Lisa Scottoline - Falsa identidad
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Le parecía haber perdido la visión de un lado, haberse quedado de repente sin equilibrio. La acusada se había convertido en la abogada; las gemelas habían intercambiado su papel. Era como si Connolly intentara robarle su posición, su fama, su auténtico yo. Bennie había creado un monstruo, y era suyo. Tenía el mismo aspecto que ella. Andaba como ella. El monstruo se sentó a su lado en la mesa de la defensa, de cara a la parte frontal de la sala, y esperó que se iniciara el juicio como un avezado pleiteador.
Bennie echó una rápida mirada a su alrededor. En la mesa de la acusación, Hilliard estaba leyendo unos papeles, sin duda intentando simular no haberse fijado en la similitud, a pesar de que en la sala todo el mundo tenía ojos. El alguacil dio un ligero codazo a la relatora de la sala, que mostraba una expresión de asombro. Judy y Mary, sentadas detrás de la mesa de la defensa, intercambiaban miradas. El juez Guthrie miró por encima de las gafas a Connolly y a Bennie y luego frunció profundamente el ceño de cara a la tribuna.
«¡Pam, pam, pam!»-Damas y caballeros, orden en la sala -dijo el juez acercándose al negro pie de un micrófono, que transmitía el aviso a través de los disimulados altavoces hacia la tribuna-. La sala debe mantenerse en orden durante la sesión. Tal vez no les oigamos a través del cristal, pero han de regir las mismas normas del decoro. Quien no las acate será expulsado. -«¡Pam!», sonó el mazo-. Señor alguacil, haga el favor de acompañar al jurado hasta la sala, para que podamos empezar.
Bennie hizo un esfuerzo por relajarse, preparándose para la única opinión que le importaba: la del jurado. Las doce personas que tendrían en sus manos la miserable vida de Connolly. Cruzó de nuevo las piernas y enseguida se fijó que Connolly hacía el mismo gesto. Bennie iba a decir algo, pero los miembros del jurado empezaron a entrar por la puerta. Les miró con la máxima frialdad, esperando su reacción. Son personas que se muestran acobardadas cuando entran en una sala por primera vez y aquel grupo no era una excepción. Se dirigieron a su estrado, cabizbajos, y se instalaron en sus asientos con la timidez de quien llega tarde al teatro.
Bennie se apoyó en el respaldo. Sabía que las personas del jurado echarían alguna mirada a la mesa de la defensa y se encontrarían con el impacto visual de ella junto a Connolly, como dos sujeta libros. Habría deseado levantar un cartel que dijera, «Esto es cosa suya», pero enseguida se dio cuenta de que ni aquello sería verdad. Ella lo había preparado. Había montado la defensa sobre la base de las mellizas y así la había puesto en marcha. Estaba encerrada en una cárcel que ella misma había fabricado. Y fuera, con la llave, estaba el asesino.
A Bennie casi le entraban ganas de disculparse con cada miembro del jurado. Era un jurado inteligente, con un nivel cultural más elevado que el de la media. Ella y Hilliard lo habían reunido en un tiempo récord teniendo en cuenta que se enfrentaban a un caso de asesinato, puesto que el juez Guthrie había presidido un examen preliminar y permitido sólo las preguntas más rutinarias. Aquél no era el método que ella prefería para la selección de un jurado, pero había confiado en su instinto, en sus tendencias y en su juicio para decidir un equipo justo y correcto.
«¡Pam!»-Se presenta el caso del Estado contra Connolly, número 82634 -dijo el juez Guthrie-. Buenos días, damas y caballeros del jurado. Nos conocimos durante el examen preliminar y ha llegado el momento de trabajar concienzudamente. ¿Tiene preparada la exposición inicial, señor Hilliard? -Con su elegante tono, pareció más una pregunta que una orden; Hilliard cogió las muletas, se las colocó con gesto experto bajo los codos y se levantó del asiento.
– Así es, señoría.
El fiscal del distrito hizo una breve inclinación de cabeza. Vestía un traje oscuro, de raya diplomática, que se ajustaba perfectamente a su cuerpo robusto y musculoso. Los miembros del jurado observaron sus movimientos mientras se dirigía al estrado, soltando algún leve bufido ante los esfuerzos que daban por sentado que tenía que llevar a cabo el fiscal. Bennie siguió sus miradas de sorpresa ante aquel corpulento y vigoroso cuerpo que no era capaz de dar ni un solo paso por su cuenta. Era gente bienintencionada, y sus rostros reflejaban la comprensión ante aquella imagen. Era un secreto a voces el hecho de que la discapacidad de Hilliard le confería un punto de credibilidad, si bien quedaba claro que ésa no era su intención. Su discapacidad no contaba para él.
– Damas y caballeros del jurado -empezó-, me llamo Dorsey Hilliard y represento al pueblo del estado de Pennsylvania contra Alice Connolly. Se juzga a la acusada por un delito de asesinato, la muerte de su amante, el inspector Anthony Della Porta. No soy partidario de extenderme en los argumentos. Prefiero que mis testigos hablen por mí. Así pues, seré breve.
Hilliard levantó la voz, haciendo resonar los bajos con una cadencia firme y eficiente.
– El Estado demostrará que durante la noche del asesinato los amantes se pelearon, como hacían cada vez con más frecuencia. Tras la pelea, la acusada disparó contra el inspector Anthony Della Porta a quemarropa en la cabeza con un arma de fuego. El Estado demostrará que la acusada actuó intencionadamente y de forma premeditada contra el inspector Della Porta, uno de los agentes del Departamento de Policía de Filadelfia más respetados y condecorados.
Bennie cambió de posición en su asiento pensando en el dinero que había encontrado bajo las tablas del suelo. ¿Cómo demonios podía introducirlo?
– Las pruebas demostrarán que los vecinos oyeron el mortal disparo y vieron huir a la acusada del lugar del crimen. La policía llegó a dicho lugar y también la vio huir, con una bolsa de plástico en la mano. La vieron correr hacia un callejón para escapar de ellos. Sólo pudieron detenerla tras una persecución y finalmente inmovilizándola en el suelo. Incluso entonces, la acusada luchó por huir, y lo que les dijo durante la detención no sólo va a sorprenderles sino que les demostrará sin lugar a dudas que ella es culpable de este crimen.
En la mesa de la defensa, Bennie intentaba no mostrarse afectada. Imaginaba lo que iban a inventar los polis. Junto a ella, Connolly no paraba quieta, si bien Bennie no habría sabido decir si la inquietud era una pose o fruto de los nervios.
Tras una pausa, Hilliard continuó.
– En cuanto la acusada estuvo bajo custodia, la policía llevó a cabo un registro completo en Trose Street, y también en el callejón en el que se había metido la acusada. Les presentarán pruebas de que en dicho callejón había un contenedor, en el cual los funcionarios de policía encontraron la bolsa de plástico que contenía ropa de la acusada. Los expertos les explicarán que dicha ropa estaba empapada de sangre aún caliente, la del inspector Della Porta. – Hilliard hizo otra pausa, como pidiendo un minuto de silencio-. Con la ayuda de los últimos testigos oculares del Estado, todos ustedes tendrán la absoluta certeza de que la acusada mató a Anthony Della Porta y es culpable de asesinato. He de agradecerles su atención, su servicio al Estado y a nuestro país.
Hilliard cogió de nuevo las muletas y volvió a su asiento.
– Señorita Rosato -dijo el juez Guthrie-, estamos listos para escuchar su alegato.
Movió algún papel en el estrado sin levantar la vista. El negro telón de fondo de mármol situado tras el estrado brillaba opacamente y el disco dorado de piel sintética del Estado relucía como un sol falto de lustre.
Bennie se levantó con una expresión de seguridad simulada. Se dirigió hacia el jurado, evitando el estrado. Siempre hacía sus alegatos de pie frente al jurado, hablándoles cara a cara. En general sabía exactamente lo que iba a decir.
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