Lisa Scottoline - Falsa identidad

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Sólido thriller judicial, sobre una mujer acusada del asesinato de su marido. Penetrante análisis de la corrupción, trama impredecible; una lectura tensa, irónica, por una autora que ya es más que un valor ascendente. La aparición de una supuesta hermana gemela de la acusada da un giro inesperado.

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Bennie se sentó y no movió un dedo para quitar la tapa de la sopa.

– ¿Qué tal ha ido con Lambertsen?

– Impresionante.

– ¿Es un término artístico? ¿Cómo se lo ha tomado el jurado?

– Creo que lo ha captado.

– Bien. ¿Habéis pensado en el próximo testigo? ¿Otro vecino para reforzar la declaración de Lambertsen? ¿Qué nombres hay?

Bennie hizo un esfuerzo por recordar, pero enseguida saltó Mary.

– Tenemos a Ray Muñoz, Mary Vidas y Ryan Murray -dijo con seguridad-. Está también un tal Frederick Sharp. Todos vieron a Connolly salir corriendo aquella noche.

Bennie asintió complacida.

– Buen trabajo, DiNunzio.

– He estado pensando -dijo Mary con una sonrisa irónica-. Muñoz es el que más problemas puede crearnos. Pero creo que Hilliard no querrá llamar a otro vecino después de lo de Lambertsen.

– Tienes razón -dijo Judy-. Hilliard ha propuesto a una chica y se ha pillado los dedos. Críos, chupetes, vecinos… Declaraciones de chica. Además, no dispone de nadie para rectificar lo del horario. Le hace falta algo objetivo, difícil de poner en tela de juicio. Una declaración masculina.

A Bennie se le antojó que aquélla era una forma extraña de observar el mundo.

– ¿A quién propondrá, pues? ¿Al forense? ¿A un analista?

– Lo más probable. ¿Te sientes con ánimos? ¿Ya estás bien?

– Perfectamente -dijo Bennie, pero no había acabado de hablar cuando Mary empezó a aclararse la garganta de forma ostensible.

– Puedo interrogar a un testigo -dijo-. Si quieres.

Judy quedó boquiabierta.

– ¿Mary?

– ¿Lo harías? -preguntó Bennie, sonriendo.

Mary asintió.

– Podría probarlo. Tengo buena mano con las cosas de chicos, como se suele decir. Matemáticas, ciencias, bicicletas con cuadro… Creo que me desenvolvería bien.

Bennie movió la cabeza.

– Antes de lo de anoche te habría dejado, pero ahora no. No te quiero en primera línea de fuego.

Alguien llamó a la puerta con gran delicadeza y Bennie levantó la vista.

– ¿Esperamos a alguien? -preguntó.

– ¿A Mike y a Ike? -sugirió Mary.

– ¡Oh, ya me siento a salvo! -exclamó Judy-. Unos hombres altos y fuertes me protegen.

Mary sonrió.

– No sé si sabes que son gays. Me lo ha dicho Ike.

– ¿De verdad? -preguntó Judy.

– ¡Que me muera si miento!

Judy se echó a reír.

– ¿Qué has dicho? Tú no hablas así.

– A veces, sí.

Bennie abrió la puerta y por ella entró una pareja mayor, bajitos los dos, muy juntos, como para protegerse de alguna tormenta. Sus ropas olían un poco a naftalina y a Bennie sus rasgos le resultaron familiares.

– Lo siento, pero ésta es la sala de los abogados -les dijo.

– Sé leer en inglés -saltó la anciana, aderezando cada palabra con un toque italiano. La miraba fijamente tras unos cristales que ampliaban sus acuosos ojos castaños-. Hemos venido a ver si nuestra hija corre peligro.

– ¡Por favor! -se oyó en forma de lamento en la sala, y Bennie, al volverse, vio que DiNunzio se había levantado de un salto.

Lou se subió el cuello del impermeable azul marino y bajó la cabeza para protegerse contra la llovizna. La acera estaba húmeda; las gotas destacaban en su superficie empedrada. La empapada basura formaba un mazacote junto a la alcantarilla, bloqueándola. Lou no se acordaba del último día en que había visto brillar el sol en aquella maldita ciudad. ¿La última ocasión en que alguien limpió a fondo la parte sur de Filadelfia? Estaba de un humor de perros. Investigaba a alguien de los suyos. A un asesino.

Movió la cabeza, haciendo sonar la calderilla que llevaba en el bolsillo. La noche anterior había dicho a Rosato que haría un seguimiento de la historia de Lenihan, y empezó en cuanto llegó a su casa, con una serie de llamadas telefónicas. Lenihan estaba en el Undécimo, y Lou tenía colegas en aquel distrito. Uno de ellos había muerto de cáncer de próstata, y otro, Carlos, se había trasladado a Temple, Arizona. «Por lo del aire», le había comentado Carlos anoche durante la conferencia. «¡Vaya! Será que no tenemos aire en Filadelfia», respondió Lou.

Lou y Carlos estuvieron un rato de palique, a diez centavos el minuto, y charlando, charlando salió que éste tenía un hijo en el cuerpo, trabajando justamente en el Undécimo. Tal vez el muchacho podría proporcionarle alguna información sobre Lenihan y el tráfico de drogas. Lou pidió a Carlos que le sonsacara y éste accedió a hacerlo. Bajó un poco más la cabeza y observó, contrariado, cómo la lluvia empapaba sus mocasines, formando en ellos una zigzagueante línea alrededor de los dedos de los pies. ¡Qué fastidio! La parte interior del cuello del impermeable se le pegaba a la piel. Intentó sin éxito sacudirse las gotas de encima. De todas formas, no era la lluvia lo que le ponía de tan mal humor.

Más bien era Rosato. La habían atacado casi delante de sus narices. Algo que él no había previsto. ¿Qué le ocurría? Precisamente a él, a un poli. Tal vez fuera cierto que se hacía mayor.

Llegó a la esquina y miró calle abajo, entornando los ojos contra la llovizna. Subía un coche patrulla, probablemente iba camino de la comisaría. El vehículo parecía nuevo, como si la blanca pintura de la carrocería se estuviera mojando por primera vez. Las luces roja, blanca y azul relucían en su techo recordando la bandera.

Cruzó la calle corriendo, intentó salvar de un salto la alcantarilla pero calculó mal. ¡Lo que faltaba! ¿Sería cierto que estaba de capa caída? Recordó la primera vez que subió a un coche patrulla, cuando hacía girar el volante a un lado y otro como un niño. Sin embargo él estaba convencido de que era un hombre hecho y derecho. Responsable. No sólo con respecto a sí mismo, a su esposa y la familia, sino con respecto a todo el mundo. Dispuesto a proteger y a prestar sus servicios. Aquello había significado mucho para él.

La llovizna persistía; Lou apretó el paso. Pasó por delante de unas cuantas casas adosadas y en la esquina se encontró con una pastelería. No había nadie dentro, pero tenía los estantes llenos. Las antiguas vitrinas mostraban toda clase de galletas dispuestas sobre una base de papelitos de celofán rosa. Se veían también bandejas con pastas en forma de estrella con mermelada roja en el centro. Lou siguió adelante, moviendo la cabeza. Pronto habrían desaparecido todas las tiendas de antes. Pensaba que hoy en día la gente lo quería todo nuevo. Adiós, cajitas atadas con una cinta.

Un poco más allá, a la izquierda, vio la comisaría. Desde fuera, a nadie se le ocurriría que aquello era un puesto de policía. El rótulo apenas se veía y el ladrillo ocre estaba bastante deteriorado en comparación con otras dependencias municipales. Unas rejas de acero protegían las ventanas y la bandera ondeaba a media asta. En honor de Lenihan, aunque no iban a despedirle como un héroe. El Departamento querría correr un velo sobre el asunto, lo mismo que el alcalde.

Lou se acercó más al edificio. Los coches patrulla se amontonaban alrededor como las galletas en la pastelería. Nunca había suficiente espacio para aparcar junto a una comisaría; ni suficientes polis, ni suficientes vehículos. Resultaba imposible atrapar a tanto cerdo suelto; había tal abundancia de drogas que lo cubrían todo, baratas, además, como la harina del pastelero. Nadie en el mundo podría detener aquello. Lou lo sabía en el fondo, aunque la certeza no le impedía seguir intentándolo. Era testarudo. Subió los peldaños y entró en la comisaría.

En el mostrador encontró a una joven negra con el pelo recogido bajo la gorra que le sonrió enseñando el aparato de ortodoncia. Le preguntó qué deseaba, como si hubiera entrado en la pastelería, y Lou dijo, también con una sonrisa:

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