Lisa Scottoline - Falsa identidad

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Sólido thriller judicial, sobre una mujer acusada del asesinato de su marido. Penetrante análisis de la corrupción, trama impredecible; una lectura tensa, irónica, por una autora que ya es más que un valor ascendente. La aparición de una supuesta hermana gemela de la acusada da un giro inesperado.

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Lo mismo que Rosato.

15

«Damas y caballeros del jurado, ante…»

No.

«Buenos días. Sentada ante ustedes, damas y caballeros del jurado…»

¡Maldita sea! Seguía sin funcionar. La atención de Bennie aún divagaba, incluso en el piso de Connolly. Estaba agotada, no tenía fuerzas. Bostezó, se apoyó en el respaldo de la silla de Connolly, en aquel estudio idéntico al suyo. Bear había ido con ella, aunque empezaba a arrepentirse de tal decisión. El perro rascaba el suelo de la sala de estar, justo en el punto donde estaba la mancha de sangre. El ruido de aquellas uñas le hacía perder la concentración.

– ¡Bear, por favor! -gritó Bennie, irritada, pero el perro siguió rascando.

Intentó no hacerle caso, pero no podía.

Estaba hecha un lío. Grady le hubiera dicho: «Ya te lo decía yo». Le habría comentado que era una locura ir al piso. ¡Al cuerno con él! Bennie apoyó la barbilla en el puño mientras miraba sin parpadear la blanca pantalla del monitor.

Bear seguía rascando. «Rae, rae, rae.»

– ¡Por favor, Bear, no! -gritó Bennie, pero el otro siguió con lo suyo.

El perro iba a destrozar el suelo.

Bennie se levantó, hizo girar la silla y se precipitó hacia la sala de estar. Bear estaba rasgando el lugar de la mancha, con las orejas caídas hacia delante y el lomo arqueado por el esfuerzo. Un desagradable olor suprarrenal impregnaba la atmósfera.

– ¡Bear! -chilló ella, pero el perro no le hizo caso.

Se acercó a él y lo arrastró por el collar. Las tablas de madera estaban completamente rasgadas, y las marcas sombreaban la mancha. El perro pateaba frenéticamente, impaciente por volver al lugar de donde lo había sacado, y al fin se deshizo de la mano de Bennie. Volvió a la mancha, clavando las uñas en la madera con un movimiento rítmico, ahora una pata, luego otra. Bennie nunca le había visto hacer aquello. ¿Sería la sangre lo que le incitaba? Casi la había hecho desaparecer y estaba destrozando todo el barniz. Ya no se preocupaba por la mancha, parecía que excavara como hacen los perros en un patio. Daba la impresión de que buscaba algo debajo. Tal vez hubiera algo.

Bennie se levantó y fue a la cocina en busca de una herramienta. Abrió un cajón y revolvió entre los cuchillos, los tenedores de trinchar carne y las cucharas de madera. Cogió un cuchillo pequeño y volvió hacia la sala de estar, donde su «ayudante» había logrado destrozar la tabla superior.

– Buen muchacho -dijo Bennie, cambiando de humor.

Se colocó junto al perro, en la misma posición que él, aplicó el cuchillo bajo la tabla haciendo palanca e hizo fuerza. La tabla se torció, al ofrecer más resistencia de lo que ella esperaba en un entablado antiguo. Luego se dio cuenta de que aquella tabla, al igual que las que la rodeaban, era algo más clara que el resto del suelo. Más nueva. Aquellas tablas habían sustituido a otras y el trabajo era muy minucioso. Debajo había algo.

Bennie tiró con todas sus fuerzas y la tabla se astilló y saltó. Bear saltó al agujero abierto y empezó a mover frenéticamente las patas. Bennie siguió trabajando a su lado, aplicando el cuchillo a las tablas y sacando las otras. Dejó la herramienta y observó el agujero. Bear se colocó a su lado, moviendo la cola, emocionado. Bajo aquellas tablas se encontraba un paquete envuelto en papel marrón.

Metió el brazo en el agujero, cogió como pudo el paquete y se lo colocó sobre las rodillas. Era un bulto cuadrado envuelto en papel marrón y atado con un cordel blanco. Tenía el tamaño de una maleta, pero Bennie sabía que no podía contener ropa. Intentó desatar el cordel y al ver que no cedía, lo rompió. No olía a nada y no se le ocurrió zarandearlo. Quitó el papel, casi temerosa de ver su contenido. Con el primer desgarrón asomó un montón de billetes.

«¡Santo cielo!» Bennie sacó un fajo sujeto con una goma azul. Había un grueso de unos quince centímetros de billetes de cien dólares, unos cien billetes. Diez mil dólares. El paquete también contenía fajos de billetes de cincuenta, de veinte y otros de cien; diez montones apaisados, tres de delante hacia atrás; en el paquete había cuatro fajos, arrugados y sucios. Bennie tenía ante sus ojos unos 500.000 dólares en efectivo. ¡Jesús! Todo aquel dinero, contante y sonante, sólo podía proceder de un sitio. Incluso olía mal.

Dinero del tráfico de drogas.

Bennie sintió un mareo. Sospechaba que Della Porta era corrupto y ahí tenía la prueba. Además, lo que había descubierto Carrier, que Connolly traficaba con drogas con las mujeres de los boxeadores, tenía que ser cierto. Connolly se la había jugado, se la había pegado desde el primer momento. Notaba como si tuviera una losa en el corazón. Metió otra vez el dinero en el escondite, arrastró el arcón sobre él y salió zumbando del piso.

16

Alice se entretenía en la puerta de la celda, manteniéndose alejada de la ventana en la oscuridad. Faltaba poco para el último recuento de las doce de la noche. La cárcel estaba en silencio, tranquila; las radios y las teles habían detenido por fin su interminable ruido. Alice no tendría problemas con la guardia, pues algo de dinero surtía un gran efecto con Dexter el Pollas. En aquel centro no había que inquietarse por los guardianes sino por las chivatas. Las delincuentes eran capaces de hacer lo que fuera, incluso delatar a una de las suyas.

Alice observó cómo Dexter avanzaba pasillo abajo, a la hora exacta. Se habían apagado las luces del módulo y sólo se veía el reflejo de un flexo en el mostrador de seguridad, junto a la puerta, donde otro guardián iba pasando páginas de un catálogo de caza, esperando el fin de su turno. Las reglas le exigían permanecer en el mostrador durante el recuento, si bien aquello no significa que le prestara la menor atención.

Dexter se acercaba a la celda de Alice, bajando la cabeza para echar de camino una ojeada en cada puerta. En el centro se realizaban cinco recuentos diarios, incluso uno a las tres de la madrugada, pero el que se consideraba el último era el de medianoche. La hora ideal para llevar a cabo el primer paso de su plan.

El guardián se acercó a la celda de Alice. Ella se movió entre las sombras y controló de nuevo que el destornillador que había despistado del taller de informática siguiera en su sitio. Ahí estaba. Dexter se encontraba a dos puertas de la suya. Su compañera de celda estaba en la cama, fingiendo dormir. A Alice no le preocupaba aquella chávala. Por la cuenta que le traía, cerraría la boca.

Dexter estaba en la puerta de al lado, ladeando la cabeza hacia la celda. Alice se fue directa a su puerta. Dexter llegó allí y tosió, al tiempo que metía la llave en la cerradura y volvía a sacarla con gran tiento. Ella sujetó la puerta con la mano para mantenerla entreabierta, y el guardián siguió silenciosamente su control como si nada hubiera sucedido.

Alice se quedó inmóvil junto a la puerta, vigilando al otro guardián del flexo. A través de la abertura de la puerta oyó los pasos de Dexter a lo largo de la galería de hormigón, deteniéndose en rítmicos intervalos para controlar cada celda. La mano de Alice asió la pesada puerta pero sin abrirla del todo. No quería que el otro levantara la vista en el momento menos adecuado.

Siguió observando al otro guardián que ojeaba el catálogo, hasta que lo cerró y levantó la vista, a la expectativa. Dexter llegó a la última puerta de la planta y luego, bajando los peldaños metálicos, llegó al piso del módulo; su placa centelleó con la luz al llegar al mostrador.

– Listos, Jake -dijo Dexter en voz baja.

El otro abandonó el módulo. En cuanto se hubo marchado, Dexter abrió la puerta del módulo y bostezó con aire teatral, la señal para Alice, dirigiéndose luego hacia la zona exterior. De pie frente a la ventana, de espaldas al módulo, Alice se escurrió por la abertura, pegó la espalda contra la pared de hormigón y pasó el cerrojo. Echó una carrera, agachada por debajo de las ventanas de las celdas, bajó a toda velocidad los peldaños y salió por la puerta abierta del módulo.

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