Lisa Scottoline - Falsa identidad
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Estaba a sus anchas. El pasillo estaba en calma, no se oía ni una mosca, envuelto en la penumbra. Una hilera de bombillas de bajo voltaje iluminaba su camino por el corredor. Avanzó deprisa siguiendo la pared, rozándola con el dedo, con el corazón desbocado. No sentía miedo sino emoción. El cuarto de descanso de los guardianes estaba al final del pasillo a la derecha, pero ella sabía que nadie iba a salir de él. Dexter había hecho un trato con ella. Siguió dando la vuelta a la esquina y enfiló el pasillo que llevaba a la sala de informática. Llegó a la puerta y metió el dedo en el interior de su zapatilla para sacar la llave. La colocó en la cerradura y entró en la sala, respirando profundamente.
La sala de informática estaba desierta y a oscuras, pero allí Alice se sentía como pez en el agua. Las pantallas alineadas contra la pared, las fundas, puestas de cualquier manera, y los asientos, formando una fila ante aquéllas. Habría montado allí la cita con Valencia de no ser por la cámara de seguridad situada tras el espejo curvo. No podía dominarlo todo. Pese a que tal vez estuviera demasiado oscuro para captar cualquier imagen, Alice no estaba dispuesta a correr ningún riesgo.
Pasó rápidamente al laboratorio contiguo, por el que accedió al almacén y lo abrió con la misma llave. El local estaba lleno de polvorientas cajas de cartón, en las que se guardaban 286 aparatos viejos, desechos, que habían ido a parar allí a la espera de una rehabilitación que no llegaba nunca, como la de las internas. Asomaban entre ellas unas cajas con protección, con sus estúpidos dibujos en blanco y negro a modo de manchas de piel de vaca. Contenían nuevos ordenadores, donación que había hecho alguna zorra para tranquilizarse la conciencia, que Alice había ido despistando de los inventarios hasta hacerlos desaparecer. Sabía que un par de guardianes los querían para sus hijos y pensaba hacer algún trueque después de lo de Rosato.
Alice se agachó detrás de las cajas. Según su plan, el guardián dejaría entrar a Valencia por la otra puerta, la que daba al pasillo y no la que había utilizado ella. Probablemente Valencia estaría inquieta, preguntándose por qué un encuentro para hablar sobre su caso en plena noche, pero acudiría de todas formas, como el animal al matadero. Los débiles necesitaban una excusa. Se conformaban a su propia muerte.
De repente la manecilla de la puerta del otro lado del almacén se movió. Alice se retiró un poco, fuera de la vista, pegándose a las cajas al oír el ruido. En un segundo, Valencia pasaría por la puerta y Alice sabía exactamente la misión que debía llevar a cabo. Primero tranquilizarla y luego matarla. Espió por detrás de la caja.
Pero resultó que la silueta que se materializó en el umbral de la puerta no era la de Valencia. Vio un perfil de hombros considerable, unas manos enormes. Era Leonia. Alice se recuperó de la sorpresa con un segundo de retraso.
Leonia se precipitó hacia ella como un toro de Brahma. La pesada mano describió un arco hacia arriba y un cuchillo casero brilló a la luz del pasillo. Alice agarró la muñeca de Leonia en mitad del movimiento, apretándola con fuerza. Las dos mujeres rodaron por la estancia, pegando contra las cajas de cartón al luchar por el mango. Los brazos de Alice se contraían espasmódicamente con el esfuerzo. Pero aquello no bastaba. Leonia la arrojó hacia atrás.
Alice cayó contra las cajas y fue resbalando. En una fracción de segundo tuvo otra vez a Leonia ante ella. El mango estaba encima del pecho de Alice. Su corazón se había disparado. La adrenalina corría a raudales por su flujo sanguíneo. Hizo un esfuerzo para pensar, para actuar.
– ¡No! -gritó, y pegó un brutal rodillazo contra el hueso púbico de Leonia.
– ¡Ay! -chilló Leonia, sin poder soportar el dolor y soltándola.
Alice rodó hacia un lado, se sacó el destornillador de la cintura y giró de repente.
– ¡Zorra! -exclamó Leonia, levantándose, pero Alice la agarró por el pelo, tiró de la nuca hacia atrás y le hundió el afilado destornillador en la garganta.
Los ojos de Leonia brillaron en la conmoción. Su boca se abrió pero ningún sonido salió de sus labios. La sangre empezó a manar alrededor del destornillador. Leonia, aún viva, batallaba por incorporarse.
– ¡Mierda! -exclamó Alice.
Matar a alguien resultaba más difícil de lo que creía la mayoría, sobre todo a una muía como Leonia. Alice hundió un poco más el destornillador, apretándolo contra el suave tejido junto a la yugular. No podía sacarlo, pues quedaría cubierta de sangre. Y aquello no sabría cómo explicarlo en la lavandería de la cárcel. De pronto se abrió la puerta y Alice se volvió.
Valencia se quedó mirando la escena horrorizada y Alice enseguida supo qué tenía que hacer.
– ¡Ayúdame, joder! -murmuró, y Valencia avanzó hacia ella, ya gimoteando.
– ¡Dios! -dijo, aunque fue más un sollozo que una palabra.
– ¡Cógele el cuchillo! -le ordenó Alice.
Valencia se inclinó, lo cogió y se lo pasó.
– Gracias -dijo Alice, asiéndolo-. Ahora sujétame el destornillador.
– ¿Que te sujete qué? -preguntó Valencia, aterrorizada.
– ¡El destornillador! ¡Vamos!
Alice agarró la mano de Valencia y la colocó sobre el destornillador. Valencia volvió la cabeza, como un crío en el dentista, y el gesto resultó perfecto para Alice, quien alzó el cuchillo y lo hundió profundamente en su pecho.
Valencia soltó un chillido de bebé y cayó como un saco, de rodillas en el suelo. Había sido un golpe contundente. Alice se quedó un momento entre las dos, jadeando, esperando que sangraran lo suficiente. Todo había salido bien. Dos pájaros de un tiro. Parecería una pelea carcelaria en la que las reclusas se matan entre sí. Incluso pensó en el detalle de colocar el cuchillo en la mano de Leonia para asegurar la jugada. Tenía las pistas cubiertas. Las huellas coincidían. Los guardianes se mantendrían en silencio si no querían acusarse ellos mismos.
Esperó hasta comprobar que estaban muertas, salió del almacén y se metió de nuevo en su celda con ayuda de Dexter. Se desnudó en la oscuridad con el ruido de fondo de los ronquidos de su compañera de celda y se metió en silencio en la combada cama. Más tarde arreglaría cuentas con Shetrell; le haría una visita. Era demasiado arriesgado hacerlo entonces, además del cansancio que sentía. Hacía como que dormía cuando se dispararon las sirenas que indicaban que habían encontrado los cadáveres.
17
Surf estaba escondido junto a la puerta de la casa de Della Porta cuando Rosato salió como alma que lleva el diablo, con el perro pegando saltos en dirección hacia el Ford. ¡Maldición! Ella no había apagado la luz de arriba y por tanto Surf no se había percatado de que bajaba. Había perdido la oportunidad de atraparla en el vestíbulo. Rosato iba tan disparada que ni siquiera pudo correr tras ella. No se lo pondría fácil, pues seguro que empezaría a chillar.
Surf se apartó del árbol cuando el Ford salió a toda velocidad. Se fue hacia el TransAm y puso rápidamente el motor en marcha. De pronto se detuvo. «Un momento», pensó. ¿Qué ocurría? La mujer no parecía ir a la carrera cuando llegó a casa de Della Porta y en cambio había salido a toda prisa. ¿Por qué?
Aún con el motor en marcha, echó un vistazo al piso de Della Porta. Rosato había dejado la luz encendida. ¿Qué habría estado haciendo ahí arriba? ¿Por qué se había marchado de aquella forma?
Surf puso la marcha y se alejó de allí.
18
Bennie aparcó y quedó desconcertada ante el panorama que tenía delante. En plena noche y la cárcel bullía de actividad. Se veía luz por las rendijas de las ventanas y sonaban las sirenas de las torres de vigilancia. Vehículos de todo tipo bloqueaban la entrada: coches negros del Departamento de Prisiones, coches patrulla de la policía, furgonetas de los medios de comunicación con largos postes para la transmisión por ondas y tres camiones de bomberos. ¿Qué había ocurrido? ¿Una fuga? ¿Un incendio? Bennie se metió en el aparcamiento mientras Bear, alterado, iba de un lado para otro en el asiento de atrás.
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