Lisa Scottoline - Falsa identidad

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Sólido thriller judicial, sobre una mujer acusada del asesinato de su marido. Penetrante análisis de la corrupción, trama impredecible; una lectura tensa, irónica, por una autora que ya es más que un valor ascendente. La aparición de una supuesta hermana gemela de la acusada da un giro inesperado.

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Intentó remontarse a la época anterior a la enfermedad de su madre, que se había ido apoderando poco a poco de ella, esclavizándola por completo al fin. Bennie sabía que su madre la había querido durante todo el tiempo que no había sido capaz de expresárselo con palabras, pese a que apenas recordaba sus cuidados de niña. Imaginó que había llevado a cabo las tareas normales de una madre, pues tenía pruebas de ello. Bennie había recibido premios en la enseñanza primaria, minúsculas insignias parecidas a un adorno de corbata que permanecían abandonadas en su joyero, por sus buenas notas y caligrafía. Aquella misma mañana, al vestirse para asistir al funeral, había tropezado con una de esas insignias, que desencadenó un único recuerdo: su madre enseñándole a escribir en cursiva en la mesa de la cocina: una fugaz imagen de los redondeados círculos y las alargadas curvas del método Palmer en el que se seguía una línea de puntos.

«Así, Benedetta -le decía su madre-. Riza el rizo, como un avión.»Sentada en el banco, Bennie se dio cuenta de que estaba deduciendo la práctica de su madre a partir de las pruebas, casi como los objetos que se exhiben en un juicio. En sus fotos escolares, Bennie siempre llevaba trenzas, peinado que le encantaba, con unos pasadores a juego en los extremos. Pero pensaba que a los seis años ella no podía hacerse las trenzas por sí misma. Alguien tenía que habérselas hecho todas las mañanas. Alguien le ponía también aquellos ridículos pasadores. Tenía que ser su madre, pues en su casa no había nadie más. Su madre se había ocupado de aquellas cosas sencillas, y sin duda de muchas más, incluso cuando luchaba contra la oscuridad que se cernía sobre ella. Había sido una madre. La madre de Bennie.

De repente aparecieron como caídos del cielo los portadores del féretro e hicieron una genuflexión al unísono, los seis, tres a cada lado del ataúd. Luego se levantaron y, con un elegante aunque discreto ademán, apartaron la tela y quedó al descubierto un nombre grabado en una placa de latón: CARMELLA ROSATO. Bennie se secó los ojos e hizo un esfuerzo por no pensar más que en cuando había escogido la placa y en la alegría que le produjo que el responsable de la funeraria pudiera conseguirle la que ella quería en letras modernas. Los portadores del féretro trasladaron el ataúd por el pasillo de mármol por detrás del sacerdote y las niñas que ayudaban en la misa. Grady la cogió del brazo y avanzaron junto a Hattie tras el ataúd, entre el humo que seguía en la atmósfera como vetas de cieno en la tierra, quemándole a Bennie los ojos y el corazón.

Cuando acabó la ceremonia, Bennie se sentó en la parte de atrás de la limusina gris, entre Grady, con semblante apagado, y Hattie, desecha en lágrimas, y justamente entonces notó que su cerebro recuperaba por un momento el funcionamiento normal. Se acordó de su padre y se preguntó si estaría en el cementerio, pero aquel pensamiento se desvaneció entre el frío silbido del aire acondicionado de la limusina.

– Hace frío aquí -dijo, encontrando la forma de comentar y pensar en algo hasta que llegaron al cementerio.

Grady le cogía la mano mientras miraba por la amplia ventanilla el paisaje que se iba desplegando ante las lentes convexas de sus gafas con montura metálica.

Siguieron el trayecto sin intercambiar ni una palabra, pasaron la verja de hierro, y allí Bennie echó la primera ojeada al exterior con cierto interés. Hattie se limitó a refunfuñar. En contra de la opinión de ésta, Bennie había optado por un cementerio de las afueras en lugar del de la parroquia. Imposible resistirse a la gran extensión de césped bañada por el sol, al estanque con gansos del Canadá, que volaban a su antojo, graznando en el despejado cielo al paso de la limusina. Ningún ángel de piedra, ningún crucifijo de granito o mausoleo empañaba la panorámica de la naturaleza; las tumbas encajaban en el paisaje con muy buen gusto, confundiéndose con el terreno. Bennie pensó que su madre no había visto en su vida aquella extensión, y mucho menos un ganso del Canadá, pero algo en su interior le decía que ella merecía estar allí, entre el esplendor de la naturaleza. Tenía derecho a ello, cuando menos en la muerte.

Al llegar la limusina ya encontraron preparada la sepultura: unos montículos de tierra abonada, veteada de arcilla, rodeaban la bóveda de cemento. Se había dispuesto todo bajo un dosel de un amarillo muy poco apropiado, y Bennie pensó en quitarlo ella misma. Uno de los responsables de la funeraria le hizo un gesto que parecía más apropiado para una pista de aeropuerto que para un cementerio, y otro se acercó a ella para entregarle una rosa roja. Miró la flor que tenía en la mano y supo que salía del frigorífico de una floristería. Le vino a la memoria el cosmos recién cortado de su padre y echó una ojeada al entorno con aire reflexivo. Aquel cementerio era verde y tranquilo. Una cálida brisa venía de los árboles que se veían a lo lejos. No vio a Winslow en ninguna parte, pues no había tumbas tras las que esconderse. Finalmente no había acudido.

Había pensado que le afectaría, pero no. Había pensado que deseaba verlo, pero no. Le parecía bien que no estuviera allí y que tampoco estuviera Connolly. Después de lo de la noche anterior, la presencia de Connolly habría profanado aquel lugar. En definitiva, todo había ido como era de esperar, como se había desarrollado desde el principio y todo el tiempo, sólo ella y su madre, las dos, solas, juntas.

Bennie se colocó al lado del brillante ataúd, intentando mantenerse erguida mientras el sacerdote seguía su cantinela, y cuando acabó y llegó el momento de colocar la rosa roja sobre la placa de latón, se dio cuenta de que sólo había una persona en el mundo a la que ella necesitaba realmente. Y curiosamente se trataba de alguien que no le había podido ofrecer más que sus propias demandas, lo que, en cierta forma, le había bastado.

CARMELLA ROSATO.

Quien descansaba, por fin, en paz.

20

– ¡Imbécil! ¡Valiente inútil! -Star empujaba a aquel chalado contra la pared del callejón. Todo estaba a oscuras, pero Star veía cómo rebotaba la cabeza de aquel memo en los ladrillos-. ¡Cabrón de mierda! -siguió gritándole.

– ¡No! ¡No me mates! ¡Por favor! -Las manos del chalado cubrían las heridas de su cabeza mientras se doblaba como un muñeco de papel y caía como un saco sobre un montón de madera podrida y los mugrientos restos de un muro de mampostería. La esquina del callejón estaba cubierta de basura que rebosaba de unos sacos contenedores-. ¡Star, por favor, no! ¡Está arreglado, arreglado!

– ¡Tú lo has jodido todo, gilipollas! -Star se acercó al hombre, le agarró por el pelo y le golpeó de nuevo la cabeza contra la pared. El hombre soltó un chillido de desesperación-. ¿Crees que tendrás una segunda oportunidad?

– Te he dicho que está arreglado -murmuró el chalado, casi sin voz a causa del dolor-. Eso está hecho. T-Boy y yo, todo arreglado.

– ¿T-Boy? ¿T-Boy? -Star asió con más fuerza el pelo del muchacho y tiró de él-. T-Boy fue el que dijo que se ocupaba del asunto. Que nada iba a fallar, ¿recuerdas? Pues bien, algo ha fallado, ¡y de qué manera! ¡Sé leer un periódico! ¿Pensabas que no lo sabría? ¡La pelea es la semana que viene!

– Espera. No. Por favor. Escúchame. -Aquel desgraciado clavaba las uñas en las manos de Star mientras él casi le arrancaba el pelo-. No, te lo ruego. ¡Mi coco, me lo destrozas! ¡Por favor!

– Todo se ha jodido, ¿verdad? Connolly ha podido con tu putón. -Star seguía tirándole del pelo. El chalado se retorcía como una anguila y Star retorcía con todas sus fuerzas-. Connolly está viva y tu putón ya no respira.

– Lo arreglaremos, ya verás. La pillaremos después del juicio, dentro o fuera.

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