Lisa Scottoline - Falsa identidad

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Sólido thriller judicial, sobre una mujer acusada del asesinato de su marido. Penetrante análisis de la corrupción, trama impredecible; una lectura tensa, irónica, por una autora que ya es más que un valor ascendente. La aparición de una supuesta hermana gemela de la acusada da un giro inesperado.

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– ¡Un momento! ¿Por qué fue hacia la puerta, señora Lambertsen? -preguntó Hilliard, simulando espontaneidad.

A Bennie se le ocurrió que la pregunta demostraba que era un excelente letrado. Tenía la virtud de formular a los testigos las preguntas que se le ocurrían al jurado, lo que apoyaba su naturaleza lógica y le permitía ponerse a la altura de aquellas personas.

– No lo sé bien -admitió Lambertsen-. El disparo se produjo en la casa de al lado, y como no podía ir hasta allí, me acerqué a la puerta y la abrí un poco. Sólo para ver qué pasaba. Apenas una rendija.

– ¿Qué vio desde la puerta?

– Vi a Alice, a Alice Connolly corriendo. Pasó junto a mi puerta corriendo.

Los miembros del jurado fueron cambiando de postura pero Connolly no se inmutó. Bennie hizo un esfuerzo por mantener la calma. Ya sabía que iba a aparecer aquella declaración. Y la cosa empeoraría cuando la fueran corroborando cada uno de los vecinos. Hilliard tenía una expresión seria.

– ¿Qué aspecto tenía la acusada al salir corriendo, señora Lambertsen? -preguntó.

– De preocupación, miedo, como presa de pánico. El aspecto que tiene alguien tras una pelea, pero peor.

Los miembros del jurado escuchaban cada una de las palabras absortos en la historia. Bennie pensaba en lo que le convenía protestar, pero sabía que con ello, en lugar de ganar credibilidad, iba a perderla. Incómoda, echó un vistazo a la tribuna, y vio a todo el mundo embelesado. Tras ella se encontraban Mike e Ike, firmes como dos estacas de una valla en los dos extremos de la primera fila. No vio a ningún policía en la última fila donde Lenihan se había sentado el día anterior. Le costaba creer que pocas horas antes hubiera estado allí, observándola. Le vino la imagen de su caída en el muro con expresión aterrorizada y sin saber por qué se preguntó cuándo se celebraría el funeral del policía. Sabía perfectamente lo que iba a pasar su familia a la hora de escoger un ataúd. Enferma. Horrorizada. Aturdida.

– Después de ver cómo salía corriendo Alice Connolly, ¿qué hizo usted, señora Lambertsen?

– Llamé al 911, les conté lo que había visto y llegó la policía.

Hilliard siguió insistiendo en los detalles de la llamada al 911 y encontró la excusa para llevar de nuevo a Lambertsen al disparo, a Connolly corriendo calle abajo, para ponerlo de relieve ante el jurado. Llevaba a cabo un interrogatorio estilo machacón a un testigo fundamental, que daba mucho de sí.

Bennie se levantó con una mueca de dolor provocada por las ocultas heridas; era consciente de que debía atacar la declaración de Lambertsen sin atacar a la testigo. Y debía hacerlo además sin que interviniera para nada lo sucedido durante la noche anterior. Las experiencias del roce con la muerte no le aseguraban un día laborable productivo.

Pero en aquellos instantes no tenía tiempo para reflexionar sobre ello.

15

Bennie, de pie junto al estrado, se dirigió a la joven madre.

– Remontándonos a la noche del diecinueve de mayo, señora Lambertsen, ha dicho usted que oyó una disputa, ¿no es cierto?

– Sí.

– ¿Oyó usted voces masculinas y femeninas discutiendo o simplemente unas voces a gritos?

Lambertsen reflexionó un minuto.

– Creo que sólo oí voces.

Bennie suspiró para sus adentros, aliviada. ¡Qué curiosa era la verdad! Permitía a una abogada formular una pregunta de la que desconocía la respuesta, ya que tenía clara cuál debía ser ésta.

– En un momento dado, vio a Alice Connolly corriendo calle abajo. ¿Recuerda cómo vestía ella, señora Lambertsen?

– Pues… no.

– ¿No recuerda qué tipo de blusa llevaba puesta?

– No me fijé, y si lo hice, no lo recuerdo.

– ¿Y tampoco vio qué otra pieza vestía, vaqueros o pantalón corto?

– No.

– ¿Llevaba algo en la mano?

– No lo sé. Tampoco me fijé en eso.

Bennie asintió. ¿Ninguna bolsa de plástico blanco? Casi había llegado ya donde quería y su intuición le dijo que no fuera más lejos.

– Ha declarado usted que intentaba meter a la niña en la cama aquella noche a las ocho menos cuarto, ¿verdad?

– Sí. Por aquel entonces siempre daba un poco de guerra, y sigue dándola. No quiere perderse nada.

La señora Lambertsen sonrió, al igual que la joven madre de la primera fila. Había conseguido un punto de intimidad y decidió alargarlo. Era algo que últimamente no se conseguía por las buenas en el mundo.

– ¿Qué edad tenía su niña el diecinueve de mayo del año pasado, señora Lambertsen?

– Casi dos meses. Nació el veintitrés de marzo; era un bebé.

– ¿Cómo se llama la niña, por cierto? -preguntó Bennie para conseguir que la testigo se relajara, al notar que le gustaba hablar de su hija.

Bennie tenía como único punto de referencia su perro; era capaz de hablar durante horas de los perdigueros.

– Se llama Molly.

– Molly, muy bien. Así que estaba con Molly. ¿Y a qué hora oyó el disparo?

– A las ocho.

– ¿Cómo lo sabe?

– Miré el reloj. Aquella tarde Molly no había echado la siesta y necesitaba acostarse. En días así, una no pierde de vista el reloj.

– ¿Cuándo miró el reloj en relación con el momento del disparo?

Lambertsen lo pensó un minuto, frunciendo los labios, pintados en un femenino tono rosa.

– Miré el reloj justo después de oír el disparo.

Bennie hizo una pausa. Se encontraba en un punto crucial. Tenía que demostrar que había transcurrido más tiempo entre el momento del disparo y cuando Lambertsen había visto a Connolly pasar corriendo ante su puerta. Si era cierta la historia de Bennie, la persona que disparó contra Della Porta salió justo antes de que Connolly llegara a casa.

– ¿Qué tipo de reloj tiene usted? ¿Uno digital?

– No, uno pequeño, de esfera redonda en la parte de delante del horno. ¿Sabe a cuáles me refiero?

– Claro. De los que muestran las horas como antes.

La testigo sonrió.

– Eso.

– ¿Qué hizo usted, señora Lambertsen, después de mirar el reloj?

– Me acerqué a la puerta, la abrí y miré hacia fuera.

– ¿Eso hizo? Vamos a repasar la secuencia exacta. -Bennie dio la vuelta a la parte frontal del estrado y se apoyó en él, dibujando una mueca de dolor al flexionar el hombro. Si tenía que ir montando la defensa sobre la marcha, lo haría. Siempre había opinado que era el peor problema con el que podía topar un abogado, pero eso era antes de la noche anterior-. ¿Estaba usted en su casa cuando oyó el disparo, señora Lambertsen?

– Estaba en la cocina.

– ¿Qué hacía usted en la cocina?

– Acunaba a la niña, intentando que se durmiera.

Bennie asintió pensando que ojalá hubiera interrogado primero ella a Lambertsen para poder arreglárselas sobre la disposición de la casa.

– ¿Dónde está la cocina en relación con la puerta de salida?

– La cocina está en la parte de delante, a la izquierda de la puerta principal.

– ¿Es una estancia grande?

– Es larga y estrecha. Unos seis metros de longitud.

– ¿De modo que recorrió la cocina, unos seis metros, para ir hasta la puerta?

– Sí.

– Comprendo. -Bennie conformó la imagen mental de la escena e imaginó el instinto maternal-. ¿No se llevaría al bebé con usted hacia la puerta?

– ¡Ni pensarlo! La dejé.

– ¿Dónde dejó a Molly?

– En su sillita sobre el mostrador. Tenía en la cocina una de esas sillitas portátiles con asa.

– Así que dejó a Molly en la sillita. ¿La sujetó con la correa?

– Sí. Siempre lo he hecho. Es muy inquieta. Nerviosa.

– ¿Se quedó instalada allí sin protestar?

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