Lisa Scottoline - Falsa identidad
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Los miembros del jurado se pusieron serios, y un hombre negro hizo un gesto de asentimiento y comprensión desde la última fila. Sin embargo, Bennie se fijó en que tenían la vista fija en Reston, cuya tez estaba pálida por la furia contenida. Bennie había entablado el combate. No tenía conciencia de hasta dónde llegaba la confabulación ni quién la dirigía, pero sabía que ella la había provocado, la había empujado, como al tigre hacia la guarida. De todas formas, no existía jaula capaz de retener a aquel animal; sabía que, tarde o temprano, arremetería de nuevo en defensa de su propia supervivencia.
Si Bennie no terminaba con él antes.
– No haré más preguntas -dijo.
Se volvió, dando la espalda al testigo, y fue a sentarse.
10
Surf alcanzó a Joe Citrone delante de la comisaría en el momento en que éste arrancaba. El asfalto del aparcamiento situado atrás era de un negro brillante; se encontraba prácticamente vacío. Todos los agentes de servicio habían salido a comer. Citrone iba con su nuevo compañero, por lo que Surf pensó que no podía precipitarse. No era cuestión de saltar al cuello de Joe, lo que en realidad le apetecía hacer.
– Tenemos que hablar, Joe -dijo con aire tranquilo.
– No tengo tiempo. -Citrone miró por la ventanilla del coche patrulla, sin quitar las manos del volante. El motor soltaba un ruido sordo, y las gotas de lluvia se calentaban en el capó-. Tenemos un servicio que hacer.
Ed Vega, el compañero de Citrone, bajó la cabeza en el asiento del acompañante y esbozó una sonrisa bajo el bigote.
– ¿Qué tal todo, colega? -dijo Vega.
– Tirando, Ed -respondió Surf tamborileando con los dedos sobre el húmedo techo del coche-. Tengo que estorbaros un momento. Tu compañero me debe algo de pasta y esta noche salgo con la novia.
– ¡Te pillaron, chaval! -exclamó Ed, y Citrone frunció el ceño.
– ¿Y tiene que ser ahora mismo? -preguntó Citrone, entornando algo los ojos ante los últimos resquicios de la lluvia que goteaban en el cristal.
La tormenta estaba amainando y el cielo había quedado cubierto por una fina y helada neblina.
– Sí, me hace falta ahora -insistió Surf, con un amago de sonrisa y abrió la puerta-. Suéltala.
– Tranquilo, muchacho. -Citrone estiró sus largas piernas en el asiento y salió del coche. La gravilla crujió bajo sus suelas y con sus zapatos recién lustrados cerró la puerta de una patada-. Vuelvo enseguida, Ed.
– Por aquí.
Surf cogió a Citrone del brazo y lo llevó a cierta distancia del coche, para que el otro no pudiera oírles. Tenía la impresión de que Vega era un secreta. En el Treinta y siete reclutaban así a estos polis, con trampa. Tenían todo el distrito controlado. Surf ya no se fiaba de nadie, y mucho menos de todos los demás policías.
– Quítame la mano del brazo -dijo Citrone cuando estuvieron solos. Pegó un tirón para que lo soltara-. Estoy hasta la coronilla de ti.
– ¡No me digas! -Lenihan se exaltó-. Has jodido tanto la marrana que aquí ya no se salva nadie.
– Hablas demasiado, Lenihan.
Surf echó una ojeada al coche patrulla dibujando una sonrisa de boy scout.
– Te dije que ocurriría eso. Os lo dije a todos, y os lo tomasteis a pitorreo. Ahora estamos jodidos, Citrone. Esta mañana Rosato ha empezado con sus preguntitas en la sala. La tenemos encima.
– ¿Por qué no me cuentas algo que no sepa? ¿Te crees que eres el único que tiene espías en la sala?
– Yo no necesito espías. He estado allí en persona. -Surf no le comentó que aquella zorra le había abordado a la salida del juzgado. No quería que Citrone le echara una bronca-. Lo he oído por mí mismo.
– O sea que has oído decir a Rosato que tú ibas a declarar contra Art.
– ¿Cómo? -Surf miró de pronto a Citrone, horrorizado-. ¿Yo, apuntando contra Art?
– ¿A que no es verdad? Ésa se está marcando un farol, ¿o no?
– Pues claro. -A Surf se le secó la boca-. Por supuesto que no es verdad. ¡No fastidies!
– Tenías que haberte mantenido lejos de allí. -Citrone fue moviendo la cabeza mientras se metía la mano en el bolsillo de atrás; se sacó luego una pequeña cartera de piel de becerro y entregó a Surf un billete de veinte, que cogió de un ordenado fajo-. Coge eso por si mi compañero nos está mirando. ¡Y humo!
– Descuida, humo. -Surf se metió el billete que le acababa de pasar Citrone en el bolsillo-. Pero lo del humo tendrá que esperar a que consiga mi parte del medio millón.
– Todo llegará.
– Sí, pero ¿cuándo? Podía habérmelo quedado de entrada. Pillar el puto montón…; pero no, te lo entregué a ti como un buen chico y me dijiste que esperara. ¡Joder! ¿Y ahora qué espero?
– El momento adecuado.
– ¿Y eso qué significa? ¿No podemos llevarnos ya todos la tajada? Entonces podríamos darnos el piro.
– No.
– ¿Y por qué no, Joe? Cuéntamelo de una puta vez, tío. Quiero oírlo de cabo a rabo.
Citrone le dirigió una despiadada mirada.
– En cada reunión puede haber un testigo. En cada llamada telefónica, un pinchazo. Tranquilo hasta que controlemos la situación.
– ¿Como la controlábamos la semana pasada y la anterior? Della Porta nos jodía la pasta y tú sin enterarte. Estaba forrando a esa puta.
– Llevaba tiempo en ello, ya lo sé.
– ¡Ah, vaya! ¿Lo sabías? Lo sabías. -Surf no pudo controlarse más y levantó la voz-: Y no moviste ni un puto dedo, Citrone. Eso es lo tuyo. Lo sabes todo, pero nada de mover el culo.
– Tranquilo -dijo Citrone en voz baja, lo que enojó aún más a Surf.
– ¡Valiente mamón! Parece que tienes agallas, pero a la hora de la verdad, nada de nada. ¡Nanay!
Citrone se volvió sin responder y se alejó dejando a Surf plantado bajo la húmeda neblina, solo con su terror y su furia.
11
De vuelta al despacho, las asociadas de Bennie iban refunfuñando mientras la agotada mirada de ésta se paseaba por un grabado que tenía en la pared de la sala de reuniones: Max Schmitt in a Single Scull, el retrato que había hecho Thomas Eakins del abogado campeón de remo, el ídolo del artista. Sin darse cuenta, Bennie estaba contemplando a Eakins, reflejado en el fondo de su propia obra, remando esforzadamente. Eakins había vivido en el barrio de Bennie, en Fairmount, a una manzana de su casa, y su madre también había sido prácticamente toda su vida maniacodepresiva. Curioso.
La mirada de Bennie deambuló hacia la ventana. Pensaba cómo habría vivido Eakins la muerte de su madre. ¿Por qué no lo había pintado? ¿Por qué no le había hecho un retrato a ella? La noche no le ofrecía respuestas: sólo la oscuridad y las nubes borraban las estrellas. Bennie había remado en noches como aquélla, cuando el río circulaba negro como el cielo, surcado sólo por las ondulaciones de color ónix que dibujaba el viento en su superficie. En noches como aquélla, tenía la impresión de encontrarse en el centro de una negra esfera suspendida desde la que no se veía más que negrura sin densidad arriba y abajo.
– ¿Disponemos ya de una analista? -preguntó DiNunzio consultando las notas que tenía en un bloc amarillo.
A su lado estaba Carrier, girando de un lado a otro con nerviosismo. A la derecha de las dos se encontraba Lou, que escuchaba atentamente, retorciéndose con los dedos la barbilla entrecana.
Bennie salió de su ensimismamiento.
– Voy a contradecir al suyo. Es una cuestión de lógica y no de pericia. Le haré decir lo que me conviene.
– Pues ya lo tenemos -dijo Mary-. Solucionado lo del analista, sólo nos quedan veinticinco detalles por resolver.
– ¿Para mañana por la mañana? -preguntó Judy.
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