Lisa Scottoline - Falsa identidad
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– Eso no puedo decírselo.
– ¿Dónde se supone que debo mirar?
– Tampoco puedo decírselo. -Bennie cerró la puerta y se apoyó contra ella, recobrando el aliento. Casi le resultaba agrá-dable estar allí con Lou. Hacer algo; no seguir pensando en su madre-. Con eso es con lo que se gana el pan.
– ¡Ja! -Lou se situó en el centro de la sala-. ¿Caliente?
– No. Y yo que le tenía por una persona lista…
– Pues no, soy guapo, sin más. -Se fue hacia la izquierda, donde estaba el arcón, aún torcido, tal como lo había dejado Bennie para disimular el agujero del suelo-. ¿A que ya es un poco más caliente?
– ¡Y que lo diga! -respondió Bennie.
Notó un escalofrío al ver que Lou se inclinaba y apartaba el arcón soltando un ruidoso bufido. Su testimonio iba a ser definitivo en el juicio. Una persona totalmente creíble, tan ideal para descubrir una prueba que alejaba a la acusada del punto de mira del cargo de asesinar a un policía. Bennie ya imaginaba la reacción del jurado cuando Lou prestara declaración sobre el dinero encontrado bajo el suelo del piso de un inspector con muchas condecoraciones. Constituiría prueba suficiente sobre tráfico ilegal y eso permitiría a Bennie demostrar que Della Porta fue asesinado por la competencia en el ramo, fueran o no policías. Intentó reprimir su emoción.
– Creo que esto está cada vez más caliente -dijo Lou, agachándose para levantar las tablas que Bennie había vuelto a colocar.
– Es posible. -Bennie seguía en la puerta controlando la operación a distancia. Quería que su declaración fuera absolutamente clara-. No tiene un pelo de tonto, ¿verdad?
– Pues no. -Lou tiró de una de las manchadas tablas, que aterrizó con un considerable ruido-. ¡Vamos para allá!
– ¿Ha encontrado algo?
– Creo que sí.
– ¿Qué es?
– Un agujero.
– ¿Y en el agujero?
– Bupkes.
– ¿Cómo?
– Es yiddish. Significa «nada».
– Ya lo sé. -Bennie se acercó deprisa hacia allí y quedó pasmada al observar el agujero. Estaba vacío. El dinero había desaparecido. La boca se le abrió de par en par-. Dejé un montón de dinero aquí. Quinientos mil dólares, como mínimo.
– ¿Quinientos de los grandes? -Lou frunció el ceño, asombrado, aún en cuclillas-. ¿Aquí? Me está tomando el pelo.
– No, lo encontré, se lo juro.
De repente, Bennie empezó a plantearse un montón de cosas. ¿Qué iba a hacer sin el dinero? No podría demostrar la corrupción de la policía en el juicio, sobre todo sin la declaración de Connolly, y no tenía forma de hacerla subir al estrado. ¿Cómo podría defenderla?
– ¿Se encuentra bien, Rosato? -Lou se incorporó, alisándose el pantalón, arrugado en la parte de las rodillas como las patas de un elefante-. Con lo de su madre y todo… Es duro…
– No. Ahí había dinero. Lo encontré y lo escondí otra vez.
– ¿Cuándo? -le preguntó Lou.
Bennie se lo contó todo, lo que sabía y lo que había ido deduciendo. Se iban desmoronando sus argumentos para la defensa y tenía que confiar en alguien. El rostro de Lou fue adoptando una expresión desalentadora a medida que Bennie ensartaba la historia, pasando de la sorpresa a la sospecha. Cuando acabó, Lou, en silencio, se acercó a la pared y apagó la luz, dejando la habitación a oscuras.
– ¿Qué hace? -preguntó Bennie al ver que el hombre se acercaba a la ventana.
– Acérquese -le dijo él en tono perentorio.
Bennie obedeció. Vio una hilera de coches aparcados junto a la acera al otro lado de Trose Street; siguió el dedo de Lou, que señalaba el último.
Un TransAm negro.
TERCERA PARTE
Mata el cuerpo y morirá la cabeza.
MÁXIMA DE BOXEO
1
El Palacio de Justicia se había construido como juzgado sustitutorio del Ayuntamiento, puesto que la ciudad del amor fraternal albergaba tantos delincuentes que no podían celebrarse todos los juicios en las instalaciones municipales. Dicho palacio se erigía como una esbelta columna de arenisca de color tostado con toques art deco, a modo de graciosa hermana pequeña de las dependencias municipales de rancio abolengo Victoriano, situadas al otro lado de la calle. La sala 306 era la más amplia del nuevo centro y también la más protegida. Un muro de plástico transparente, blindado y con aislamiento acústico, separaba a los abogados de la tribuna, atestada de periodistas y público. Sentados en la primera fila, tres dibujantes hacían bosquejos, uno de ellos con unos minúsculos prismáticos de latón.
Bennie esperaba el comienzo del juicio sentada a la mesa de la defensa, molesta con el hecho de que los abogados, el juez y el personal del tribunal se encontraran tras el muro. Aquello hacía que se sintiera tan incómoda como si se encontrara en un estudio de televisión y en la tribuna estuviera el público asistente al programa; en realidad no podía culpar a nadie de ello, habida cuenta de su estrategia de «defensa de gemela» pensada para el juicio. La noche anterior, sin embargo, Bennie había renunciado a mostrarse idéntica a Connolly en la sala. No había ido a la peluquería, no llevaba maquillaje y lucía el traje azul marino que utilizaba normalmente para esos menesteres. Dejando a un lado el peinado, había adoptado de nuevo su yo dinámico y confiado, pese a que en realidad no se sentía así.
En ningún momento había experimentado tan intensamente el dolor que le había causado la muerte de su madre; en aquellos instantes era como una herida sensible al tacto. Nunca había tenido tanta conciencia de que estaba sola en el mundo, y aquello la desprotegía y le quitaba firmeza. De vez en cuando acudía a su cabeza la idea de llamar al médico que llevaba a su madre, un recordatorio que había mantenido durante un montón de años en el archivo de ayuda del fondo del cerebro, y cada vez que recibía el mensaje, debía acordarse otra vez de que esa llamada telefónica ya no hacía falta.
Su mirada se centró en el bloc en blanco que tenía delante, la tarea que llevaba entre manos: la vista del caso y ganarlo. Había llegado a la conclusión de que Connolly, aunque no era inocente ni muchísimo menos, no había cometido el asesinato por el que se la juzgaba. Lo había perpetrado otra persona que se le escapaba a la justicia. Era un error que no lo solventaba el hecho de que Connolly mereciera un castigo, porque a la otra persona no se la juzgaba. Para Bennie, la justicia siempre tenía algo que ver con la otra persona. Y en ese caso, tenía también relación con el hecho de salvar la vida a la otra hija de su madre, por odiosa que le pareciera.
– Damas y caballeros, se inicia la sesión -dijo el juez Guthrie, tomando un pequeño sorbo de agua de un vaso alargado. El juez llevaba una pajarita de cuadros escoceses, su toga, y se había quitado las gafas de lectura con montura de concha. Su aguda mirada se centró en el alguacil, y a Bennie le pareció que ni siquiera recordaba la entrevista que habían tenido los dos-. Señor alguacil, haga entrar a la acusada.
El alguacil se fue rápidamente hacia una puerta lateral de la moderna sala, disimulada tras un arrimadero de caoba. El juez miró atentamente aquella puerta cerrada y el público volvió la cabeza como un solo hombre. Dorsey Hilliard, el fiscal del distrito, miró también allí con disimulo y Bennie mantuvo la expresión como una máscara de profesional. Se abrió aquella puerta y entró en la sala un policía con impermeable negro, seguido por Alice Connolly.
Bennie estuvo a punto de soltar un grito ahogado.
Connolly había puesto todo su empeño en arreglarse a la inversa, para parecerse a Bennie. Se había teñido el pelo de un rubio claro, el color de Bennie, y lo llevaba sin toque de peluquería, como ella. Algo rarísimo en la muchacha: no se había aplicado maquillaje; además, el traje azul y la blusa blanca eran muy parecidos al traje azul marino y la blusa de seda blanca de Bennie. Quedaba claro que Connolly había optado por no encontrarse presente en la selección del jurado; se reservaba la sorpresa. Habría pensado que tras los asesinatos en la cárcel, Bennie ya no pondría el mismo empeño en la cuestión de la hermana gemela, y evidentemente había decidido representar el papel con todas sus consecuencias. Cuando Connolly cruzó la sala, a Bennie le pareció ver su propio reflejo en un espejo, verse a sí misma avanzando hacia su persona.
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