Lisa Scottoline - Falsa identidad

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Sólido thriller judicial, sobre una mujer acusada del asesinato de su marido. Penetrante análisis de la corrupción, trama impredecible; una lectura tensa, irónica, por una autora que ya es más que un valor ascendente. La aparición de una supuesta hermana gemela de la acusada da un giro inesperado.

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– En la calle. En un puesto de perritos calientes.

– ¿Un abogado pijo en un puesto de perritos calientes? ¡Vamos! Quiero la verdad.

Connolly no movió ni un párpado.

– Nos conocimos en el puesto de perritos calientes frente a la biblioteca. Él pasaba en coche y paró a comprar uno. Empezamos a hablar.

– ¿Y luego?

– Tuvimos una aventura, ¿vale? ¿Te sorprende que me lo hiciera con un hombre así?

Bennie cogió el bloc y el bolígrafo de la cartera.

– ¿Adónde iba con él durante el día?

– A un piso que tenía él para esos asuntos. Yo no era la primera.

– ¿Tenía llave?

– No, nos encontrábamos allí.

– ¿Cuántos días por semana?

– Al principio, una o dos veces por semana. Cuando él podía.

Bennie tomó nota.

– Tenían relaciones sexuales.

– No, jugábamos con la Nintendo. -Connolly no rió y Bennie tampoco-. Pasaba el rato en el piso, trabajando en mi libro. Era más agradable que la biblioteca. Estaba completamente equipado. Pantalla grande de televisión, buen equipo de música, ordenador rápido, etcétera.

Bennie dejó el bolígrafo.

– De modo que engañaba a Della Porta.

– Sí.

– ¿Por qué?

Connolly encogió los hombros; su expresión seguía imperturbable.

– Pensaba que era una mujer enamorada.

– Te equivocabas. -De repente soltó una carcajada-. Tú conseguiste el título, pero el cerebro lo tengo yo.

Bennie no reaccionó.

– Explíqueme lo de Bullock para que yo pueda hacerlo creíble ante un jurado, si es que sale el tema.

– Vivía con Della Porta pero no le amaba. Ya te he dicho que no me gusta estar sola. Tampoco amaba a Bullock. No eran más que hombres. Los apreciaba pero no era algo como amor, las canciones de amor y tal.

A Bennie le pareció un comentario de adolescente. ¡Estábamos apañados si las canciones eran el modelo!

– ¿Cuándo se acabó lo suyo con Bullock?

– Un mes antes de que asesinaran a Anthony.

– ¿Lo dejó usted o fue él?

– Los dos. Viajaba mucho por cuestiones de negocios, un importante caso que llevaba en Arkansas. Dejó de llamarme.

– ¿No le llamó usted?

– No. Tampoco me interesaba tanto, y luego mataron a Anthony.

Bennie se sentía asqueada y vacía. Pensando en la vida de Connolly, tan sin sentido, y en su defensa, mucho más problemática que antes. Ya no podía demostrar que Connolly y De-Ua Porta eran dos tortolitos, y pensaba que ojalá el fiscal del distrito no estuviera al corriente del asunto. ¿Y si lo intentaba por otra vía?

– Bullock sabía lo de Della Porta, ¿no? ¿Estaba celoso de Della Porta?

– No. Bullock quería quedarse con una parte de Star. Pretendía que yo se lo arreglara con Anthony. Evidentemente no podía hacer algo así.

– ¿Quedarse con una parte? ¿A qué se refiere?

– Los boxeadores necesitan patrocinadores. Anthony era el manager y había conseguido que algunos empresarios pusieran dinero en Star. Entonces, si Star sacaba dinero, todos se beneficiaban de él.

– ¿Puede existir algún vínculo entre Bullock y Star?

– Ni hablar. Bullock no necesita la pasta, te lo puedes creer.

Pero Bennie seguía dándole vueltas. Tenía un problema delante y no era que la teoría de Bullock no se sostuviera por ningún lado. Quien no se sostenía era Connolly. Cualquier jurado, por poco que uno lo supiera tratar, fallaba a favor del acusado que le caía bien, pero Connolly no caería bien a nadie, aunque no abriera la boca en la sala. El fiscal mostraría la suficiente habilidad para poner en evidencia la vida, la moral y la actitud de Connolly, y aquello sería su fin, aun en el caso de que no hubiera cometido el asesinato.

Bennie sintió un nudo en el estómago. Tenía que encontrar la forma de que el jurado aceptara a Connolly. La miró, y la re-clusa le devolvió la mirada con aquellos ojos tan parecidos a los suyos, si bien más perfilados por el maquillaje. Aquello le dio una idea. Un juego, pero sería la única oportunidad de Connolly.

28

La manecilla de plástico negro del reloj de la cocina marcaba las cinco y media y Mary se encontraba sentada, satisfecha, ante un plato de espaguetis con albóndigas y una ensalada de lechuga iceberg aliñada con vinagre y aceite. La familia DiNunzio cenaba siempre a la misma hora y se servía pasta cuatro días por semana; los viernes, pescado. Mary se sentía tranquila cuando las cosas seguían su curso, y la casa de sus padres, a la que iba todos los miércoles a cenar, era la catedral de las cosas que seguían su curso. Había invitado a Judy a cenar porque los padres de Mary la querían mucho y la trataban como a la hija alta que nunca habían tenido. Judy respondía a su afecto y cada vez se maravillaba de que los italianos vivieran tan a la italiana. Mary no sabía qué explicación darle. Determinados estereotipos resultaban convincentes por alguna razón.

La casa adosada, de obra vista, de los DiNunzio, en la zona sur de Filadelfia, tenía una disposición en línea recta que empezaba por la sala de estar, seguía con el comedor y la cocina y por último los dormitorios, en fila como las cuentas de un rosario. El sofá de la sala de estar se hundía en el medio y habían protegido su reluciente tapicería verde con unos tapetes que su madre había hecho con ganchillo hacía muchísimos años. La moqueta granate formaba una banda desgastada en el centro del comedor, una cinta de misal grabada con los años al pasar por encima, en un lugar que se utilizaba únicamente en Navidad y Pascua. Ya de niña, Mary era consciente de que algo extraordinario tenía que sucederle a Jesucristo para que los DiNunzio comieran en aquella estancia.

La cocina, un lugar minúsculo, constituía el núcleo de la casa. Ocupaba casi todo su espacio una mesa de fórmica con destartaladas patas metálicas, y los cinco -la madre y el padre de Mary, ésta, Angie, su hermana gemela, y Judy- tenían que apiñarse a su alrededor para cenar. Los armarios, recientemente revestidos con madera, y los estantes de fórmica quedaban tan cerca de la mesa que el padre de Mary podía poner en marcha el extractor de la ventana sin moverse de su silla; sus aspas de plástico soltaban un estridente zumbido pero la atmósfera seguía cargada.

– Madonne, aquí hace calor -dijo el padre de Mary, Mariano DiNunzio. Muchísimo tiempo atrás, su equipo de alicatadores le había bautizado con el nombre de «Matty», y con él se había quedado. Era calvo, bajo, fornido y tenía la nariz protuberante y una sonrisa afable. Llevaba pantalón corto y camiseta blanca; la barriga se notaba suave como la de un angelito bajo el gastado algodón. Se había metido una servilleta de papel en el cuello de la camiseta como si fuera un babero-. ¿Te llega algo de aire, Judy? -preguntó.

– Sí, estoy bien -respondió Judy, enfrascada en la tarea de hacer girar los espaguetis.

– Así me gusta. Tú eres la invitada. Queremos que te sientas cómoda.

– Estoy de primera -dijo ella, mientras la humeante pasta se le escapaba por segunda vez del tenedor.

Lo intentó de nuevo, con la lengua junto a la comisura de los labios, concentrada.

– ¿Te ayudo? -le preguntó Angie.

Ésta tenía el pelo rubio oscuro y llevaba una cola que formaba un bucle parecido a una coma; vestía blusa de color marfil con manga corta y bermudas caqui. Era idéntica a su hermana, aunque vestida de sport.

Mary esbozó una sonrisita de suficiencia:

– Déjala. Es divertido ver cómo se aplica en la labor.

– ¡Oye, ya está bien! -exclamó Angie-. Yo le enseñaré cómo enrollarlos.

– Eso, para que vaya corriendo a contárselo a la flor y nata yanqui. Y luego, ¿cómo quedamos nosotros? Despojadas de todo secreto.

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