Lisa Scottoline - Falsa identidad
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– ¿Qué tal sus heridas, amiga mía? -preguntó el juez.
El comentario parecía sincero, al igual que su expresión. El hombre llevaba una pajarita con estampado de cachemir rojo y camisa blanca aún sin ninguna arruga.
– Estoy viva, gracias.
Pero aún le seguía doliendo el labio, así como el hombro y un costado. Todavía tenía la sensación de un golpeteo en la mandíbula y había cubierto el rasguño de la mejilla con maquillaje. Pese a todo, había decidido dejar a un lado lo sucedido la noche anterior. Si se obsesionaba con ello, les daría la victoria.
– Es algo terrible -intervino Hilliard en tono grave. Había vestido a toda prisa aquel fornido cuerpo y lucía un traje de raya diplomática marrón y camisa color crema, que contrastaba con su piel oscura. Llevaba la corbata gris anudada con cierto descuido, algo insólito en Hilliard-. He pasado casi toda la noche intentando llegar al fondo de la cuestión.
El juez Guthrie se volvió.
– ¿Y qué ha descubierto, señor Hilliard?
– Entendemos que el agente Lenihan estaba muy alterado a raíz del interrogatorio de Bennie en la sala el otro día, cuando mencionó su nombre en relación con una cuestión de corrupción oficial. Nos han comentado que Lenihan reaccionó muy mal, que lo consideró una vergüenza, una desgracia. Imaginamos que intentó hablar con Bennie, tal vez hablar con ella cara a cara sobre sus afirmaciones, y que perdió el control. Nuestro despacho emitirá esta mañana un comunicado. Ni que decir tiene cuánto sentimos lo ocurrido.
Bennie no dijo nada. Al lado del juez Guthrie, su relatora iba tecleando sobre las largas teclas negras del estenógrafo. Aquella reunión se archivaría y Bennie era consciente de que cualquier punto de la transcripción podía pasar a la prensa, al COURT-TV, el canal especializado en temas judiciales, o incluso a Internet. No estaba dispuesta a decir nada que pudiera convertirse en pasto de los rumores.
Hilliard movió la cabeza.
– Francamente, el agente Lenihan era muy lanzado, un incontrolado. Tal vez sepan los dos que, según nuestras informaciones, anoche estuvo bebiendo. Su nivel de alcohol en la sangre doblaba el límite legal.
Bennie escuchaba con expresión impasible aunque en el fondo estaba totalmente confundida. No había detectado olor a alcohol en el aliento de Lenihan aquella noche, y sabía que le habría llegado caso de que fuera cierto lo que decía el fiscal. O bien alguien se lo había inyectado post mortem o se habían falsificado los resultados del laboratorio. Se preguntaba quién habría firmado el análisis de sangre.
– ¡Señor, Señor! -exclamó el juez Guthrie en voz baja-. ¡Qué vergüenza, qué vergüenza!
– Una vergüenza, en efecto -asintió Hilliard-. Uno no cree que en la vida suceda algo así y ahí está.
– Un hombre tan joven, además -murmuró el juez-. Es triste…
Hilliard movió la cabeza con gesto de asentimiento.
– Lenihan tenía un camino trazado. Estaba ascendiendo en su carrera. Si dejamos a un lado sus problemas de personalidad, era un buen policía. Tiene un expediente limpio como una patena.
Bennie veía que aquella conversación era forzada, algo así como un debate programado en el taller de lengua del instituto. Sabía leer entre los tópicos. Se había modificado el expediente personal de Lenihan. Cualquier infracción había pasado al campo de los problemas de personalidad como apoyo a sus inclinaciones de «incontrolado». Miró al fiscal preguntándose otra vez si estaba metido en la confabulación.
Hilliard se volvió hacia Bennie, cambiando con dificultad de postura en su asiento. Había dejado las muletas en el suelo.
– El Departamento de Policía publicará también su versión sobre los hechos. Ya sé que no es gran cosa, pero es todo lo que podemos hacer, teniendo en cuenta las circunstancias.
– Se lo agradezco mucho -dijo Bennie, escogiendo con cuidado las palabras-. Yo también siento muchísimo la muerte del agente Lenihan. No creo que haga falta que el departamento presente sus excusas.
– Yo personalmente no la responsabilizo a usted de las preguntas que formuló en la sala. Comprendo que tenía el deber de interrogar a los testigos a fondo. Me he encontrado en su lugar, Bennie, cuando uno no tiene donde agarrarse.
A Bennie se le pusieron los pelos de punta.
– Mi interrogatorio fue impecable.
– No creo que hablara en serio al citar su teoría sobre el tráfico de drogas -saltó Hilliard en tono burlón, y Bennie se permitió el lujo de esbozar una leve sonrisa.
– La defensa expondrá sus teorías ante el tribunal.
– Pero usted no dispone de la más mínima prueba.
El juez Guthrie cogió las gafas.
– No vamos a discutir ahora, abogados. La cuestión que se nos plantea es la siguiente: ¿qué efectos puede tener el terrible suceso con respecto al juicio? Supongo, señorita Rosato, que solicitará usted unos días para recuperarse de las heridas y la angustia. Teniendo en cuenta el reciente fallecimiento de un familiar directo, el tribunal le concederá un aplazamiento razonable. Supongo que estará usted de acuerdo con ello, señor fiscal.
– Si se hace dentro de lo razonable, por supuesto -se apresuró a responder Hilliard, pero Bennie ya había previsto la salida.
– Se lo agradezco muchísimo a los dos pero no hará falta un aplazamiento, señoría. Quisiera seguir sobre la pista del caso. Creo que el señor Hilliard tiene que llamar a su siguiente testigo -consultó su reloj- dentro de una hora.
La relatora levantó la cabeza, sorprendida: sus labios formaron un perfecto círculo de carmín. Bennie no quería de ninguna forma un aplazamiento en aquellos momentos. Reinaba confusión entre los conspiradores y ella tenía que aprovechar el revuelo. Estaba más cerca que nunca de administrar justicia a quien se encontrara tras la confabulación. Por otra parte, nada la enfurecía tanto como un intento de asesinato, por no decir ya del suyo.
– ¡Señor, Señor! Esto sí que es algo inesperado -comentó el juez Guthrie, colocándose bien las gafas-. Estoy convencido de que necesitará cierto tiempo para recuperarse y preparar el caso. ¿Qué le parecerían un par de días?
La oscura frente de Hilliard se arrugó con la turbación.
– No se exija tanto a sí misma, Bennie. Nadie, viviendo lo que le ha tocado a usted, podría llevar ahora mismo un juicio.
Bennie sonrió con educación.
– Le agradezco su preocupación, pero me siento perfectamente capaz de seguir adelante. Tenemos al jurado aislado y no quisiera alejar a estas personas de sus familias más tiempo del estrictamente necesario.
El juez Guthrie formó su ya habitual triángulo con los dedos.
– El tribunal no acaba de comprenderla, señorita Rosato. Antes del trágico acontecimiento, su deseo más ferviente era el de un aplazamiento.
– Es cierto, señoría. Sin embargo, a raíz de lo sucedido anoche, creo que es de vital importancia cerrar el caso. Una demora probablemente implicaría la influencia de la publicidad en el jurado, lo cual impediría a la acusada disfrutar de un juicio justo. De hecho, la defensa se opone a cualquier aplazamiento en este momento crítico.
La tienda de campaña que dibujaba con los dedos el juez Guthrie se derrumbó.
– Pues bien: el tribunal les verá a los dos aquí al lado a la hora ya fijada, letrada.
– Se lo agradezco, señoría -dijo Bennie.
Cogió seguidamente su maletín y, disimulando el dolor que le punzó en las costillas, salió del despacho por delante de Hilliard.
Judy Carrier estaba sentada en la sala de espera del juez Guthrie, con dos jóvenes terriblemente musculosos a ambos lados. Lou había dispuesto que los dos guardaespaldas estuvieran en casa de Bennie aquella mañana cuando ella saliera hacia los juzgados. Les había puesto los nombres de «Mike» e «Ike» por el gran parecido que existía entre ellos: pelo castaño rapado por la parte de abajo, traje de poliéster azul marino y Ray-Ban de aviador. Sin embargo, no fue su presencia lo que sorprendió a Bennie sino ver a Mary DiNunzio en un extremo del sofá. Se levantó al tiempo que lo hacían Carrier y los guardaespaldas.
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