía del techo, como si se tratara de un film macabro. Bennie se fijó en que la bibliotecaria volvía la cabeza y que la última fila del jurado se estremecía casi al unísono.

Merwicke declaró finalmente que el «disparador» -adoptando el término del argot policial- podía haber sido un hombre o una mujer, pero que tenía que ser una persona alta. Bennie observó con inquietud que algunos miembros del jurado se volvían para mirar a Connolly. Éstos fruncieron el ceño cuando Merwicke declaró que las muestras de pelo y escamas de piel de la acusada coincidían con algunas de las encontradas en la camiseta, vinculando la prueba de la mancha de sangre a Connolly.

– Una última pregunta, doctor Merwicke -dijo Hilliard volviendo al estrado-. ¿Habitualmente su laboratorio realiza pruebas sobre los residuos procedentes de un disparo en las manos de los sospechosos de asesinato?

– Sí.

– ¿Realizó usted una prueba de residuos en las manos de Alice Connolly en este caso?

– No.

– ¿Por qué no, doctor Merwicke?

– ¡Abogados! -respondió cansinamente el testigo, y el jurado se echó a reír.

– Es una maniobra de obstrucción, señoría -dijo Bennie, levantándose. No había comprendido la respuesta y no quería perderse el punto de los residuos-. Una broma sobre la defensa no puede aceptarse, señoría.

– Iba a pedir al testigo que aclarara su respuesta, señoría -dijo Hilliard desde el estrado.

El juez Guthrie asintió y el fiscal pidió al testigo que entrara en detalles.

El doctor Merwicke apretó los labios.

– Me refiero a que no siempre podemos realizar las pruebas necesarias porque los abogados de la defensa obstruyen nuestra tarea.

– ¡Protesto! -exclamó Bennie, enojada-. Obstruye la pregunta y la respuesta, señoría. No se han proporcionado pruebas de que la defensa haya impedido la tarea de analizar las manos de Connolly y…

– Pero lo hicieron -respondió Merwicke, señalando con el dedo-. Lo hicieron los primeros abogados de Alice Connolly. Presentaron una moción. Corrieron como desaforados y mi laboratorio no pudo obtener una muestra. Tuvimos que recurrir al tribunal y cuando conseguimos el veredicto del juez las manos de la acusada ya estaban limpias.

– Confunde la prueba -dijo Bennie, a pesar de que aquello la había sorprendido. No constaba tal moción en el expediente de Jemison y ella había estado demasiado atareada para comprobar los registros por sí misma-. El testigo no debería declarar sobre las decisiones o archivos de la anterior defensa a este respecto, señoría. La señorita Connolly tiene derecho a disfrutar de toda la protección que le brinda la Constitución.

– La defensa ha abierto la puerta con el doctor Pettis, señoría -alegó Hilliard-. El Estado está en su derecho de saber por qué no se llevó a cabo la prueba de residuos en las manos de la acusada, ahora que la letrada lo ha convertido en tema de examen.

– Tiene usted razón, denegada la protesta -dijo el juez Guthrie-. No voy a invalidar la declaración.

– Gracias, señoría -respondió Hilliard-. Concédame un minuto para decidir si he de formular más preguntas.

Bennie se dejó caer sobre el asiento sin perder de vista al jurado. Aquella gente había oído todo el intercambio, que constituía un tremendo golpe para la defensa. Ella misma había removido el tema de los residuos. ¿Qué habían hecho Jemison, Crabbe? ¿Oponerse a la prueba de residuos? ¿Por qué? ¿Por qué se habría demostrado que Connolly no disparó el arma? ¿Por qué no se incluían las copias de la moción en el expediente?

– No haré más preguntas, señoría -dijo Hilliard en un tono que traslucía seguridad mientras recogía sus papeles y tomaba asiento.

Bennie se levantó, disimulando su desazón. Tenía que enderezar las cosas, si le era posible.

– Le haré pocas preguntas, doctor Merwicke. Ha declarado usted que en este caso no se realizó ninguna prueba de residuos, ¿es cierto?

– Sí.

– Dicha prueba podría haber demostrado que Alice Connolly no disparó el arma que mató al inspector Della Porta, ¿verdad?

– Pues… sí.

– De hecho, ¿no es cierto que de haberse llevado a cabo la prueba de residuos y no haber encontrado residuo alguno de Alice Connolly, dispondríamos de la prueba definitiva de que la acusada no asesinó al inspector Della Porta?

– Entonces, ¿por qué se habría opuesto ella a la prueba?

Los ojos de Merwicke brillaban de enojo, y Bennie le aguantó la mirada.

– La pregunta exige un sí o un no, doctor Merwicke. Si no se hubieran encontrado residuos en las manos de Alice Connolly se habría demostrado sin la menor sombra de duda que ella no disparó el arma. ¿Sí o no?

– Sí. Pero entonces, ¿por qué…?

– ¿Sabe usted a ciencia cierta que Alice Connolly se opuso a la prueba o sólo tiene noticia de que se opusieron a ella sus anteriores abogados, doctor Merwicke?

– Imagino que ella sabría…

– Imagina mal -saltó Bennie, y Hilliard casi se levantó.

– Maniobra obstructiva, señoría. La defensa está declarando.

El juez Guthrie asintió rápidamente.

– Se admite. Sírvase eliminar el comentario, relatora.

– No haré más preguntas -dijo Bennie.

En realidad había hablado al jurado. Esperaba poder mitigar el perjuicio ocasionado. Se sentó y observó la expresión de Connolly. Parecía tan afligida como ella misma, y no lo disimulaba. Los rasgos de Connolly, tan parecidos a los suyos sin maquillaje, estaban marcados por el frío y crudo terror que sentía la mujer al entrever su propia ejecución. Bennie creía estar viendo su propia máscara de la muerte.

Y no podía volver la cabeza.

20

El equipo de la defensa, en el que se incluía Lou, se apiñó a la hora de cenar en el despacho para tomar unas costillas en la mesa de nogal dispuesta con unas arrugadas servilletas de papel. Habían convertido una bandeja destinada a sujetapapeles en una fuente llena de agua, y las gotas de grasa flotaban sobre su superficie como el aceite en una alcantarilla.

– ¿Qué tal el día, jefa? -preguntó Judy, chupándose los dedos.

Bennie se secó los labios con una servilleta.

– Hemos encajado un duro golpe, gracias a mí.

– No ha sido tan terrible -respondió Mary. Se le notaban los ojos cansados a causa de la sesión que acababa de terminar con el ordenador, haciendo el seguimiento de Dorsey Hilliard. Había tenido poca suerte. No había descubierto una relación fuera de lo corriente con el juez Guthrie, cuando menos en los casos cotejados. Había comparecido en su tribunal en seis casos, de los cuales había ganado tres y perdido tres-. Habrá que perseverar -añadió, más de cara a sí misma que dirigiéndose a Bennie.

– Ánimo, Rosato. -Lou hizo girar su silla y cruzó los pies, enfundados en sus empapados mocasines-. Como mínimo tenemos una pista sobre Lenihan. Mañana veré a Joe Citrone.

Bennie movió la cabeza.

– Eso ya lo discutimos, Lou. No irá a ver a Citrone. Es demasiado peligroso.

– Ah, no me acordaba. -Lou hizo un saludo marcial-. Usted manda y yo obedezco.

– No lo haga, Lou.

– No lo haré, Ben.

Bennie reprimió una sonrisa.

– Se lo digo en serio. Vuelva al barrio, acabe de peinar la zona del vecindario. Búsqueme al que vio entrar en el piso a un policía alto.

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