Lisa Scottoline - Falsa identidad
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Bennie volvió a su asiento, evitando la mirada de Connolly. No tenía la menor idea de cómo demostrar lo que acababa de decir. Sólo sabía que era cierto y que ella debía demostrarlo. Allí y en aquellos momentos.
3
El viento hacía revolotear unas hojas de periódico abandonadas en la sucia acera de la ciudad. Era una mañana gris e inclemente en la que no acababa de cuajar la típica tormenta de verano. El tiempo no se decidía, como tampoco conseguía hacerlo Lou Jacobs. Se encontraba ante la puerta de la casa, vacilando antes de llamar. Tenía el puño levantado pero le faltaba el impulso para golpear la madera. Se sentía terriblemente incómodo al tener que echar una mano para liberar a la asesina de un policía. Por otra parte le incomodaba también la idea de que éste hubiera jugado sucio. Lou había pasado los últimos días preguntando a todos sus contactos por el TransAm negro. Nadie tenía noticia del vehículo en cuestión. Incluso se había dedicado a dar paseos en coche con la vana esperanza de pescarlo en un seguimiento, pero no había conseguido nada.
Seguía ante la puerta como un adolescente que espera en su primera cita. Ya empezaba a pensar que el TransAm no jugaba ninguna baza en el asunto. En cuanto al dinero bajo el piso, le parecía un asunto excesivamente delicado para comentarlo con sus amistades, y Lou por nada del mundo iba a atacar a un ex compañero sin pruebas. ¡A saber de dónde procedía! De la lotería, las tragaperras, ahorros, lo que fuera. Volvió a reflexionar. Pues sí. ¿Medio millón? ¡Maldita sea!
Llamó a la puerta pero nadie respondió. Tenía que acabar el trabajo que había empezado: el sondeo del vecindario. El único método que él conocía. Con calma y constancia se ganaban las carreras. Aquélla era la dirección, Winchester Street 3010, la calle que quedaba detrás de Trose; la primera casa del callejón, ante la cual McShea y Reston habían echado el guante a Connolly. Lou quería convencerse de que encontraría algo en Winchester si sabía trabajar metódicamente.
Medio millón.
No se planteó llamar otra vez pero luego bajó el brazo y se quedó plantado ante la puerta como un bendito. Ni siquiera podía decidir si llamaba o no. En parte quería saber qué ocurría, pero por otro lado lo habría dejado a gusto. Los vecinos habían visto a Connolly corriendo por Trose y meterse luego en Winchester. Todos coincidían en lo mismo. Lou intuía desde lo más profundo de su ser que Connolly era quien había perpetrado el asesinato. Independientemente de lo que llevara Della Porta entre manos, ella estaba metida del todo en ello, y al fin y al cabo él era quien había encontrado la muerte. No le apetecía lo más mínimo contribuir a la libertad de Connolly.
A tomar viento. Que se la cargaran. Se volvió y bajó los escalones mientras se abotonaba la americana para que no se le agitara con el viento. Siguió calle abajo, esforzándose en no pensar en el dinero. Con lo bien que le habrían ido a él cinco mil en el banco como apoyo, pero ni eso tenía, pues debía hacer frente a la carga de la pensión alimenticia. Todo estaba por las nubes y su ex mujer era la única que nunca encontraba trabajo. Era una reina que vivía de la asistencia, y él votaba a los demócratas.
Se encaró con el viento. Como poli, nunca había aceptado el menor soborno, ni un céntimo, por oportunidades que se le hubieran presentado, de poca monta, eso sí. Si Della Porta había estado metido en algo sucio, era una basura, la vergüenza del cuerpo. Ya estaba muerto y la vergüenza desaparecería con él.
Llegó a donde tenía aparcado el Honda marrón y buscó las llaves en el bolsillo de los pantalones. No necesitaba meterse en aquel follón. Aquello no era lo que había acordado de entrada con Rosato. Un trabajo de aquel calibre debía llevarlo Asuntos Internos y no él. Lou no era más que un policía de patrulla, jubilado, y a pesar de que había llevado a cabo siempre un trabajo policial minucioso, en todo momento había tenido presente que no llegaría a la cima. No tenía cabeza para ello, ni le apetecía. Ni el instinto asesino que caracterizaba a algunos o bien la inclinación del político.
Ya estaba en el coche, a punto de ponerlo en marcha, cuando una sensación de culpabilidad se apoderó de él. Siempre se había considerado un hombre de palabra. Se la había dado a Rosato y no podía dejarla en la estacada, sobre todo en aquellos momentos, tras la muerte de su madre. Se había dado cuenta de que aquella circunstancia la había destrozado, aunque ella intentara disimularlo. A buen seguro, mucho más de lo que ella misma imaginaba. Lou la comprendía: a él le ocurrió lo mismo cuando perdió a la suya. Además, como poli, siempre había mantenido su palabra aunque no fuera de los mejores. Estaba orgulloso de la integridad con la que había llevado la insignia.
Soltando un suspiro, apagó el motor, salió del coche y volvió al 3010 de Winchester Street.
4
El agente Sean McShea se encontraba en el estrado ataviado con el uniforme azul marino, cuyas dobles costuras tenían que ceder a la fuerza para alojar un considerable contorno; la gorra con visera permanecía al lado de la usada Biblia de bordes rojos. Hablaba a través del micrófono en un tono que combinaba la autoridad y la calidez.
– ¿Que cuánto tiempo llevo con mi compañero Art Reston? -dijo McShea, repitiendo la pregunta del fiscal-. Siete años. No tanto como con mi esposa, pero ella cocina mejor.
El jurado rió y en cambio Bennie se iba enojando en la mesa de la defensa. No le había sorprendido lo más mínimo enterarse de que McShea hacía de Papá Noel en el hospital infantil, detalle que se las había arreglado para colar en su primera declaración. McShea era el poli de barrio que caía bien a todo el mundo, la opción perfecta como primer testigo de la acusación, una especie de precalentamiento en el campo legal.
Hilliard sonreía, apoyado en sus muletas en el estrado.
– Volvamos, pues, agente McShea, a lo que sucedió durante la noche de autos, el diecinueve de mayo del año pasado. ¿Recibieron usted y el agente Art Reston en un momento dado un informe por radio sobre un disparo en el 3006 de Trose Street?
– En efecto. Se transmitió el informe por radio cuando nos encontrábamos a una manzana de allí, circulando por la calle Décima en dirección norte. Nos encontrábamos por casualidad en la zona cuando oímos la notificación. Al estar tan cerca, seguimos por la Décima hasta Trose.
– ¿Respondieron formalmente a la llamada?
– No.
– ¿Por qué?
– En cuanto oí la noticia, reaccioné apretando el acelerador. Sabía que la dirección era la de Anthony, ejem, la del inspector Della Porta, y pensé que estábamos lo suficientemente cerca como para hacer algo.
– Considerándolo en retrospectiva, ¿no debería haber comunicado por radio que respondía a la llamada?
– Sí, pero lo único que tenía en la cabeza era salvar la vida de un policía.
Hilliard asintió con la cabeza en señal de aprobación.
– ¿Qué hicieron seguidamente usted y su compañero, agente McShea?
– Seguir hasta la esquina de Trose Street y parar el coche allí.
– ¿Vieron algo en Trose Street?
– Sí. Vimos a la acusada. Huía del lugar del crimen corriendo por Trose Street.
Bennie se levantó:
– Esto es una conjetura maliciosa, señoría, pura especulación, además de engañosa.
– Desestimada. El testigo es lo suficientemente experto para este tipo de conclusiones, señorita Rosato -dijo el juez Guthrie, frunciendo el labio inferior. El gesto grabó dos minúsculos surcos en las delicadas comisuras y arrugó su papada por encima de la coloreada pajarita-. Proceda, por favor, señor Hi-Uiard.
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