Lisa Scottoline - Falsa identidad
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Judy intentaba torpemente aplicar la cuchara a los espaguetis que se deslizaban del tenedor.
– Lo de la cuchara no lo acabo de entender.
– Es que no tienes que utilizar la cuchara -dijo Angie, pero Mary con un gesto le dijo que no le hiciera caso.
– No la escuches, Judy, te engaña. La cuchara es la clave para enrollarlos bien. Nadie puede pasar a formar parte de la asociación Sons of Italy a menos que domine el arte de la cuchara.
– La cuchara no hace falta -dijo el padre de Mary.
La madre asentía meneando unas mechas que recordaban unos cirros sobre su corta y huesuda frente. Vita DiNunzio se estaba quedando sin pelo por culpa de haber pasado tantos años tomándoselo a los demás, con lo que conseguía que se lo tomaran más a ella en la peluquería de la esquina.
– Las cucharas son una maravilla -insistió Mary-. Los auténticos macarroni las utilizan.
– ¿Y tú por qué utilizas esa palabra? -saltó Angie, y Mary se dio cuenta de que su hermana gemela había perdido el sentido del humor en el convento, algo que ya no tenía remedio al haber escogido como oficio el de auxiliar de letrado, una actividad que no tenía ninguna gracia.
– No sé si recuerdas, Angie, que antes siempre estabas de guasa.
– ¿Como tú?
– Exactamente como yo -respondió Mary, y el comentario no cayó en saco roto, pues Angie evitó mirarla a los ojos.
– ¡Chicas, chicas! -exclamó la madre en tono de advertencia.
Mary se mordió la lengua. Notaba como un peso en el pecho. Ya no sabía cómo conectar con Angie, pese a que su relación había sido muy estrecha de niñas. Para Mary, había significado muchísimo el hecho de tener una hermana gemela, siempre le había parecido algo insólito y especial, pero el vínculo que para ella representaba la seguridad, las amarras de un barco, para Angie tenía unas connotaciones de aislamiento, de poner la cadena a un cachorro. Angie había pasado buena parte de su vida adulta tirando de la correa, luchando para liberarse del todo. Mary lamentaba la pérdida y el caso Connolly le había abierto de nuevo la herida; Bennie aceptaba de buen grado a una hermana gemela que no había conocido hasta entonces de la misma forma que Angie la rechazaba a ella.
– Deja la cuchara, Judy, y coge los espaguetis con el tenedor -dijo Angie-. Sólo unos pocos y los enrollas apoyando el tenedor en el borde del plato.
Judy pinchó un manojo de pasta con la expresión más deprimente que se había visto nunca en alguien a punto de comer un plato de espaguetis.
– Me licencié en Stanford. Tendría que ser capaz de conseguirlo.
– Pues no lo harás -le dijo Mary-, porque no usas la cuchara.
– ¡Mary! -la reprendió Angie en el mismo tono que había utilizado su madre.
Mary se sonrojó. De pronto notó calor en la diminuta cocina. La salsa de tomate burbujeaba en el abollado cazo colocado sobre el fuego y el vapor del agua en la que se había hervido la pasta subía en espirales. El olor que impregnaba la estancia -agudo a causa del orégano, dulzón por la albahaca, penetrante por la carne picada- que le había parecido tan aromático al llegar a casa, en aquellos momentos ya le parecía empalagoso.
– ¿Sabéis una cosa? -dijo-. Hay gente que no come espaguetis cuando hace calor. Tienen la sensación de que si los comen aún sienten más calor.
La madre de Mary levantó la vista, forzándola a través de las gafas.
– ¿Qué quieres decir, sin espaguetis?
– Sin espaguetis en verano. Si se toma algo frío por la noche, uno se siente más fresco.
– Bebe un poco de agua -dijo la madre, y el padre, junto a ella, arrugó profundamente la frente hasta el punto que pareció que iba a partírsele.
– Pero ¿qué dices?, ¿una cena fría? Algo frío no es una cena. Cenar frío no es cenar.
– No es verdad, papá -dijo Mary, sin saber muy bien por qué insistía en un tema tan tonto. A ella le encantaban los espaguetis hiciera el tiempo que hiciera. Se los habría comido en una sauna-. En los restaurantes sirven cenas frías, como salmón frío con ensalada. A veces ponen la ensalada tibia.
– ¿Pescado frío y ensalada tibia? -Su padre levantó la mano para ajustarse el aparato auditivo, un regalo de Mary. Ésta sintió tanta emoción el día en que su padre accedió a llevarlo que incluso propuso cenar en el comedor, lo que el otro rechazó rotundamente-. ¿Has dicho pescado frío y ensalada tibia, Mary? ¿Y eso dónde lo sirven?
– En el centro.
– ¿Qué plato es ése? ¿Cómo calientan la ensalada?
– No lo sé. Puede que no la pongan en la nevera o que la dejen un momento al vapor. En la carta pone: «Ensalada tibia de hortalizas mustias».
– ¿Mustias? Pues mustio quiere decir estropeado. No me digas que lo sirven así.
– Pues sí. Eso te pone delante.
Su padre dio un resoplido.
– ¡Vergüenza debería darles! ¡Serán chorizos! ¡Pescado frío y ensalada tibia! ¡Vaya gjlipollez!
– ¡Esa lengua, Matty! -dijo la madre de Mary, aunque el padre hizo como que no oía, con absoluta precisión.
– ¡Y pagarán una pasta por un plato así! ¡Valiente disparate!
Mary miró por el rabillo del ojo a su hermana gemela y le sorprendió comprobar que sonreía tomando un sorbo de agua; soltó un suspiro. Antes se veía capaz de adivinar el pensamiento de su hermana.
– ¡Lo conseguí! -gritó de repente Judy-. ¡Mirad!
Con una sonrisa de oreja a oreja, sostenía el tenedor cargado de espagueti en forma de madeja.
Mary soltó una carcajada y su padre dejó el tenedor y aplaudió golpeando con fuerza las resecas y ásperas palmas.
-Brava , Judy! -exclamó.
– Venga, contadnos lo que habéis hecho hoy, chicas -dijo la madre.
Mary vaciló: no quería contar a sus padres que estaba trabajando en el caso Connolly, aunque tampoco le apetecía mentir. Como buena abogada, le dio la vuelta a la pregunta.
– Como hacías cuando éramos pequeñas, mamá, preguntarnos qué habíamos aprendido aquel día en la escuela.
– Yo le diré qué hemos aprendido -saltó Judy tras acabar con el ovillo de pasta-. Hemos aprendido que los boxeadores tienen muy malos modales.
– ¿Los boxeadores? -dijo Vita, frunciendo el ceño, y Mary bajó la vista, diciendo para sus adentros: «No, por favor».
A Matty DiNunzio se le iluminó el semblante.
– ¿Lleváis un caso sobre boxeo? ¿Qué hacéis con el boxeo?
– Hoy hemos tenido que interrogar a un testigo -respondió Judy, lanzándose a contar lo que había ocurrido en el gimnasio, al parecer sin darse cuenta de las patadas que le iba dando Mary por debajo de la mesa.
Matty DiNunzio se encorvó sobre la mesa, apoyándose con los codos y abriendo cada vez más los ojos mientras los de su esposa se empequeñecían. Mary era consciente de que las sospechas de su madre se iban cociendo a fuego lento como su salsa de tomate. Enormes burbujas sobre una superficie roja, impregnada de vapor.
– ¿Habéis conocido a Star Harald? -dijo su padre, ajeno a todo por la emoción-. Es un peso pesado. Le vi boxear hace un par de meses. Dieron el combate por cable. Menudo jap tiene el pájaro, Madonne.
Mary intervino para cambiar de tema:
– ¿Tú ves boxeo, papá? Creía que lo tuyo era el béisbol.
– Me gustan los combates. De joven boxeé. Hace mucho de eso.
– Cuéntanoslo -dijo Mary, pero la expresión de su madre le indicó que estaba aplazando lo inevitable, que siempre era mejor que nada.
A todos los abogados les gusta que les den una prórroga.
– No tengo mucho que contar. Ni guantes de oro ni nada de todo eso. En el barrio, casi todos lo practicábamos… Cooch, Johnnie, Freddie… Tú ya los conoces, Mary. Llegué a pegar fuerte. Y también recibí. Pero no tenía suficiente rapidez. Los pies…
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