Lisa Scottoline - Falsa identidad

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Sólido thriller judicial, sobre una mujer acusada del asesinato de su marido. Penetrante análisis de la corrupción, trama impredecible; una lectura tensa, irónica, por una autora que ya es más que un valor ascendente. La aparición de una supuesta hermana gemela de la acusada da un giro inesperado.

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«¡Santo cielo!» Bennie intentó poner el motor en marcha pero no lo consiguió. Miró a un lado y a otro como una desaforada. El teléfono no funcionaba. Lenihan se acercaba a ella. Iba a matarla. Pegó un chillido y el sonido retumbó en su cabeza. Se le nubló la visión.

Un tremendo estrépito hizo trizas el cristal de la ventanilla izquierda. Bennie volvió la cabeza, presa del terror. Lenihan estaba aporreando el cristal. Tenía la cara ensangrentada, la expresión crispada de odio. «¡Dios mío!»Bennie dejó de chillar. Tenía que hacer algo, salir. Correr. Se quitó el cinturón de seguridad y, como pudo, pasó al asiento de al lado. Forcejeó para abrir la puerta del lado del acompañante y estuvo a punto de caer sobre las húmedas losas. No había llegado aún al suelo cuando oyó tras ella los pesados pasos. Tenía a Lenihan encima.

– ¡Hija de la gran puta! -gritó el poli.

Lenihan la arrastró hacia el muro. Las luces situadas al pie de éste la cegaron. Empezó a jadear. Le arañó las manos y luego se las clavó en el impermeable de plástico.

– ¡Ven aquí! -gritó Lenihan y acto seguido la empujó contra el duro canto del muro de piedra. El tosco material le arañó la mejilla. Notó como una quemazón en las costillas. Quedó colgando del muro. Apenas veía nada, con el dolor y la oscuridad. La pared daba a una rampa de cemento de unos quince metros-. ¡Salta!

Bennie hizo un esfuerzo para poder reflexionar, aunque notaba que perdía la conciencia. No podía respirar. Lenihan la empujó un poco e intentó lanzarla hacia el otro lado. La estilográfica que llevaba en el bolsillo de la chaqueta rodó por la pared. ¡Ahí estaba!

Con el último aliento, Bennie recuperó la pluma y, a ciegas, arremetió hacia atrás. La entrecortada voz de Lenihan le indicó que le había dado en algún punto. La porra se detuvo ante la garganta de Bennie. Todo su cuerpo se estremeció y los pulmones aspiraron una bocanada de aire. No había tiempo que perder.

– ¡Aaag! -gritó Lenihan.

Soltó la porra, que repiqueteó en el asfalto.

Bennie se retorció para liberarse. La pluma colgaba de la base del cuello de Lenihan y él mismo se la arrancó de un manotazo. La sangre salió a borbotones del corte. Se le encendió la mirada con renovada furia. Agarró a Bennie del cuello y la empujó contra el muro, golpeándole la cabeza contra la dura piedra. Ella, a punto de perder la conciencia, consiguió agarrarse a su camisa para no caer al vacío.

Siguieron luchando en el muro: sus sombras formaban una grotesca danza del amor, sus siluetas ampliadas bajo el efecto de las luces. La sangre de Lenihan les iba empapando. Bennie la notaba, cálida y húmeda en la mejilla. Aquel olor primario le llenaba la nariz. Con las uñas iba rasgando el impermeable de Lenihan mientras rodaba en el borde del muro. El cielo se oscureció por completo a su alrededor.

– ¡Eh! ¡Basta ya! -gritó alguien, y Bennie notó que la mano de Lenihan le soltaba el cuello. Tosió en busca de aliento y al abrir los ojos vio que se acercaba a ellos un guardia de seguridad del museo-. ¡Basta ya, los dos! -gritó el vigilante.

Lenihan, sobresaltado, se tambaleó y perdió el equilibrio en el borde del muro.

– ¡No! -chilló Bennie, intentando cogerlo.

El impermeable le rozó los dedos pero cerró el puño demasiado tarde. Lenihan se deslizó de su mano y cayó al otro lado con la expresión de terror marcada en los ojos. Lo último que oyó Bennie antes de desplomarse fue el postrer grito de Lenihan, acompañado por los pitidos de las sirenas de la policía, acercándose.

12

Bennie no tuvo conciencia de cómo la odiaba la policía hasta que entró aquella noche en la brigada tras la muerte de Lenihan. Iluminaba la sala una apagada luz azul y se amontonaban en aquel lugar las viejas mesas de despacho y los desvencijados archivadores, todo ello rodeado de unos descoloridos cortinajes. Al avanzar entre la silenciosa fila, camino de la sala de interrogatorios, Bennie tuvo la impresión de que aquel día todo el mundo había cogido el turno de noche. No iba a sacar nada si les decía que lo sentía. En nada la ayudaría explicarles que a ella misma le sabía peor que a ellos. Tampoco veía sentido en contarles que Lenihan había intentado matarla. Bennie Rosato, que se había forjado una carrera demandando a las fuerzas del orden, acababa de matar a uno de los suyos. Era lo único que contaba para ellos.

– Tome asiento, señorita Rosato -dijo uno de los inspectores.

Bennie había estado allí muchas veces. La sala era minúscula, sus paredes del verde de rigor se veían sucias, y el asiento que le ofrecían era la silla de acero atornillada al suelo, la que reservaban para los sospechosos de asesinato. El aire estaba viciado, y contra el mugriento muro se veía una destartalada mesa de madera, mucho más pequeña que las de jugar a los naipes. En su irregular superficie, había esparcidos formularios y una vieja Smith-Corona.

Bennie no se inquietaba por su persona. Sabía que la policía no podía acusarla de la muerte de Lenihan; ni siquiera la habían esposado de camino a la Roundhouse. El guardia de seguridad del museo explicaría lo sucedido, las transcripciones del 911 apoyarían su relato y además la porra de Lenihan estaba a la vista. Quién sabe si había pensado en matarla de forma que pareciera el resultado de un atraco o el asalto a un coche; sin embargo en aquellos momentos la estratagema había quedado destruida. El ataque constituía una prueba de una confabulación policial tan despiadada como para matar con intención de proteger al culpable. Ya no habría miramientos ni contemplaciones. Había estallado la guerra, cobrándose la primera víctima mortal.

– Sus abogados están aquí, Rosato -dijo el inspector, y Bennie levantó la vista.

En el umbral de la puerta vio a Judy y a Mary detrás de Grady, con la expresión tensa por el miedo. Grady se adelantó y la estrechó entre sus brazos, levantándola casi de la silla. Notó un fuerte dolor en las costillas.

– Estoy bien -dijo, pero Grady se volvió hacia el inspector.

– Haga el favor de dejarnos solos -dijo-. Serán cinco minutos.

– Cinco minutos, abogado -dijo el inspector.

Era un hombre con cuerpo de atleta y elegante corte de pelo. Abrió la puerta y se marchó.

– Un momento, Grady -dijo Bennie levantando la mano-. Primero tengo que hacer algo. DiNunzio, Carrier, sentaos. -Grady se apartó mientras las asociadas de Bennie, vestidas de calle, con una chaqueta encima, tomaron asiento. Judy parecía muy preocupada y a Mary se la veía acongojada: las tres arrugas que surcaban su frente infantil habían quedado ya grabadas allí como un estrato geológico-. ¿Te encuentras bien? -le preguntó Bennie.

– ¿Te encuentras bien tú? -respondió Mary en tono apagado-. Tienes el labio ensangrentado.

– Estoy perfectamente. -Bennie se pasó la lengua por el dolorido labio inferior-. De todas formas, escuchadme: lo que ha ocurrido esta noche no tiene ninguna gracia. Tenéis que apartaros del caso. Se acabaron las comparecencias ante el tribunal, se acabaron las firmas de documentos que pasan al archivo.

– Ni hablar, Bennie -protestó Judy, aunque Mary permaneció en silencio, de lo que se percató Bennie.

– No tienes otra opción, Carrier. Lo primero que vas a hacer mañana por la mañana es presentar tu renuncia y la de Mary a comparecer ante el tribunal. Quiero que tenga la máxima publicidad. Decid a Marshall que redacte un comunicado de prensa sobre ello. Tenéis que apartaros del caso y todo el mundo debe saberlo.

– ¿Qué dirán de ello? -Judy retiró su alborotado pelo del rostro. Llevaba vaqueros y una camiseta de fútbol americano que asomaba por debajo de su corta chaqueta-. Todo el mundo tendrá la impresión de que lo dejamos, de que nos hemos asustado.

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