Lisa Scottoline - Falsa identidad

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Sólido thriller judicial, sobre una mujer acusada del asesinato de su marido. Penetrante análisis de la corrupción, trama impredecible; una lectura tensa, irónica, por una autora que ya es más que un valor ascendente. La aparición de una supuesta hermana gemela de la acusada da un giro inesperado.

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– ¿Y ahora, qué? -preguntó Connolly.

La rejilla metálica quitaba humanidad al tono, aunque Bennie se iba convenciendo de que la muchacha no poseía humanidad alguna.

– Una noche movida, ¿verdad?

– ¡Jo, y que lo digas! Sirenas, imbéciles por todas partes. ¡Divino! Aquí no duerme ni Dios.

– Las únicas que han conseguido dormir son Valencia Mendoza y Leonia Page.

Connolly parpadeó.

– Eso es verdad.

– Empezamos bien. Podríamos seguir con eso de la verdad. -Bennie se sentó y clavó la vista en Connolly a través del plástico-. Usted ha matado a Valencia.

– No.

– Ha matado a Leonia.

– No.

– Dígame la verdad.

– Ya lo he hecho.

– Estoy harta de sus mentiras -dijo Bennie entre dientes, y Connolly sonrió torciendo los labios.

– Nadie puede estar tan harta como yo.

Aquello desconcertó momentáneamente a Bennie.

– He descubierto que Valencia trabajaba para usted, y ya se lo comenté en mi última visita.

– Yo no soy traficante.

– Sí lo es. Usted y Della Porta estaban en el mismo barco. Esta noche he descubierto su escondite. Medio millón de dólares bajo la sala de estar. Ha matado a Valencia y así le cierra la boca para siempre.

Connolly volvió la cabeza y se cubrió los ojos con las manos esposadas, pero al bajarlas ya estaba esbozando una sonrisa.

– ¡Cucú!

– Vamos a dejarnos de juegos. Le he hecho una pregunta. Ha matado a Valencia, ¿verdad? Y también a Della Porta.

– No -respondió Connolly-. No maté a Anthony, ya te lo dije.

– No creo una palabra de lo que me dice, sobre todo después de esto. Es usted una mentirosa y una farsante. Trafica con drogas para sacar dinero y mata sin el menor remordimiento. Acaba de apuñalar y matar a dos personas y se pone hecha una furia cuando se lo recuerdan.

– No maté a Anthony, lo juro.

– ¡Y una mierda!

– ¡Una mierda para ti! -exclamó Connolly sin alterarse y luego se levantó y apretó el rostro contra el plástico blindado. Su mirada era fría, enfurecida, aunque la expresión del rostro apenas había cambiado-. Levántate. ¡Vamos!

– ¿Por qué?

– Si quieres la verdad, enfréntate a ello.

Bennie se levantó y se acercó al cristal, situándose casi a la misma altura de la reclusa idéntica a ella. Con el peinado casi igual, las expresiones en tensión, agotadas y la ausencia de maquillaje, se habría dicho la imagen de una mujer mirándose al espejo. Aquello no le pasó por alto a Bennie, quien luchaba por mantener a raya sus emociones.

– De acuerdo -dijo Connolly-. Te mentí. Vendía coca y crack para subsistir. Lyman Bullock, a quien yo camelé, blanqueaba el dinero y lo guardaba donde jamás nadie podrá encontrarlo, a cambio de una suculenta comisión. Tenía una organización perfecta, con las mejores operarías, las mujeres de los boxeadores. Mandaba a todas esas chicas como haces tú con las tuyas. Mejor aún.

Bennie intentaba frenar todo lo que le venía, una especie de revuelo.

– He acabado con Valencia y con esa zorra negra. Cuando una hace lo que yo hago, no tiene más remedio. El negocio lo exige. -La mirada de Connolly se clavó en ella como un cuchillo-. Pero la verdad es que no maté a Anthony.

– No lo creo.

– Más te valdría creerlo. Eso fue tal como te conté. Lo hicieron los polis. Te lo juro ante Dios. Es la verdad.

– ¿Los polis? ¿Por qué?

– Por dinero, ¿por qué, si no? Empezamos a trabajar con ellos, mejor dicho, Anthony lo hacía, pero yo comprendí que funcionaríamos mejor sin ellos. Eran una carga, y no les necesitábamos para la distribución, pues teníamos a las chicas. De modo que montamos la historia los dos y empezamos a cortar con ellos. El negocio iba viento en popa y apuesto a que se enteraron. Estoy convencida de que por eso mataron a Anthony y me cargaron el muerto a mí. Anthony siempre decía que tenían amigos en las altas esferas, pero yo no tengo forma de demostrarlo. Y ahí es donde apareces tú.

– Espera que lo demuestre yo -dijo Bennie con la boca completamente reseca.

– ¡Mira por dónde, lo has acertado! A ti te toca demostrar que lo hicieron esos cerdos. Yo no maté a Anthony, lo hicieron ellos. Y la cadena sigue hasta lo más alto. El fiscal del distrito, el juez. Todos están implicados en el asunto. A la fuerza.

Bennie notaba un insoportable dolor de cabeza. Hasta aquí, lo que le contaba podía ser cierto, sobre todo teniendo en cuenta la actitud del juez Guthrie en su despacho. Pero ¿sería cierto en realidad? ¿Sería Connolly culpable de todo, menos del asesinato de Della Porta?

– Eres mi abogada, no puedes abandonar y tienes que demostrar que soy inocente.

– Inocente sería la última palabra que yo utilizaría.

– Como quieras. Y puesta a hacer confidencias, te diré que todo lo que te he contado de Winslow es cierto, excepto lo de la sangre y el sueño de marras. -Connolly apretaba las manos contra el plástico. Las esposas daban a sus dedos el aspecto de las patas de una araña-. En realidad, no sé si soy tu hermana gemela y me importa un bledo. No necesito a una hermana ni necesito a nadie. En cuanto me saques de aquí, saldré de tu vida. ¿Lo captas, hermanita?

– ¡No vuelva a llamarme así! -saltó Bennie, apartándose del plástico.

19

Bennie pasó la noche conduciendo por la ciudad a oscuras, con el perro dormido atrás. No sabía adónde se dirigía; no tenía lugar donde ir. No quería volver a casa ni tampoco al piso de Connolly. Ningún lugar era el suyo. Se había perdido.

Al amanecer regresó a casa y se metió en la cama al lado de Grady, que roncaba a pierna suelta. Aquel ruido normalmente hacía sonreír a Bennie, pero aquella noche nada podía conseguir que cambiara su estado de ánimo. No se durmió, estuvo un rato echada y por fin se levantó para trabajar en su estudio, pues era sábado. Un poco más tarde se duchó, se vistió y evitó el interrogatorio de su amante hasta que llegó la hora de asistir al entierro de su madre.

Bennie tenía los hombros caídos, sentada en el banco de roble mientras oía misa en la iglesia católica del antiguo barrio de su madre. Era un edificio feo y pequeño, aunque limpio y arreglado, con unos arcos de mármol color tostado y las paredes anaranjadas. A la derecha del altar, ante la imagen de la Virgen María, a la que Hattie había rezado antes de empezar la misa, centelleaban unas votivas velas rojas. Bennie no imitó el gesto de Hattie, dando por sentado que sus anteriores plegarias no habían sido escuchadas. Los hechos cantan, como dicen los abogados.

El ataúd de su madre seguía en el pasillo, cubierto por una tela blanca que le daba cierta categoría, limitada por el carrito de acero que asomaba por abajo. Bennie se esforzaba en no mirar hacia la izquierda, pues aún no había digerido del todo que su madre ya no estaba ahí y se refugiaba en la pueril duda de si en realidad su madre estaba en el cajón. Luego recordó los hechos: había asistido al breve servicio en la funeraria, donde se había despedido de ella para siempre acariciándole levemente la mano. Casi ni se había dado cuenta de que aquella mano estaba totalmente fría, rígida incluso, porque era el último contacto. Luego abrazó a Hattie cuando el encargado de la funeraria les rogó que salieran de la sala, y Bennie comprendió que iban a cerrar el ataúd con su madre dentro. De modo que realmente su madre estaba ahí, sin ninguna clase de duda.

Apartó aquellos pensamientos de su cabeza cuando empezó la misa con música de órgano y un único tenor cantando el Ave María. Siempre había considerado el Ave María como la baza más importante de la iglesia en un funeral, pero reprimió las lágrimas concentrándose en las idas y venidas en el altar. Dos niñas ayudaban al sacerdote, lo que a ella se le antojó una cuestión política, y decidió no prestar mucha atención a las palabras del viejo sacerdote. Al acabar la misa, éste bajó del altar, haciendo ondear su blanca túnica y blandiendo un gran incensario que dejó a su paso un humo oscuro y acre. El humo llenó su nariz y llevó las lágrimas a sus ojos mientras el sacerdote hablaba de que su madre entregaba el cuerpo y el alma a Jesucristo. Bennie era consciente de que su madre había entregado el cuerpo y el alma a algo muy distinto hacía mucho tiempo, sin otra opción. A algo no tan benévolo, ni de lejos, como Jesucristo.

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