Lisa Scottoline - Falsa identidad

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Sólido thriller judicial, sobre una mujer acusada del asesinato de su marido. Penetrante análisis de la corrupción, trama impredecible; una lectura tensa, irónica, por una autora que ya es más que un valor ascendente. La aparición de una supuesta hermana gemela de la acusada da un giro inesperado.

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– Lo comimos en Pat's. Fuera, de pie, junto a la gran barra donde tienen el chile y el ketchup. -McShea se volvió hacia el jurado en busca de comprensión, extendiendo los brazos-. Es algo que hay que comerlo allí. Seguir la tradición.

El jurado sonrió, y lo mismo hizo McShea, quien paseó la mirada hacia el fondo de la tribuna. Bennie no se volvió para comprobar a quién miraba, pues el jurado la observaba a ella. Pensó que estaba buscando a su capitán, ya que aquella declaración no iba a resultar tan convincente de cara al expediente personal de McShea. El policía se estaba metiendo en aquel terreno de «mal si lo dices, mal si lo callas», y Bennie pretendía meterle a fondo y dejarle empantanado.

– Teniendo en cuenta que estamos hablando de casi a principios de verano, del diecinueve de mayo, imagino que aquella noche Pat's estaba de bote en bote.

– Pues sí. Había mucha gente. En Pat's siempre hay mucha gente.

– Y que se había formado una fila frente a la ventanilla, donde despachan los pepitos, ¿es así?

– En efecto.

– ¿Esperaron usted y el agente Reston en la fila para hacer el pedido o pasaron directamente al mostrador?

– No me acuerdo.

Bennie cruzó los brazos.

– No lo entiendo. Recuerda que estuvo allí, recuerda lo que comió, recuerda dónde lo comió, pero no recuerda si pasó delante o no.

– Protesto, se ha hecho la pregunta y ha obtenido la respuesta, señoría -dijo Hilliard.

Bennie se dirigió al juez Guthrie.

– Sólo insisto, señoría. La defensa tiene derecho a comprender lo que sucedió la noche del asesinato.

Hilliard levantó los brazos.

– Lo que comiera para cenar el agente McShea, señoría, es irrelevante en relación con la comisión del asesinato que nos ocupa. Él no era más que el agente que la detuvo.

Bennie tuvo que morderse la lengua.

– La cuestión no radica en lo que cenara el agente McShea, señoría. Se refiere al tiempo que tardó en llegar al lugar del crimen e intenta aclarar la razón por la que él y su compañero se encontraban «por casualidad» allí.

El juez Guthrie levantó la mano y se inclinó un poco hacia delante.

– Se admite, con unos límites muy claros.

– Gracias -dijo ella, mientras Hilliard se relajaba en su asiento y Bennie fijaba de nuevo la mirada en el testigo-. Estaba diciendo, agente McShea, que no recuerda si fue a pedir el pepito al mostrador.

– Si nos esperaba mucho trabajo, probablemente pasaríamos delante. Si por el contrario teníamos una noche tranquila, habríamos aguardado el turno.

– ¿Fue una noche tranquila la del diecinueve de mayo?

McShea vaciló.

– No lo recuerdo.

– En una noche atareada en su distrito, no se habrían marchado a comer un pepito fuera, ¿verdad?

– ¡Protesto! -dijo Hilliard levantándose-. La defensa está pidiendo al testigo que haga conjeturas, señoría.

– ¿Considera usted una conjetura que un agente de policía cumpla con su deber? -preguntó Bennie, reprimiendo una sonrisa.

Comprobó con satisfacción que el miembro del jurado que llevaba perilla le devolvía una expresión de complicidad. Pensó que ojalá aquel hombre acabara presidiendo el jurado. Le recordaba como un hombre listo y claro en su argumentación del día de la selección.

– Se admite la protesta. -El juez Guthrie mordisqueó la montura jaspeada de sus gafas-. No tiene que responder a la pregunta, agente.

– Estoy casi seguro de que no era una noche ajetreada -dijo de todas formas McShea.

– Gracias -respondió Bennie-. Supongamos, pues, agente McShea, que en la noche en cuestión esperó usted en la fila en Pat's. ¿Recuerda cuánto tiempo tardó en alcanzar la ventanilla?

– Cinco, diez minutos como mucho.

– Por cierto, ¿cuánto les costó la cena aquella noche a usted y a su compañero?

– No lo recuerdo.

Bennie ladeó la cabeza. O alguien se había olvidado de insistir en los detalles de la historia o bien él los había olvidado.

– ¿Tampoco recuerda esto?

– No.

– ¿Pagó usted la cena o lo hizo el agente Reston?

– Mmm… Creo que lo hizo Reston. Él siempre lleva dinero encima. Es soltero.

Bennie no sonrió.

– ¿Lo recuerda o lo está inventando sobre la marcha?

– ¡Protesto, señoría! -gritó Hilliard desde la mesa de la acusación, y el juez Guthrie frunció profundamente el ceño.

– Se acepta. Le advierto, señorita Rosato, que debe suavizar sus preguntas y formularlas con más cortesía.

Bennie encajó el golpe y se dirigió de nuevo al testigo.

– Retomando el hilo, agente McShea, ¿cuánto tiempo estuvieron comiendo los pepitos?

– Devorándolos, diría yo. No mucho, de la forma que suelo comer yo. Quince minutos, media hora, como máximo.

McShea volvió otra vez la vista hacia la tribuna, y Bennie no perdió el gesto, pues dio la vuelta a la mesa para comprobar quién se encontraba en la última fila. Constató, no sin sorpresa, que no estaba mirando a ningún mando sino a un policía uniformado. Un joven de pelo rubio con aire de surfista. ¡Lo que faltaba! Coincidía con la descripción que le había dado Lou del conductor del TransAm negro. El pulso se le aceleró.

– A ver si comprendo su declaración, agente McShea. -Bennie se volvió para escribir una nota en el bloc, que pasó disimuladamente a Judy. En la nota había puesto: «Averigua el nombre del poli rubio de la última fila». Luego siguió-: Según su estimación, agente, aquella noche pasó una hora y media entre el desplazamiento y la cena. ¿Lo he calculado bien?

– Mejor que yo.

– ¿Cuántos coches patrulla más cubren el servicio de su distrito?

– Uno.

– De forma que cuando ustedes no están allí, a los demás agentes les toca cubrir unas sesenta manzanas, ¿verdad?

McShea pareció otra vez avergonzado.

– Oiga, no crea que me siento muy orgulloso de esto. Fue algo que hicimos un día.

– De todas formas, ¿cómo calificaría su distrito, agente McShea, como una zona con alto índice de delincuencia o con bajo índice de ella?

– Depende.

– Si yo le dijera que el Filadelfia Inquirer la califica como una zona con alto índice de delincuencia, ¿le sorprendería?

– Del Inquirer no me sorprende nada-espetó el testigo.

Pero Bennie se dio cuenta de que la primera fila del jurado había perdido su sentido del humor. Conocerían el barrio y escuchaban con expresión preocupada, sobre todo la bibliotecaria negra. Como recordaba Bennie, su sucursal se encontraba en un barrio conflictivo de la ciudad, y estaba en total desacuerdo.

– Muy bien. -Bennie decidió dejar aquello-. Así pues, aparte de lo del pepito, ¿tenían alguna otra razón para ir al barrio del inspector Della Porta?

– No.

– ¿No tendrían una cuenta pendiente con el inspector Della Porta?

– ¡Protesto! -dijo Hilliard, medio levantándose-. La pregunta no tiene ninguna base, señoría. ¿De qué está hablando la defensa?

– Admitida -dictaminó el juez Guthrie, haciendo deslizar su asiento hacia delante con tanta rapidez que un gran estrépito retumbó por toda la sala a través del sistema de megafonía.

Bennie decidió retroceder de momento.

– Ha declarado usted que Alice Connolly confesó e intentó sobornarles para que no la detuvieran, ¿es así?

– En efecto.

– Y ha declarado también que lo hizo mientras la detenían, en Winchester Street, ¿verdad?

– Sí.

– ¿Verdad que en Winchester Street hay una hilera de casas adosadas?

– Sí.

– No recuerdo que haya dicho delante de qué casa habían detenido a Alice Connolly.

McShea alzó los ojos al cielo.

– No lo sé. Al final de la manzana, por la parte este.

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