Lisa Scottoline - Falsa identidad

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Sólido thriller judicial, sobre una mujer acusada del asesinato de su marido. Penetrante análisis de la corrupción, trama impredecible; una lectura tensa, irónica, por una autora que ya es más que un valor ascendente. La aparición de una supuesta hermana gemela de la acusada da un giro inesperado.

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Su peinado de paje tenía un aire grasiento después de habérselo estado martirizando con los dedos durante todo el día, y el rostro, normalmente tan vivaracho y franco, mostraba una expresión lánguida.

– Esta noche no -dijo Bennie. Se levantó y recogió los papeles-. Todo el mundo se va para casa, incluido usted, señor Jacobs. Yo voy a echar un último vistazo a las notas y también me marcharé. Ninguno de nosotros puede hacer un buen trabajo si no nos aguantamos de pie.

Lou también se levantó, colocando el pantalón caqui por encima de los mocasines.

– Me parece muy bien. Acabaré con los dos vecinos que me quedan por la mañana y luego seguiré con Lenihan.

Bennie le miró atentamente:

– ¿De verdad cree que sacará algo de los vecinos? Si podemos sacar algo de Lenihan, los vecinos ya no tendrán importancia.

– Eso nunca se sabe. Los vecinos ven muchas cosas. -Se alisó la corbata con la palma de la mano-. Creo que estoy al corriente de todos los rumores que circulan sobre Lenihan.

– ¿Eso de que es un solitario al que le gustan las señoras? ¿Que está en el Undécimo y en vías de ascenso? Entonces ha llegado el momento de seguirle. Tengo que saber por dónde circula y qué hace durante los próximos días. Tome también fotos, Lou. Necesito pruebas para presentarlas cuando él niegue los hechos.

Judy asintió frunciendo los labios.

– Si es listo, se quedará al margen. Cogerá unas vacaciones.

Lou negó con la cabeza:

– No es tan fácil coger unos días libres en el cuerpo. Hay que pedirlos con mucho adelanto.

– Vamos a dejarlo de momento -dijo Bennie de pronto-. Todos estamos cansados y a dos de nosotros ya nos pesan los años. Carrier, DiNunzio, dejad todo el material aquí y así podréis empezar más descansadas por la mañana. ¡Vamos!

Con un gesto indicó a sus asociadas que salieran de la sala de reuniones y ellas se levantaron, estiraron sus agarrotados músculos, algo aturdidas al verse liberadas.

– Es la fiebre del juicio -explicó Bennie a Lou, quien observaba sonriendo cómo las dos muchachas abandonaban la mesa y salían de la sala.

– Yo más bien habría dicho que se trataba del síndrome premenstrual -respondió él, y Bennie se echó a reír.

– Uno bastante parecido. -Siguió a sus asociadas hacia la recepción, donde ellas esperaban el ascensor. No quedaba nadie en los despachos-. Aguarde un momento, Lou.

– Pues claro -respondió él al llegar el ascensor, cuando las dos se metieron dentro.

– Buenas noches, mamá y papá -dijeron las dos al unísono y las puertas se cerraron lentamente para iniciar el descenso.

– Unas trabajadoras incansables -dijo Lou cuando el ascensor ya traqueteaba hacia abajo.

El edificio estaba en silencio, por lo que se oían las risas de las muchachas y finalmente el «clac» de la cabina al llegar a la planta baja.

– Y que lo diga. -Bennie cruzó los brazos-. Bueno, vamos a abordar el problema, Lou. ¿Verdad que no le apetece ir a por Lenihan?

– He de admitir que no me encanta la idea.

– Me parece lógico. Pues no lo haga. Siga con el barrio y lleve a cabo un trabajo lo más completo posible. He utilizado a otros investigadores. Voy a llamar a uno de ellos.

– Lo que ocurre es que no acabo de estar convencido de que se trata de lo que cree usted. Me refiero a… ¿dinero bajo el suelo? -Lou encogió los hombros, metiéndose las manos en los bolsillos-. No basta para acusar a un poli. Sólo dispone de la palabra de Connolly, y para mí no tiene credibilidad. Está completamente corrompida.

Bennie recordó la confesión de Connolly sobre los asesinatos de las internas.

– Tiene toda la razón, pero no mató a Della Porta.

– No la comprendo, Rosato. -Lou agitó la cabeza, exasperado-. Se mete en mil problemas para salvar a Connolly y ya ve cómo se lo toma ella: se viste como usted, juega como quiere con la prensa y ya me dirá… Y usted, dispuesta a desprestigiar a un policía, a pasar noches en vela, a hacer lo que sea por ella. ¿Por qué? ¿Porque tiene la impresión de que es su hermana gemela?

– No, no es eso.

Bennie no podía quitarse de la cabeza la confesión que le había hecho Connolly en la cárcel.

– ¿De qué se trata, pues? Usted tiene experiencia, debe saberlo. Una persona como Connolly, aunque no haya matado a Della Porta, habrá matado a alguien y, tarde o temprano, volverá a las andadas. Es escoria. Estoy convencido de que se encuentra en el lugar donde debe estar.

– No es así como funcionan las cosas, Lou. Connolly no está en la cárcel por ser una mala persona, está en la cárcel por el asesinato de Della Porta. No podemos empezar a marginar a las personas porque sean malas. Esto no es justicia.

– ¿Justicia? -dijo Lou con una sonrisa-. De modo que puede matar a trescientos pero a ése no y sale en libertad. ¿Es eso la justicia?

– Siento decirle que sí.

– Lo hablaremos después del siguiente asesinato, señora mía -concluyó él, y a Bennie no se le ocurrió ninguna respuesta.

Bennie se encontraba en mitad de Broad Street cuando se dio cuenta de que la seguía un coche negro, que se encontraba a media manzana de ella en el carril de la derecha. Le pareció un vehículo casi igual que el TransAm, pero no estaba segura de que fuera el mismo. Siguió adelante con los ojos pegados al retrovisor. No acertaba a vislumbrar su conductor ni el color del coche. Las farolas de la calle eran antiguas e iluminaban poco la calzada.

El firme brillaba tras la lluvia y apenas había tráfico: tras ella, sólo una furgoneta de reparto blanca. Ésta aceleró, ocupando toda la panorámica del retrovisor trasero. No tenía cristales en la parte de atrás y por ello no se veía su interior. El TransAm, suponiendo que fuera aquel vehículo, cambió de carril situándose detrás de la furgoneta.

Bennie siguió hasta el semáforo situado frente al Ayuntamiento, iluminado en un tono morado que destacaba las sombras de sus bóvedas y arcos Victorianos. Las gárgolas abrían sus silenciosas bocas sobre aquéllos, pero Bennie llevaba muchísimo tiempo sin inmutarse ante tal visión. Lo que la inquietaba aquella noche era la policía. Un miembro del cuerpo en concreto. El semáforo se puso rojo y ella echó un vistazo al retrovisor lateral. Tras la furgoneta divisó la inclinada calandra del vehículo, pero seguía la oscuridad y no conseguía determinar si se trataba de un TransAm. Tal vez no lo fuera. El día anterior había creído ver un TransAm negro cuatro veces y se había equivocado en las cuatro ocasiones. Le estaba entrando la paranoia.

A pesar de todo, pisó el acelerador. La furgoneta blanca la siguió a menos velocidad y observó que el coche negro continuaba casi pegado a ella. Los tres vehículos serpentearon dando la vuelta al Ayuntamiento, pasaron por delante de los juzgados y se dirigieron hacia la avenida Benjamín Franklin. Bennie vivía en el barrio situado alrededor del Museo de Arte, en la parte occidental de la avenida. Había elegido el lugar porque era de fácil acceso, no tenía pretensiones y estaba cerca de Schuylkill, donde iba a remar; las mismas razones que habían movido a Thomas Eakins a vivir allí tiempo atrás. Estaba cerca de casa, pero le preocupaba pensar si llegaría sana y salva.

Aceleró y el Ford se situó en el bulevar de cuatro carriles, la avenida Ben Franklin, resbaladiza y húmeda tras la tormenta. Los neumáticos se metieron en un charco, el vehículo quedó salpicado por los costados pero siguió a gran velocidad, avanzando bajo las banderas multicolores de todas las naciones, que ondeaban al viento. NIGERIA, LAGOS, TANZANIA se veía escrito en los rótulos. La furgoneta blanca siguió su camino y en un instante el vehículo oscuro asomó tras ella, situándose a toda velocidad en el carril derecho, iluminado por una farola. En efecto: era un TransAm. Bennie no sabía a ciencia cierta si era azul marino o negro, pero tampoco era cuestión de buscarle tres pies al gato.

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