Lisa Scottoline - Falsa identidad

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Sólido thriller judicial, sobre una mujer acusada del asesinato de su marido. Penetrante análisis de la corrupción, trama impredecible; una lectura tensa, irónica, por una autora que ya es más que un valor ascendente. La aparición de una supuesta hermana gemela de la acusada da un giro inesperado.

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– ¿Qué tal ha ido? -preguntó Mary cuando ya enfilaban el pasillo.

Éste tenía el suelo de mármol blanco y negro y un techo claro y abovedado. Por el momento habían mantenido a la prensa a raya, al prohibirles acercarse a quince metros del despacho del juez.

– ¿Qué haces tú aquí? -Bennie miró a Mary, y a su traje marrón, que le pareció excesivamente holgado, como si hubiera perdido peso-. ¿Cómo no estás en el despacho, redactando la renuncia?

– He decidido seguir -respondió Mary. Lo había estado reflexionando toda la noche-. Tengo que hacerlo. Me necesitas.

Bennie sonrió.

– He llevado otros casos sin ti.

– Yo no me rajo. -Mary apretó el paso para seguir el ritmo de los demás por el pasillo-. Lo he estado pensando y he tomado una decisión. Inamovible. Si soy abogada, debo practicar.

Bennie frunció el ceño.

– ¿Si eres abogada? Eres una abogada mucho mejor de lo que crees.

– Gracias.

Mary notó que se sonrojaba. Nunca había oído a Bennie elogiar a nadie.

– Pero sigo pensando que tienes que apartarte del caso.

– No. Yo entro en la sala contigo.

– Vamos a hacer un trato, pues. Ocúpate de la investigación del caso, sólo los hechos. Puedes hacerlo desde tu despacho y así evitamos problemas.

– ¿Qué hay que hacer?

– Descubrir si nuestro amigo Dorsey Hilliard tiene alguna relación con el juez Guthrie, con Henry Burden o con ambos.

– Burden y Hilliard estuvieron en la oficina del fiscal de distrito, eso está claro.

Bennie movió la cabeza con expresión grave y siguió adelante.

– Algo más específico. Comprueba si trabajaron en el mismo caso alguna vez, detalles de este tipo. No sé lo que debo buscar pero lo dejo en tus manos.

Mary sonrió torciendo la boca.

– Mensaje recibido -dijo, y Judy clavó la vista en ella.

– ¿Qué vas a hacer con tus padres, Mary?

– Ya va siendo hora de que me haga mayor -dijo ella, y durante un segundo casi se lo creyó.

14

La siguiente testigo que iba a interrogar el fiscal, Jane Lambertsen, ya se encontraba en el estrado, elegante, con un vestido estampado, unas finas joyas de oro y una rebeca del tono de las manzanas Granny Smith. Había recogido su negra cabellera en una cola de caballo, que resaltaba su juventud y frescura. Marcaba un gran contraste con los polis que habían declarado el día anterior, y Bennie pensó que Hilliard había cambiado el orden del interrogatorio tras la muerte de Lenihan.

La sala estaba silenciosa: el personal del tribunal se encontraba atareado en sus ocupaciones específicas y los miembros del jurado, a buen seguro desconocedores de los acontecimientos, daban vueltas por el exterior de la sala. Si detectaban alguna hinchazón en el rostro de Bennie lo atribuirían al hecho de que el trabajo no le había permitido dormir mucho. Sólo Bennie era consciente de que se había declarado la guerra, y tanto ella como la sala en peso se centraban totalmente en el siguiente testigo que presentaba el Estado.

– Sí, les oí discutir aquella noche -declaró la señora Lam-bertsen.

Hilliard se enderezó ante el estrado.

– Es decir, declara usted que oyó discutir a Alice Connolly y Anthony Della Porta antes del asesinato de éste la noche de autos.

– Protesto -saltó Bennie-. El fiscal vuelve a testificar.

El juez Guthrie jugueteaba con una pajarita que ya estaba tiesa. Parecía muy preocupado con Bennie desde el encuentro en su despacho. Tal vez le había despejado saber que sus adláteres no eran hermanitas de la caridad.

– Se admite la pregunta -dictaminó-. Puede responder, señora Lambertsen.

– Así es -dijo la testigo-. Les oí discutir aquella noche, poco antes de las ocho. Yo intentaba dejar a la cría, llevarla a la cama me refiero. En aquella época se acostaba a las ocho menos cuarto y yo estaba pendiente del reloj.

Una mujer del jurado asintió desde la primera fila, y Lambertsen, percatándose del gesto, le sonrió. Bennie hojeó entre sus notas; le dolía demasiado la cabeza para recordar a todos los del jurado. Aquella mujer era Libby DuMont, de treinta y dos años, ama de casa, madre de tres hijos.

– Ha declarado usted, señora Lambertsen, que vivía en la casa adosada contigua a la del inspector Della Porta y la acusada. ¿Significa eso que las dos casas tenían un muro común?

– Sí, uno bastante delgado, por cierto. Se oyen los ruidos algo apagados. Recuerdo que siempre me preocupaba por si oían llorar a la niña. A mí me llegaban sus disputas.

– ¿Diría que la acusada y el inspector Della Porta discutían muy a menudo, señora Lambertsen?

– Ella se trasladó allí en septiembre, creo. Me parece que las discusiones empezaron en octubre.

Al lado de Bennie, Connolly se movió, inquieta, en su asiento. Llevaba el mismo traje azul del día anterior, a juego con el de Bennie y, con su collar de perlas cultivadas, parecía una letrada. Bennie no había hablado con ella desde el ataque de Lenihan y tenía que suponer que no estaba al corriente del asunto. Por mucho que odiara a Connolly, Bennie tenía que admitir que le había dicho la verdad en cuanto a la confabulación policial. Aquello le daba un cierto crédito a los ojos de Bennie, pese a que, curiosamente, le molestaba muchísimo tenerla sentada al lado.

– ¿Seguían aquellas peleas alguna pauta perceptible? -preguntó Hilliard, y Bennie no protestó.

El juez habría permitido a Hilliard seguir, sin duda alguna.

– Creo que en general se peleaban por la noche -respondió Lambertsen.

– ¿Entendió alguna vez algo de lo que decían durante aquellas disputas?

– Protesto, es testimonio de oídas -dijo Bennie, a punto de levantarse. Le dolía el costado pero prefirió pasarlo por alto-. La pregunta es imprecisa, intrascendente y da por supuestos unos hechos no probados. No disponemos de pruebas que demuestren que esas voces eran las de la acusada o del señor Della Porta.

– ¿Hará el favor de plantear de otra forma la pregunta, señor fiscal? -dijo el juez Guthrie un momento después, lo que Bennie consideró una pequeña victoria.

Hilliard guardó un momento de silencio, simulando exasperación.

– Sin decir al jurado qué palabras pronunciaban, señora Lambertsen, ¿discernía quién hablaba?

– Sólo alguna vez, cuando gritaban de verdad. Yo intentaba no escuchar, no quería violar su intimidad. Simplemente oía voces y gritos.

– Normalmente, y de nuevo sin repetirnos las palabras, ¿qué voz dominaba durante estas peleas, la de la acusada o la del inspector Della Porta?

– Protesto, señoría -dijo Bennie, dispuesta de nuevo a levantarse.

Hilliard alzó la mano, mostrando un considerable anillo de oro con un granate.

– Volveré a plantear la pregunta. Cuando oía las disputas del piso que compartían la acusada y el inspector Della Porta, ¿qué voz tenía un tono más alto normalmente, el de la mujer o el del hombre, señora Lambertsen?

Bennie protestó apoyándose en la misma base pero el juez Guthrie no se lo admitió. La señora Lambertsen declaró:

– En general era más alto el tono de la mujer.

– Gracias -dijo Hilliard-. Y ahora, remontándonos a la noche del diecinueve de mayo, ¿cuánto tiempo duró la disputa?

– Un cuarto de hora, como mucho.

– ¿Recuerda qué ocurrió tras la disputa?

– Oí un ruido. A veces, después de una pelea, oía un portazo. Esta vez fue un disparo.

Dos miembros del jurado entrecruzaron sus miradas y otros quedaron agarrotados en el asiento. Hilliard hizo una pausa para que digirieran la información.

– ¿Qué hizo en cuanto oyó el disparo? -preguntó.

– Fui hacia la puerta para ver qué pasaba. Tengo puesta una cadenita en ella, la solté y asomé la cabeza.

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