Lisa Scottoline - Falsa identidad
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Bennie tenía un revoltijo de sentimientos, un desconcierto en las ideas. Se arrellanó en la butaca notando el brazo de Grady en su hombro. Se sentía muy distante de él, de todo el mundo, vivía un aislamiento voluntario. No había invitado a nadie del despacho al velatorio, ni siquiera a su mejor amigo, Sam Freminet. No quería que nadie la viera de aquella forma ni la conociera así.
– Ha llegado el padre Teobaldo -dijo el director de la funeraria, que apareció como salido de la nada.
Tras él llegó un menudo sacerdote católico, de frente sudorosa, larga nariz y un rostro excesivamente adusto para lo joven que era.
– La acompaño en el sentimiento, señorita Rosato -dijo, tendiéndole su enjuta mano. Se situó en el asiento contiguo al de Hattie, quien se presentó a él, dándole la mano-. Encantado de conocerla -dijo él, y a Bennie le pareció que hablaba con toda sinceridad.
– Ha sido muy amable al encontrar un hueco en sus ocupaciones -dijo Hattie con un deje algo ronco en la voz. La mujer se había criado en Georgia y, al igual que Grady, tenía un acento que salía a la luz cuando estaba agotada o conmocionada. Aquella tarde se le habían acumulado las dos cosas-. Ya sé que no conocía usted a la señora Rosato. Era una mujer muy buena. No podía salir para ir a la iglesia.
– Tranquila. No he venido aquí para juzgarla. Nuestro Señor tampoco la juzgará. La acogerá en su seno.
– Estoy convencida de ello, padre -dijo Hattie en tono grandilocuente-. Jesucristo nos ama a todos.
Bennie apartó la mirada. Nunca se había refugiado en la religión y no iba a empezar con la idea de que su madre sería bien acogida por nadie, ni siquiera por Dios. Su mirada se centró en la parte frontal de la sala y se dio cuenta de que ni por un momento había observado el ataúd en el que yacía su madre. Ya le había resultado suficientemente duro verla en el hospital. Hizo un esfuerzo para mirar hacia allí y asimilarlo. Un acto de voluntad, casi contra su voluntad.
Le resultaba más fácil contemplar primero lo que se encontraba alrededor del ataúd que centrar la vista en el propio baúl. Unos apliques de hierro forjado blanco flanqueaban el baúl, proyectando una luz insignificante. Al fondo, unos centros de flores dispuestos con bastante mal gusto: crisantemos jaspeados en rosa y margaritas pintadas de colores formando corazones, estandartes y, algo inverosímil, una herradura. Bennie había pedido unas docenas de rosas blancas con tallo largo, pero al parecer la elegancia y la simplicidad eran algo insólito en un funeral del sur de Filadelfia. Unas cintas de satén blanco colgaban de los floridos corazones; en una de ellas se leía: «A mi querida madre», en imitación de puño y letra, en purpurina, y en la otra: «Mamá», en tono escarlata. Bennie decidió no hacerles caso. Las flores tenían la misma importancia que los trofeos de bolos. Su madre ya no estaba.
En un último esfuerzo, centró la vista en el ataúd y lo que vio le encogió el corazón. Habían montado en el interior del tapizado de satén del baúl una luz rosada que proyectaba un cálido resplandor sobre el rostro de su madre. Le habían aplicado un maquillaje algo oscuro y pintado los labios de un rosa que encajaba con la iluminación. Lo que más inquietó a Bennie fue la forma antinatural de cerrar los labios a su madre, y se inquietó pensando cómo lo habrían conseguido. Tragó saliva y tuvo que luchar por contener las lágrimas. Su mirada pasó luego a uno de los lados del baúl. Una de las rígidas manos sostenía unas gafas de montura metálica. Bennie no comprendía de dónde habría sacado la funeraria aquellas gafas; había olvidado incluso que antes su madre llevaba gafas. ¡Había pasado tanto tiempo enferma sin poder leer!
– Dispense -dijo el director de la funeraria, volviéndose hacia Bennie. El pelo del hombre ya le resultaba más familiar, aunque notó que llevaba perfume Barbasol de lima limón-. ¿Podemos empezar o esperamos al resto del duelo? -preguntó.
– Empiece, por favor -repuso Bennie algo irritada. Se lo había explicado dos veces. «Sólo los tres», le había dicho, pero el otro había dispuesto diez filas de sillas plegables, como si la ausencia de público fuera algo ignominioso. Y probablemente lo era, habida cuenta de la tradición de pagar a las plañideras.
– Pero había otra persona del duelo. ¿Dónde se ha metido?
– ¿Otra persona?
– Un caballero -dijo, levantando la mano, y Bennie se volvió.
No vio más que los trofeos, con sus ángeles de oro falso que aguantaban los bolos como si fueran sagradas formas.
– ¿Quién era?
– No lo sé. No se lo he preguntado. Ha estado aquí hace rato, antes de que llegara usted. Antes de que apareciera la prensa.
– ¿Qué aspecto tenía?
– Era un caballero mayor y creo que llevaba una americana de paño.
Bennie no daba crédito a lo que oía. Era la descripción de Winslow que le había hecho Connolly.
– ¿Qué quería? ¿Ha dicho algo?
– He comprendido que venía a presentarle sus respetos. Le he insinuado que se celebraría el servicio dentro de unas horas, pero me ha dicho que ya lo sabía. Ha dejado flores.
– ¿Qué flores? -preguntó Bennie con un nudo en la garganta, y el director de la funeraria le señaló unos claveles blancos rociados con atomizador.
– Los he dejado aparte de los centros. Son… diferentes.
– Quiero verlos -dijo Bennie levantándose.
Se acercó a la decoración floral y se arrodilló. Detrás de la rígida amalgama de crisantemos vio un jarrón de cristal con un ramo de cosmos de color rosa, margaritas blancas, rosas de color rosa y caléndulas. Rodeaban el ramo unas bocas de dragón y dedaleras de un morado aterciopelado. Bennie reconoció las flores. Procedían del jardín de Winslow. Se inclinó para tocarlas.
– ¿Bennie? -dijo Grady, quien se le había acercado.
Ella seguía aspirando el perfume. Su padre había estado allí. A llevarle flores a su madre. Se había preocupado por ella. Era una persona real.
– ¿Bennie? -repitió Grady.
Bennie ya se incorporaba, sin pensar nada. Tenía el corazón desbocado. Tal vez el hombre seguía allí. Quizá no se había marchado. Se fue deprisa hacia el pasillo, y al final de la sala, hasta la puerta. No sabía por qué, pues probablemente se había marchado hacía mucho tiempo, pero le buscaba.
Había oscurecido y los periodistas seguían ocupando la acera. Uno de ellos la vio e hizo un gesto a su compañero fotógrafo. Los flashes la cegaron; primero un par y luego una docena. Le cauterizaban el cerebro como si fueran lásers y aun así ella seguía buscando, a pesar de que apenas veía nada. Tal vez se encontraba entre la multitud. Bennie siguió allí, con las manos contra el cristal, en la oscuridad, y no se movió hasta que Grady fue a buscarla.
Después de la ceremonia, Bennie se detuvo en su despacho para recoger sus papeles y luego volvió a casa andando para despejar la cabeza mientras Grady acompañaba a Hattie a su casa. Tenía una defensa que preparar y casi deseaba empezar ya a trabajar. Mejor tener la mente ocupada y dejar a un lado tantas emociones.
Ya en casa, se puso unos vaqueros y una blusa y, descalza, se fue al estudio para ponerse manos a la obra con sus accesorios habituales: un café recién hecho y una arrugada bolsa de M &M. A pesar de tener a mano todo lo que la tranquilizaba, tuvo poca suerte en la primera tarea, la redacción del planteamiento preliminar. Tenía jaqueca. Le dolían las entrañas. Pese a todo, siguió sentada ante el ordenador, dispuesta a redondear la primera frase: «Damas y caballeros del jurado, ante ustedes…».
Cada tecla resonaba en la estancia vacía. Reinaba el silencio en la noche, interrumpido de vez en cuando por alguna sirena policial. Bennie iba tomando el café a sorbos y curiosamente no le sabía a nada. «Damas y caballeros del jurado, ante ustedes…»No.
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