Lisa Scottoline - Falsa identidad
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– ¿Qué impresión le dio la acusada mientras corría, agente McShea? Me refiero a su estado emocional.
– Protesto -dijo Bennie, incorporándose a medias, pero el juez Guthrie movió la cabeza con gesto negativo si bien con poca firmeza.
– No se admite la protesta -respondió el juez Guthrie.
Bennie añadió una marca mental a la cuenta de objeciones perdidas. Faltaban dos minutos para las diez, era muy pronto. Cada vez que el juez Guthrie pudiera fallar en contra suya sin levantar sospechas ni irritar al jurado, lo haría. Los jueces de sala tenían carta blanca en cuanto a la normativa sobre las pruebas, y los tribunales de apelación no rechazaban el veredicto de un jurado a menos que los errores en las pruebas tuvieran un peso importante en el resultado del proceso. De lo contrario, se consideraban legalmente «errores inocuos», pese a que Bennie estaba convencida de que no existía un error inocuo cuando estaba en juego una pena de muerte.
McShea se aclaró la voz:
– Parecía presa de pánico, nerviosísima. Mis hijos dirían que tenía «canguelo».
Hilliard se acercó al amplio expositor de polispan donde se veía un croquis en blanco y negro de Trose Street montado sobre un caballete, de cara al jurado.
– En relación con la prueba C-i, ¿quiere hacer el favor de mostrar al jurado el punto en que aquella noche vio por primera vez a la acusada?
Hilliard gesticuló, señalando el expositor con la ayuda de la muleta.
– Por supuesto -dijo McShea, empuñando el puntero con gesto estudiado-. La vimos frente al centro de atención diurna situado en el 3010 de Trose Street. Pasó corriendo por delante del centro, en dirección oeste, y siguió por el edificio 3012 y el 3014, hacia el callejón.
– ¿Podría decir al jurado qué hicieron usted y el agente Res-ton después de ver correr a la acusada por Trose Street, en dirección oeste, agente McShea?
– Subimos con el coche patrulla por Trose Street y cuando estábamos a punto de doblar la esquina vimos a la acusada correr en dirección hacia donde estábamos nosotros. La acusada pasó por delante de los edificios y giró a la izquierda hacia el callejón. Puse marcha atrás y seguí así hasta Winchester Street, que es donde desemboca el callejón. La acusada siguió corriendo por el otro lado del callejón y bajó por Winchester Street. Descendimos con el coche por Winchester Street, bajamos del vehículo y seguimos la persecución a pie.
– Explique al jurado, si le parece bien, a qué se refiere cuando habla de perseguir a la acusada. Puede servirse del expositor si lo desea.
– La acusada corría por Winchester hacia abajo en dirección este. Yo emprendí la carrera manzana abajo tras ella y lo mismo hizo mi compañero. Él me tomó la delantera en este punto. -McShea señaló un punto en mitad del plano de Winchester Street-. Y la alcanzó antes que yo. Tuvo que recurrir a la fuerza para dominarla. Oponía resistencia a la detención.
– ¿Alguno de ustedes se identificó como agente de policía durante la persecución de la acusada?
– En efecto, es el procedimiento habitual.
– ¿Cómo hizo para identificarse como agente de policía?
– Grité: «¡Alto, policía!». Conozco mi profesión.
Hilliard sonrió.
– ¿Se detuvo la acusada?
– No, corrió más deprisa. Mi compañero la dominó inmovilizándola en el suelo. Ella se resistía con todas sus fuerzas mientras él intentaba sujetarla. Llegué al lugar donde se encontraban y le di la orden de tumbarse en el suelo para poderla esposar.
– Cuando dice que la acusada se «resistía con todas sus fuerzas», ¿a qué se refiere exactamente, agente McShea?
– Que estaba dando patadas, mordiscos y puñetazos. Se estaba resistiendo en el suelo pegando con las piernas levantadas hacia la ingle de mi compañero. Yo iba gritando: «¡Túmbese, túmbese!», pero no me escuchaba. Antes de conseguir esposarla, intentó levantarse y echar a correr de nuevo.
– ¿Le dijo algo la acusada mientras le ponía las esposas? -preguntó Hilliard, y Bennie aguzó el oído.
– ¡Protesto! -dijo ella, levantándose rápidamente-. La pregunta provoca un testimonio de oídas, señoría.
– No es testimonio de oídas, se formula para asegurar los hechos, y además ya se ha admitido -respondió Hilliard.
Bennie era consciente de que no podía discutir aquello ante el jurado. ¿Lo había reconocido Connolly? ¿De dónde habían sacado aquello los polis? No había habido declaración sobre aquella admisión de Connolly en la vista preliminar.
– ¿Podemos acercarnos, señoría? -preguntó Bennie, y el juez Guthrie hizo un gesto para que avanzaran. Ella se aproximó al tribunal y esperó a que llegara Hilliard-. Es testimonio de oídas, señoría.
– Está reconocido y se acepta, señorita Rosato. Usted conoce las normas.
– No hubo declaración sobre ningún reconocimiento en la vista preliminar. Fuera como fuera tal reconocimiento, tenía que haberse proporcionado a la defensa y no se hizo.
– El Estado -saltó Hilliard- no tiene obligación de proporcionar todas y cada una de las declaraciones a la defensa, señoría, y la señorita Rosato tiene libre acceso a su dienta. Podía habérselo preguntado a ella.
Bennie se agarró al biselado borde del estrado.
– Pero… señoría…
– He resuelto ya -le interrumpió el juez Guthrie, moviendo la cabeza-. Se acepta la declaración.
– Gracias, señoría -dijo Hilliard, y volvió a la mesa.
Bennie hizo lo propio, sin que su expresión reflejara el desasosiego que sentía al sentarse al lado de Connolly. Un reconocimiento de aquel tipo podía resultar fatal para la defensa.
Hilliard se dirigió al testigo:
– ¿Qué le dijo la acusada cuando la detuvo, agente McShea?
El agente habló con claridad por el micrófono:
– Mientras la estaba esposando, afirmó haberlo hecho y nos ofreció dinero para que la soltáramos. Nos habló de treinta mil dólares para cada uno, y al ver que no los aceptábamos subió la cifra a cien.
Se hizo el silencio en la sala, como si el juicio de pronto se hubiera asfixiado en una bolsa de aire contaminado. Una persona mayor de la primera fila del jurado se arrellanó en el asiento y una joven a su lado parpadeó. La bibliotecaria negra frunció el ceño mirando a Connolly, quien estaba escribiendo una nota a Bennie en su bloc. La nota decía: «Les supliqué que no me mataran». Bennie pasó por alto el comentario.
– Así pues, agente McShea -siguió Hilliard-, ¿declara usted que la acusada confesó e intentó sobornarlo para que no la detuvieran?
– En efecto.
– ¿Y usted rehusó?
– Por supuesto. En cuanto comprendió que no aceptábamos, pidió un abogado.
Hilliard hizo una pausa para que todo el mundo asumiera la cuestión.
– Vamos a remontarnos un momento, agente McShea, a lo sucedido aquella noche. Cuando vio correr a la acusada por Trose Street, ¿se fijó en si llevaba algo en la mano?
– Sí, llevaba una bolsa blanca. De plástico, como las que entregan en el Acmé. O tal vez tendría que decir las que le dan a mi esposa en el Acmé. No puedo atribuirme una tarea que realiza ella…
McShea sonrió, y lo mismo hicieron las mujeres de la primera fila del jurado. Connolly se acercó un poco a Bennie pero no le dijo nada.
– Pasemos ahora rápidamente al momento en que usted y el agente Reston procedían a su detención. ¿Seguía con la bolsa de plástico blanca?
– No. La acusada no tenía nada en las manos cuando la esposé.
– De forma que la bolsa de plástico blanca había desaparecido cuando la acusada salió del callejón, ¿es correcto?
– Protesto -dijo Bennie-. El fiscal del distrito está testificando, señoría.
– No se admite la protesta -gritó el juez Guthrie y se dirigió al testigo-: ¿Quiere responder a la pregunta, agente McShea?
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