Lisa Scottoline - Falsa identidad

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Sólido thriller judicial, sobre una mujer acusada del asesinato de su marido. Penetrante análisis de la corrupción, trama impredecible; una lectura tensa, irónica, por una autora que ya es más que un valor ascendente. La aparición de una supuesta hermana gemela de la acusada da un giro inesperado.

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– Sí, señoría -respondió Bennie, con la cabeza muy alta.

Ella sabía lo que había encontrado bajo el suelo. Sólo tenía una forma de ponerlo en evidencia. Le quedaba un paso.

El juez Guthrie se volvió hacia el jurado:

– Damas y caballeros, les ruego que hagan caso omiso de la última pregunta. El hecho de que la defensa formule una pregunta no implica que ésta sea válida. El tribunal no dispone de pruebas que demuestren que el inspector Della Porta estuviera implica-do en algún tráfico de drogas. -El juez cogió las gafas y se levantó-. Vamos a hacer una pausa para comer y se reiniciará la sesión a la una y media. Alguacil, sírvase acompañar al jurado.

Bennie observó cómo el fiscal cerraba su bloc de notas, enojado, y se sentó con una extraña sensación de satisfacción ante el revuelo que había montado.

– Ven a verme a la hora de comer -le susurró Connolly.

Aquel tono le sonó como un eco del suyo propio y en un abrir y cerrar de ojos se desvaneció su satisfacción.

6

Judy, con una misión por cumplir, saltó de su asiento en cuanto acabó la sesión. Salió por la puerta de la mampara divisoria, se metió en la tribuna y pasó la puerta doble de la sala no sin antes echar una mirada al policía rubio. Éste se encontraba entre los primeros dispuestos a salir. Judy lo siguió, con la cabeza baja, abriéndose paso a empujones para que no la molestaran los periodistas. El pasillo de mármol estaba atestado de gente y allí perdió de vista la camisa azul del hombre a quien seguía en aquel mar de camisas azules. Siempre había polis alrededor de un juzgado a la espera de prestar declaración.

Localizó de nuevo al rubio cerca del ascensor, entre un grupo que aguardaba su llegada. Al producirse la desbandada en la salida de los juzgados a la hora de comer, las normas tácitas de urbanidad marcaban que los policías tuvieran prioridad en el acceso a los ascensores. De todas formas, Judy no era muy dada a este tipo de normas. Siguió abriéndose paso entre el gentío y acabó casi detrás de él. Por debajo de la reluciente visera de charol de la gorra, pudo distinguir los grandes y luminosos ojos azules del muchacho, su corta nariz, los dientes, que destacaban contra la bronceada piel. El chico estaba cachas, pero a Judy se le antojó que su aspecto recordaba demasiado al de las juventudes hitlerianas. Intentó vislumbrar su nombre en la placa negra que lucía en su ancho pecho, pero el policía se volvió.

Ella decidió llamarle la atención tocándole la manga:

– Dispense, ¿puedo hablar con usted un momento, agente? -le dijo, y la mirada del otro se endureció.

– Llego tarde a la ronda.

– Tal vez pueda ayudarla yo, señorita -se ofreció otro policía, con una gran sonrisa.

– Es una de las abogadas de Connolly, Doug -le interrumpió un tercer policía, pero la mirada de Judy siguió fija en el rubio. Se había abierto la puerta del ascensor y éste se escurría ya entre el grupo que buscaba un lugar en su interior.

– ¡Un momento, que paso! -dijo ella.

Se metió en el recinto flexionando algo las piernas y empujando con la cabeza, tal como le había enseñado el señor Gaines. Resultaba interesante constatar lo prácticas que resultaban las clases de boxeo para una abogada en un juicio.

– ¡Eh, cuidado! -refunfuñó uno de los de dentro cuando ella se hubo metido a duras penas en la cabina y se estaban cerrando las puertas-. ¿No ve que me está pisando?

– Perdone. -Judy miró más allá de la persona que le había llamado la atención, hacia el policía rubio, que seguía apartando la vista de ella. Aún no conseguía leer el nombre de la placa; alguien se lo impedía-. Tengo que hablar con usted, agente -le dijo, pero él no le hizo ningún caso. El resto la miró como si estuviera loca, pues ya había dejado patentes sus malos modales-. Espéreme en el vestíbulo, agente.

Se abrieron las puertas del ascensor tras ella y el apretujado grupo empujó hacia delante, desplazándose como una riada. El policía rubio se le adelantó, pero en esta ocasión Judy consiguió leer la placa: LENIHAN.

– ¿Por qué me rehúye, agente Lenihan? -dijo Judy, corriendo para seguir su ritmo-. ¿Se puede saber por qué estaba en la sala hoy? -El policía cruzó decidido el vestíbulo, pasó por la fila del detector de metales y abrió la puerta de salida-. ¿Qué puede interesarle del caso Connolly, agente Lenihan? -gritó Judy, con el desparpajo de un periodista, pero él siguió impertérrito.

Estaba lloviendo, descargaba la típica tormenta de verano, y la gente se amontonaba en busca de cobijo ante la puerta principal, charlando y fumando a la espera de que escampara. Las frágiles hayas se agitaban en sus cilindros de aluminio bajo el chaparrón y se abrían los paraguas cual flores en primavera. Un grupo de abogados salió corriendo bajo la lluvia, y Lenihan inició también su carrera hacia Filbert, haciendo caso omiso del agua que caía.

Judy se lanzó también, ya enojada. Pasaba sus horas laborales haciendo preguntas a las que nadie respondía.

– ¡Deténgase, agente Lenihan!

El otro aceleró el paso. Las gruesas gotas aterrizaban en la gorra y hombreras, intensificando el azul en algunos puntos.

Judy emprendió la carrera para alcanzarlo, parpadeando contra la espesa lluvia. Empezaba a tener los hombros empapados.

– No puede huir de esto, Lenihan -gritó pisándole los macizos y negros talones. Pasaron por delante de un edificio de oficinas vacío, cuya fachada de granito brillaba con la tormenta. Ya no circulaba tanta gente por allí, pero una vieja les miró de reojo, protegida por un arrugado paraguas rosa-. ¡Tengo su nombre y su número de placa! -chilló-. Vamos a citarle a declarar, agente Lenihan. ¡Le llamaremos al estrado!

El policía se volvió de repente; su atractivo rostro estaba enrojecido de furia.

– ¿Es una amenaza? -respondió entre dientes-. Me ha parecido una amenaza.

Judy retrocedió un paso en la lluvia, notando un súbito escalofrío que no le había provocado el chaparrón.

– ¿Qué sabe usted del asesinato de Della Porta? ¿Qué oculta?

– ¿Y usted quién cono se cree que es? -preguntó el poli, dirigiéndole una mirada de desprecio bajo la mojada visera de la gorra.

Judy, sin embargo, se mantuvo en su sitio. La firmeza era su especialidad.

– ¿Qué sabe del tráfico de drogas en que estaba implicado Della Porta? ¿Tiene alguna información que ofrecernos? Hablemos y podremos hacer un trato.

– No se meta donde no le importa -susurró el policía, acercándose a ella.

De repente se volvió y echó a correr entre la multitud que, paraguas en ristre, formaba el coloreado tapiz, contrapunto de una conversación que había dejado a Judy temblando.

¿De qué demonios iba todo aquello? ¿Qué le había querido decir? La lluvia le había empapado el vestido; se volvió hacia el juzgado chaqueteando con sus zuecos como un potro asustado.

7

No había tiempo para volver al despacho durante el descanso del almuerzo. Por ello el equipo de la defensa había montado su cuartel general en una de las salas de reunión de los juzgados, un recinto blanco y aséptico situado junto a la sala. La luz de un fluorescente iluminaba la minúscula estancia, que parecía abarrotada sin tener más que cuatro sillas cromadas con respaldo de mimbre beige alrededor de una mesa redonda de imitación madera. Un revoltijo de bocadillos, emparedados con encurtidos procedentes de la tienda kosher y fotocopias de las hojas de servicio de la policía ocupaba toda la mesa. Bennie estaba tomando notas al tiempo que comía un panecillo de centeno con atún cuando Carrier entró como una tromba para contarle lo que había ocurrido.

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