Lisa Scottoline - Falsa identidad
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– Será porque un policía ha intentado matarme y encima me he quedado sin mi Ford.
Lou permaneció un momento en silencio.
– Creo que nos ha proporcionado una buena información. El poli en cuestión es un tipo serio.
– Sí, pero eso no nos ayuda en el caso.
Lou echó otra ojeada hacia atrás.
– ¿No puede utilizar nada? Latorce fue asesinado de la misma forma que Della Porta, un tiro en la cabeza.
– Eso no nos lleva muy lejos, ya puede imaginárselo.
– ¿Y qué me dice de la detención de Brunell, que nunca se produjo? ¿No puede utilizarlo como prueba de corrupción?
– ¿De Citrone, que, en este caso, no tiene nada que ver con el asesinato de Della Porta? Definitivamente no.
Bennie miró por la ventanilla el tráfico circundante. El limpiaparabrisas seguía su movimiento y el asfalto relucía. La lluvia no cesaba y, desde la declaración de Harting, Connolly estaba perdida.
– Está usted preocupada.
– Más que eso.
– Seguiré la pista de Brunell.
– No, es peligroso.
– ¿Y si existe alguna conexión entre Brunell y Reston? No me extrañaría, ya que Reston estaba en el Undécimo.
– Demasiado peligroso. Y además no hay tiempo.
– Conseguiré desenredar el ovillo.
Bennie le miró. Le parecía oírse a sí misma.
– No puede solucionarlo todo, Lou.
– A callar, Rosato. -Lou soltó un suspiro y el Honda aceleró suavemente-. ¿Adónde la llevo? ¿De vuelta al despacho?
– No, trabajaré en casa.
– Su novio estará contento.
Bennie notó una punzada de remordimiento.
– Si es que está despierto, cosa que dudo -dijo y volvió a fijar la vista en la lluvia.
29
Mary miró el reloj de su mesa del despacho. Eran las cinco y media de la mañana, a punto de amanecer. El cielo era de un gris azulado y ya se veía el despertar de la ciudad. Volvió la vista hacia la pantalla del ordenador. Le quedaban diez casos por consultar. Judy hacía mucho que se había ido a casa a prepararse para la sesión matinal pero ella se ducharía y cambiaría en el mismo despacho. Accionó la tecla y revisó el siguiente.
Hilliard en un caso de agresión con agravantes. Aquél tenía que ser su primer caso importante. Una pelea en un bar. Un tipo que había acuchillado a otro en un punto demasiado cercano a la yugular para poderse considerar un cargo menor. Ninguna incidencia que remarcar, Hilliard lo había ganado. Bien. Mary ya se había situado en el bando del fiscal, imaginándoselo como un joven y elegante negro, con unos argumentos conmovedores, apoyado en unas muletas que parecían superfluas. Le dio a la tecla para pasar al siguiente, el octavo que le quedaba.
Casi quince años atrás. Una simple agresión. Hilliard gana el caso. Nada extraño. Ninguna relación con Guthrie, Burden o Connolly. Mary suspiró. No era la primera vez. Infructuosas sesiones de toda la noche. Hasta se le habían terminado los chicles. Pulsó de nuevo la tecla y revisó el séptimo para el final. Luego el sexto, el quinto, y así sucesivamente.
«Último caso», apareció en la pantalla.
Mary parpadeó. Le costaba hacerse a la idea de que estaba acabando. El último de unos mil casos. Sólo un idiota podía había llegado tan lejos. Pulsó la tecla y apareció el caso. Llevaba fecha de los años sesenta, veinte años antes del caso anterior. Entonces Hilliard debía de ser un crío.
Mary movió la cabeza. Un problema técnico de informática. Dorsey Hilliard no podía tener nada que ver con un caso tan antiguo. «El Estado contra Severey», rezaba el titular, y Mary repasó el resumen, desanimada. El acusado, Andre Severey, había sido declarado culpable del asesinato de un niño que bajaba de un autobús de la SEPTA. Severey había apuntado en la calle contra un miembro de una banda rival y una bala que se perdió mató a un niño e hirió a otro.
Mary se irguió en el asiento y su cuerpo se fue tensando a medida que iba leyendo. La bala afectó a la médula espinal del niño herido, que vivía a una manzana de allí. La mirada de Mary pasó veloz hacia el fin de la frase. El niño en cuestión se llamaba Dorsey Hilliard.
Mary quedó paralizada ante el teclado. ¡Santo Dios! Entonces fue cuando Hilliard quedó discapacitado. Tocó la tecla para pasar a la página siguiente a pesar de que ya intuía lo que iba a descubrir. En la parte de la acusación figuraba un solo nombre:
Henry R. Burden.
Mary lo leyó y releyó pero no se produjo ningún cambio. Aquél tenía que ser el primer caso de Burden en la fiscalía del distrito; por aquel entonces no era más que ayudante. ¿Qué significaba aquello? Burden había condenado al hombre que había obligado a Hilliard a llevar muletas el resto de su vida. Cadena perpetua, sin condicional.
Mary reflexionó sobre el tema. Severey condenado por asesinato, y sin embargo aquello tenía todas las trazas de ser una condena excesiva. Se trataba de un abyecto crimen pero no lo suficientemente premeditado. ¿Estaba Hilliard en deuda con Burden desde aquella condena? A Mary le pareció que sí. ¿Existía alguna relación que pudiera conectar aquello con el caso Connolly?
Mary cogió el teléfono para llamar a Bennie. Luego lo repensó. Era demasiado pronto para despertarla y a ella le quedaba aún una breve tarea por resolver. Una investigación legal, que no venía exactamente al caso, si bien tenía el presentimiento de que de algo le serviría. Estimulada por la adrenalina, dejó el auricular y tecleó para iniciar una nueva búsqueda.
30
Texto. Se hizo el silencio en la sala cuando Shetrell Harting entró, tomó asiento en la tribuna de los testigos y el juez le recordó que seguía bajo juramento.
– Comprendo, señoría -dijo Harting, instalando su delgado cuerpo en el negro asiento.
– Puede iniciar su contrainterrogatorio, señorita Rosato -dijo el juez Guthrie, sin levantar la vista.
Bennie se acercó al estrado, con la idea de tener a la reclusa casi al alcance de la mano.
– ¿Es usted reclusa de la cárcel del condado, señorita Harting?
– Sí.
Harting había cambiado de vestimenta; llevaba un fino jersey de algodón blanco con los vaqueros, pero su expresión seguía tan distante como el día anterior.
– ¿Es también cierto que usted declaró ayer que cumplía condena por posesión y tráfico de crack?
– Sí.
– ¿Verdad que ésta no es su primera condena?
– No.
– La condenaron dos años antes, también por tráfico de drogas, ¿no es cierto?
– Sí.
– Y con anterioridad, también por ejercicio de la prostitución callejera.
– Mmm… sí.
– De hecho, en un período de dos años usted fue condenada por ejercer la prostitución callejera tres veces, ¿verdad?
– Sí.
Bennie observó al jurado, atento, escuchando en tensión. El realizador de vídeo se había inclinado hacia delante al igual que la bibliotecaria. Querían comprobar qué conseguía Bennie de Harting, lo que confirmaba la teoría de la letrada sobre las consecuencias de la declaración de aquélla.
– Ayer declaró que usted y Alice Connolly eran amigas, ¿no es así, señorita Harting?
– Sí.
– Y habló de una conversación que mantuvo con Alice Connolly un día después de la clase de informática.
– Sí.
– Declaró usted que Alice Connolly le había dicho que había matado al inspector Della Porta, ¿no es así?
– Sí, eso dije, pero creo que hoy debería decir la verdad.
Bennie parpadeó.
– ¿Cómo dice?
– Hoy voy a decir la verdad.
Bennie creyó haberlo oído mal.
– ¿La verdad?
– Me refiero a que lo que dije ayer no era cierto.
Bennie intentó mantener la compostura.
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