Lisa Scottoline - Falsa identidad

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Sólido thriller judicial, sobre una mujer acusada del asesinato de su marido. Penetrante análisis de la corrupción, trama impredecible; una lectura tensa, irónica, por una autora que ya es más que un valor ascendente. La aparición de una supuesta hermana gemela de la acusada da un giro inesperado.

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– ¿Creyó usted lo que le contó la acusada sobre sus planes, señorita Harting?

– Sí, señor, lo creí.

– ¿Por qué?

– Porque la había visto. Alice era la profesora de informática, como ya he dicho, y se pasaba el día con los ordenadores. Investigó a esta abogada usando el ordenador, buscando fotos de ella y todo tipo de información. Lo tenía todo planeado.

Bennie hacía esfuerzos por controlar sus emociones. Aquello explicaba la exactitud con que había conseguido ajustarse a su vestuario, hasta el último detalle de los zapatos. Lo había conseguido; un plan minuciosamente trazado desde el principio. Sus pensamientos adoptaron un ritmo frenético. De todas formas, aun cuando Connolly hubiera planificado embaucarla, no había matado a Della Porta. Lenihan intentó matar a Bennie por alguna razón, pero el jurado nunca sabría que Lenihan había atentado contra su vida. Daría crédito a las palabras de Harting y declararía culpable a Connolly.

Hilliard consultó sus notas.

– No haré más preguntas, señoría.

El juez Guthrie miró hacia la mesa de la defensa:

– ¿Desea usted hacer un contrainterrogatorio, señorita Rosato?

Bennie se levantó, notando una cierta debilidad en las rodillas.

– Mis asociadas están recopilando una información que puede ser muy valiosa para el interrogatorio de esta testigo por parte de la defensa. No la habrán reunido hasta la noche, si es que lo consiguen. Solicito iniciar las preguntas mañana por la mañana, señoría.

– La acusación protesta de que se levante la sesión ahora mismo, señoría -dijo Hilliard, levantando la barbilla-. He prometido a la dirección de la cárcel que la señorita Harting podría volver al centro esta noche.

– Esta declaración ha llegado por sorpresa, señoría. La señorita Harting no testificó en la vista preliminar -razonó Bennie-. La defensa pone en tela de juicio la fiabilidad de su declaración ante el jurado.

El juez Guthrie hizo una pausa, consciente sin duda de que el jurado estaba pendiente de su resolución.

– Le concedo el tiempo solicitado, señorita Rosato -dijo por fin con un marcado tono renuente-. Preséntese en la sala a las nueve en punto de la mañana. Señor Hilliard, sírvase disponer que la señorita Harting sea conducida esta noche al centro y que la trasladen de nuevo mañana por la mañana. Presente mis excusas a la dirección. -El juez se volvió hacia la testigo-: Señorita Harting, puede bajar.

– Gracias, señoría -dijo la testigo, y bajó del estrado mientras el jurado se retiraba de la tribuna de caoba.

Harting evitó mirar a Connolly al avanzar hacia la puerta, si bien Bennie dirigió a ésta una mirada de advertencia. No hacía ningún favor a la defensa que Connolly se mostrara dispuesta a asesinar.

Bennie recogió sus papeles. Sabía exactamente qué debía hacer y no tenía tiempo que perder.

– Vuelvo en cinco minutos -dijo cuando el alguacil fue a buscar a Connolly.

– Te he dicho todo lo que sé de Shetrell -dijo Connolly desde el otro lado de la mampara blindada-. Nunca he tenido nada que ver con esa zorra.

– ¡Jesús! -Bennie iba de un lado a otro de la sala de comunicaciones, cuya anchura no le permitía más que cinco pasos de ida y otros tantos de vuelta-. ¿Dispuso que alguien la asesinara a usted y no sabe por qué?

– Ya te digo que fueron los polis. Cualquier idiota lo vería claro. Le ofrecieron dinero para hacerlo. ¡Jo, si primero intentaron matarme a mí y luego, cuando se les fastidió el asunto, fueron a por ti.

– ¿Por qué utilizaron a Harting?

– ¿Por qué no? Dispone de conexiones con el exterior, lo tiene fácil. Además ha participado en un montón de delitos y tiene gente que trabaja para ella. Shetrell es una opción perfecta. Si yo tuviera que pagar a alguien para un trabajo de ésos, también la elegiría a ella.

– Ha sido una declaración devastadora. -Bennie llegó al blanco muro y giró sobre sus talones-. Tengo que ponerle alguna trampa.

– ¿Quieres utilizarme a mí? Seré convincente, créeme.

Bennie le dirigió una mala mirada.

– Lo que ha dicho Harting sobre las fotos y el ordenador era cierto. Ha investigado usted en mi vida, en mi forma de vestir. La historia de las gemelas, ¡vaya invento!

– Ya te he dicho que mentía.

– ¿Pues cómo sabía eso?

Connolly parpadeó.

– Vale, vale. Algo de cierto hay. Investigué tu vida a través de Internet. La ropa y todo lo demás. En tu página Web. Ella me estaría espiando. Esa zorra tiene espías en todas partes. La mitad de la banda trabaja para ella.

– ¿Sigue con el tráfico de drogas en la cárcel? ¿Cómo es posible? ¿Cómo pueden ocurrir cosas así?

– Dinero -respondió Connolly con una macabra sonrisa-. ¿Sabes cuánto dinero mueve la droga? Tanto que puedes comprar chicas, chicos, guardianes y polis. Jueces y abogados. Policías y ayudantes del alcalde. Todo y cualquier persona, libre de impuestos. ¿Cómo, si no, habrían comprado los polis a Hilliard y a Guthrie?

A Bennie se le cayó el alma a los pies; por primera vez desde que se inició el juicio, comprendió que la defensa saldría derrotada. Condenarían a muerte a Connolly por un crimen que no había cometido. Invitarían a Bennie a presenciar la ejecución. Por mucho que odiara a Connolly, no podía soportar aquella perspectiva.

– Tengo que regresar al despacho -dijo, inquieta por el nudo que se le había formado en la garganta, y abandonó inmediatamente la sala de comunicaciones.

25

– ¿Todo lo que tenemos está aquí? -dijo Bennie, leyendo los documentos, de vuelta al despacho. La mesa de conferencias estaba cubierta de papeles en los que constaban las condenas previas de Shetrell Harting. Era ya muy tarde y en el despacho no quedaban más que las tres letradas que trabajaban en el caso Connolly. En la atmósfera se respiraba un cierto aroma a malta y a pizza. Bennie se habría sentido bien al encontrarse de nuevo en su territorio si el caso no estuviera camino del derrumbamiento-. De todas formas, con las drogas y la prostitución no tenemos bastante. Esto es lo corriente en una cárcel.

– No he podido hacer más -respondió Mary, y Bennie le hizo un gesto indicando que no siguiera; su mano se reflejó en la oscura ventana.

– No es que critique tu labor, pero nos hace falta algo más, algo mejor.

Apareció Judy detrás de ella, leyendo por encima de su hombro.

– No subestimes el impacto que esto puede tener ante un jurado. ¿Crees que a esas viejecitas les gustará que Harting se vendiera por dinero? Todo es cuestión de saber utilizarlo.

– Tienes razón -respondió Mary, cogiendo el esquema del jurado-. La bibliotecaria lleva un crucifijo. La mujer asiática de la última fila, la señora Hiu, ha fruncido el ceño todo el tiempo que Harting ha estado declarando. No les gusta la chica.

– ¡Señor! -Bennie tomó un sorbo de café pero no tuvo tiempo de esperar sus efectos-. Hay que seguir adelante. Nos encontrábamos en una línea correcta hasta que llegó Harting, y hay que volver a esa vía. Desarmaremos a Harting con una buena defensa.

«¡Clinc!», sonó el ascensor, y todas miraron hacia la puerta de éste a través del cristal de la sala de reuniones. En la otra sala, situada cruzando el pasillo, Mike e Ike levantaron la cabeza, hasta entonces inclinada sobre la cena y los periódicos. Se abrieron las puertas del ascensor y por ellas salió Lou, y avanzó con paso ágil hacia ellas, levantando el brazo como si pretendiera parar un taxi.

– ¡Eh, Rosato! -gritó en voz tan alta que incluso le oyeron a través del cristal.

– Alguien que viene emocionado -dijo Bennie, optimista.

Aquel hombre la había tenido preocupada, aunque no se había parado a pensarlo hasta que le había visto sonreír al entrar.

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