Lisa Scottoline - Falsa identidad
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– ¿No le importa lo más mínimo esa mujer? -preguntó, maldiciendo las emociones que su voz delataba, aunque el guardia de seguridad la interrumpió enseguida, sacándola del despacho.
De vuelta a su edificio, Bennie salió del montacargas y se dirigió hacia Lou Jacobs, el guardia de seguridad. Levantó las manos en son de paz.
– No me mate. No volveré a hacerlo.
– Me importa un bledo lo que haga o no haga -dijo Lou con aire triste. Llevaba una caja de cartón en las manos en la que se veían fotos de sus nietos y también la pelota de goma azul con la que hacía ejercicio de prensión casi todo el día-. Se acabó eso de hacerle de niñera.
– ¿Se va?
– Eso parece. Ya estoy jubilado otra vez.
– Si a usted no le gusta estar jubilado. ¿Por qué se despide?
– No es que me despida, me despiden.
– ¿Le despiden? ¿Por qué?
– Por haber contravenido la política de la empresa. Déjeme pasar, por favor. Voy cargado.
A Bennie le afectó aquello.
– ¿Le han despedido por mi culpa?
– Dejémoslo. Apártese un poco.
Lou se metió en el montacargas que estaba cubierto por una tela azul. Pulsó el botón de bajada pero Bennie mantuvo la puerta abierta.
– ¿Y qué piensa hacer?
– Ya se lo he dicho. Jubilarme. Salir en barco. Hacer inmersión. Andar en bici. Pescar.
– ¿Pescar?
– Sí, eso, ¿ha visto esas cosas que nadan en el agua?
– ¿No buscará otro trabajo?
– No hay prisa. Además, poco trabajo puede encontrar un hombre de mi edad, a pesar de mi buen aspecto. Y ahora déjeme bajar -dijo él, pero Bennie no se conformaba.
– A mí me hace falta un investigador. ¿Le interesa el puesto?
– ¿Me toma el pelo o qué?
Sonrió con sequedad.
– Por supuesto que no. -Bennie le señaló con la cabeza la entrada, donde se apiñaba la prensa-. Ya ve a lo que tengo que enfrentarme. Le necesito.
– ¿Por lo de Della Porta? Ni soñarlo, era un poli. Por otra parte, usted y yo no nos entenderíamos.
Lou pulsó el botón de bajada pero Bennie siguió sujetando con fuerza la puerta.
– No se trata de una boda.
– No necesito su caridad.
– Trabajará duro conmigo.
El timbre del montacargas sonó y Lou hizo una extraña mueca.
– Pensaré en ello. No lo dé por sentado.
– Si quiere el puesto, está libre. Mañana por la mañana a las nueve, en mi despacho. Estoy segura de que nos entenderemos en cuanto al sueldo.
«Pip, pip, pip.» Lou arrugó la frente.
– Todo son mujeres ahí arriba, ¿verdad?
– Tendrá que ser todo un hombre -le dijo Bennie, cuando ya se cerraban las puertas del montacargas.
26
Mary recordaba a Joy Newcomb, a quien conoció en la Facultad de Derecho, como una muchacha distante y reservada. Por aquella época Joy iba siempre con una cola de caballo, con vaqueros planchados, suéters de cuello alto blancos y rebecas Fair Isle, genuinamente gastadas por la parte de los codos. Joy se había graduado en Harvard y, por tanto, a los ojos de Mary, era una persona inteligente. De todas formas, Mary daba por supuesto que todos sus compañeros de la facultad eran inteligentes, y nunca dudó un instante de que Joy Newcomb entraría automáticamente a formar parte, como socia, de alguno de los principales bufetes del país. Así pues, tuvo una gran sorpresa al encontrarla donde la encontró.
– ¿De modo que lo dejaste y punto? -preguntó Mary, pasmada, mientras paseaba al lado de Joy, quien guiaba un poni blanco llamado Frosty. A caballo de éste iba un niño de unos cuatro años y flequillo muy moreno. Las gafas de gruesos cristales que llevaba el chaval quedaban algo torcidas bajo el negro casco de montar. Sujetaba con su manita la blanca crin, saltando al ritmo del animal. Los cuatro -el poni, el niño y las dos abogadas-avanzaban describiendo círculos en un sencillo picadero de hormigón-. ¿Dejaste el Derecho? -repitió Mary.
– Sí, lo dejé. Puedo hacerlo, ¿no? -respondió Joy sonriendo.
Llevaba el pelo suelto y a Mary le parecía que tenía una expresión más relajada que antes, si bien vestía la misma ropa. Cuello alto, blanco, y vaqueros, aunque sin la raya marcada.
– ¿Por qué lo dejaste? Con lo que… prometías.
– Ya sabes cómo es el oficio de abogado. Muchas horas, poca tensión y poca diversión. Los clientes lo quieren todo resuelto para ayer, el mundo te odia y tú no puedes complacer a nadie. Así que lo dejé.
Dejarlo. A Mary la idea casi le producía mareo, aunque la sensación podía deberse también al paseo en círculo. Todos los días pensaba en dejarlo y aún no había encontrado a nadie que lo hubiera hecho.
– ¿Cómo te las arreglaste?
– Escribí un informe en el que ponía: «Dimito. Métanse donde les quepan sus leyes federales». Y ahora hago eso, que me encanta. -Joy condujo el poni hacia la izquierda, sujetándolo por un ronzal de nailon rosa. Un rayo de sol entraba por la ventana abierta y le iluminaba el pelo. El aire era fresco y limpio y las golondrinas gorjeaban en el alto roble situado frente a la ventana. Se encontraban en el condado de Chester, en unas instalaciones hípicas y, aparte de los pájaros, sólo se oía el «clac, clac, clac» de los cascos de los ponis en el suelo-. No es tan duro abandonar. Lo que hace una es correr un riesgo.
– ¿Tenías ya este trabajo cuando lo dejaste?
– No, pero he montado a caballo desde niña. Sabía que podía ser monitora. De todas formas, para enseñar a esos niños hay que aprenderlo todo de nuevo. No es lo mismo. -Joy animó al poni para que se acercara a un buzón de cartón rojo colocado improvisadamente junto al picadero y dio unos golpecitos a la pierna del niño-. ¡A por él, Bobby! -dijo, y el niño se agachó, abrió el buzón y sacó de él un saquito relleno. Riendo, lo sostuvo con aire de victoria pero no abrió la boca-. ¡Muy bien! -le dijo Joy-. Y ahora lo metes de nuevo, como ayer, ¿te acuerdas?
El niño se mordió el labio mientras se agarraba a la crin del poni, apretaba las piernas contra la montura forrada de piel de cordero para mantener el equilibrio y metía de nuevo el saquito en el buzón. Luego cerró la tapa. Joy le dio un abrazo, aunque el pequeño no respondió al gesto.
– Eres el mejor, ¿lo sabías? -exclamó, pero el niño no respondió. Joy volvió la cabeza con el rostro encendido de felicidad-. Ayer no consiguió hacerlo. Hoy ha podido.
– Felicidades.
– Lo ha hecho Bobby, no yo. -Joy hizo chasquear la lengua y los cuatro siguieron andando-. ¿Por qué no le felicitas a él? -dijo Joy con una mirada tan significativa que Mary se dio cuenta de que había estado evitando observar al niño. No sabía por qué, pero fuera cual fuera la razón, la hizo sentirse culpable. Muchos días Mary se despertaba con un sentimiento de culpabilidad.
– Te felicito, Bobby -le dijo Mary, pero no supo con seguridad si él la había oído-. ¿Comprende?
– Comprende mejor que tú y mejor que yo -respondió Joy, lacónicamente, y luego apartó la mirada-. Cuando me llamaste, dijiste que querías hablar conmigo sobre Jemison a raíz de un caso. No creo que hayas conducido tantos kilómetros para comentar lo de dejar el trabajo.
– ¿No? Quiero decir… no. -Mary abandonó sus fantasías y se acordó del caso Connolly-. ¿Verdad que estabas en Jemison en la época de Guthrie?
– Sí. Era uno de los veteranos en litigios. Llevaba una eternidad allí. Se ocupaba de todos los clientes de la vieja guardia de la casa. Presentaba unas minutas descomunales, y todo lo había heredado de los veteranos que le precedieron.
– ¿Trabajaste para él?
– Muy poco, y ni siquiera constaba en los informes. Era un hombre agradable.
– Y llegó a juez.
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