Lisa Scottoline - Falsa identidad

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Sólido thriller judicial, sobre una mujer acusada del asesinato de su marido. Penetrante análisis de la corrupción, trama impredecible; una lectura tensa, irónica, por una autora que ya es más que un valor ascendente. La aparición de una supuesta hermana gemela de la acusada da un giro inesperado.

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Luego recordó las palabras de Bennie: «Considera el caso Connolly como otro cualquiera». Un caso antimonopolio, por ejemplo, en el que los delincuentes llevaran las uñas perfectamente cuidadas e imaginaran que una pistola Glock hacía tictac. Puso los hombros rectos y cogió el expediente del interrogatorio de la investigación, las notas tomadas por los inspectores en el interrogatorio de un testigo en la Roundhouse. Aquello la informaría de lo que podían decir los testigos del Estado.

P: Tengo entendido que usted posee cierta información sobre el incidente. Díganos qué sabe sobre lo sucedido el día 19 de mayo.

R: Pues… eso era ayer, y yo estaba intentando que se durmiera el bebé.

P: Adelante. Díganos qué oyó.

R: Oí un disparo. Muy fuerte. Después de oír ese disparo, me asomé a la puerta y vi que Alice Connolly huía de la casa.

Mary, con la mirada fija en el papel, recordó un antiguo cuestionario, que ella había memorizado a los seis años. El Catecismo de Baltimore, con tapas blandas y color azul celeste.

P: ¿Quién te creó? R: Me creó Dios. P: ¿Por qué te creó Dios?

R: Para que representara a los desalmados asesinos y a otros canallas parecidos.

Mary hizo chirriar los dientes. Cogió su bloc de notas, inclinó la cabeza y empezó a escribir. Mientras siguiera en aquel trabajo, cumpliría y lo haría lo mejor posible. Era la única solución para hacer frente a la defensa de Connolly, e intuía que también era la única que movía a la mayor parte de abogados a la hora de defender a sus clientes. Sin levantar la vista.

Judy asomó la cabeza en la puerta del gimnasio familiarizándose de nuevo con aquel lugar. El entrenamiento que ella y Mary habían visto por la mañana había finalizado, y un hombre blanco estaba pegando puñetazos al pesado saco colgado en la esquina. Dos negros trabajaban con los balones con resorte; sus musculosos brazos describían un diestro y vigoroso movimiento circular. El portero empujaba una larga escoba de madera; un cigarrillo apagado colgaba de la comisura de sus labios. Nadie reparó en Judy, o, suponiendo que lo hubieran hecho, nadie se inmutó.

Observó un rato al boxeador que golpeaba el pesado saco colgado del techo como un cadáver. «Bum, bum, bum», sonaba el cuero contra la gruesa lona, retumbando en el gimnasio. El cuerpo del boxeador giraba a un lado y a otro tras cada arremetida. A Judy, el ritmo le recordó el balanceo natural del esquí de fondo, y la soledad del boxeador, la de la escalada. ¡Qué extraño descubrir rastros de sus deportes favoritos en un asqueroso gimnasio! Lo que ocurría era que Judy era capaz de verlo todo de color de rosa. Incluso lo más apestoso.

Tras ella, en la esquina, se desarrollaba una escena que no había divisado desde la puerta. Un hombre mayor, bajito, en chándal gris hacía una demostración de las típicas posturas de boxeo ante una serie de niños en pantalón corto. El hombre tenía la piel del tono de las castañas y los ojos, de un marrón intenso y vivo, eran grandes, animados, y destacaban en un rostro que apenas mostraba una arruga. Un pelo liso cubría la bien perfilada cabeza, con alguna sombra grisácea en las sienes. Lucía una sonrisa natural, casi como la de un niño.

– ¿Podéis hacerlo? ¡Vamos a intentarlo! -gritó el hombre al grupo, y Judy se acercó a ellos.

Los niños dieron un paso al frente imitando la postura; los lisos torsos y los larguiruchos brazos acababan en unos hinchados guantes de boxeo rojos, entrecruzados por cinta aislante.

– ¡Así se hace, chicos! ¡Perfecto! -gritó el hombre al tiempo que el pecho de los muchachos se hinchaba ostensiblemente-. Y ahora, ¡arriba a la izquierda! -Los niños ladearon el puño izquierdo con gesto de protección-. ¡Que se note que estáis por la labor! -siguió gritando el hombre.

Luego se secó la frente y sonrió mirando a Judy.

– ¿A que trabajan bien? Tenga en cuenta que es la segunda clase a la que asisten.

– ¡Impresionante! -exclamó Judy, en voz alta, para que pudieran oírla los críos.

El hombre se volvió hacia sus muchachos:

– Y ahora unos golpes. -Los niños empezaron a balancearse, imitando los movimientos que habían visto por la tele-. ¡Venga, venga! -siguió gritando, mientras los niños giraban.

– Por lo que veo, les da clases de boxeo -dijo Judy gritando.

– Pues sí. El boxeo les da algo que hacer, les enseña a autovalorarse. Además, les hago llevar a cabo una buena obra todos los días. -Al hombre se le arrugó la frente al ver que dos de los niños empezaban a empujarse entre sí-. ¡Eh, eso no, vamos, los dos, Troy, Vondel! Bueno, es todo por esta noche. ¡A las duchas, volando! -Los niños rompieron la fila y salieron corriendo por la gastada hierba artificial hacia los vestuarios-. ¡Y no dejéis las toallas en el suelo! Ponedlas en el cesto -les dijo mientras corrían.

– No creo que le hayan oído -dijo Judy sonriendo.

– Oyen, pero no escuchan. -El hombre se secó la frente con la manga y le tendió una mano de tamaño considerable-. Soy Roy Gaines. Todos me llaman señor Gaines pero no me pregunte por qué. Y no es que no quiera decírselo, lo que pasa es que no me acuerdo. Empezaron un día y ha seguido así. Por lo tanto, ahora soy el señor Gaines.

– Encantada de conocerle, señor Gaines. Yo soy Judy Forty -dijo ella, estrechándole la mano. Le había dado un nombre falso porque iba de incógnito. Sabía que nadie se desvivía por echar una mano a un abogado y quería mantener el caso Della Porta en secreto. Si lograba mantenerse fuera del alcance de Star en los próximos días lo conseguiría-. ¿También da clases a adultos?

– ¡Ja! Entreno a la mitad de los boxeadores de este gimnasio.

– O sea que sabe mucho de boxeo.

– Lo práctico desde que era niño. Empecé con la lucha durante los recreos allá abajo, en Georgia. De todas formas, no tenía la altura ni la capacidad para llegar a profesional. Llevo mucho tiempo enseñando. Pregúnteselo al encargado de aquí, a Dayvon Alien; durante el día está en el gimnasio. Puede preguntárselo a él o a cualquiera. Todo el mundo conoce al señor Gaines.

Judy asintió. Le pareció perfecto.

– Me interesaría que me diera clases de boxeo.

– ¿Clases de boxeo? Claro. -Míster Gaines miró a Judy de arriba abajo sin perder detalle-. Usted podría boxear, joven. Tiene cuerpo para ello. Alta, fuerte. Brazos largos. Hoy en día muchas mujeres boxean.

– ¿En serio?

– Christy Martin, la hija del minero… Una muchacha blanca, con pantalón corto rosa, y una estructura como un camión. Compartió cartel con De La Hoya en una ocasión. Una boxeadora de aquí te espero. Ya ve, Christy boxea, y también aquella holandesa, una guapísima… ¿Cómo se llama? -El señor Gaines frunció el ceño, pensando, y enseguida hizo chasquear los dedos con un sonido extraordinariamente fuerte-. ¡Lucia Rijker! ¿La ha visto?

– No.

– Pues tendría que verla -dijo el señor Gaines arrugando la frente-. Si le interesa el boxeo, tiene que verla. Y además ver todo lo que pueda. Observar a los hombres, observar a las mujeres, y siempre aprenderá algo. Es como todo, uno tiene que aplicarse. Practicar. Entrenar. Trabajar. Uno no puede llegar aquí y buscar algo que no exija un esfuerzo.

– ¿Cuánto cobra por clase?

– Media hora, veinticinco pavos. Si está decidida, tendrá que firmar el papel.

– Estoy decidida. -Judy estaba asustadísima. ¿Media hora? De poco se enteraría en el gimnasio en media hora-. ¿No podría darme clases de una hora?

– Con media hora tiene de sobra -respondió el señor Gaines riendo y dejando al descubierto un diente mellado que parecía una rebanada de pan blanco con un mordisco-. Se lo aseguro. Créame: no corra. Si tiene tiempo libre, haga ejercicio entre clase y clase, ejercicio. ¿Oye? Ejercicio. Carrera. Levantamientos. El saco pesado, el balón con resortes. Ya le prepararé un programa. Todos mis alumnos tienen el suyo.

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