Lisa Scottoline - Falsa identidad

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Sólido thriller judicial, sobre una mujer acusada del asesinato de su marido. Penetrante análisis de la corrupción, trama impredecible; una lectura tensa, irónica, por una autora que ya es más que un valor ascendente. La aparición de una supuesta hermana gemela de la acusada da un giro inesperado.

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– Diles adiós, Neenie -exclamó, arrebatándole el auricular en cuanto la funcionaría hubo apartado la vista.

La interna se volvió.

– ¿Cómo te atreves? Tú no sabes quién soy yo.

– Cierra el pico o te pego un puñetazo -murmuró Alice. Se hizo con el teléfono y marcó el número, sin apartar la vista del reloj mientras el aparato sonaba al otro lado de la línea. Tenía sólo dos minutos. Las colas de la medicación y el economato casi se habían terminado-. Que se ponga -dijo cuando cogió el teléfono la secretaria de Bullock.

– ¿Sí? -dijo él al cabo de una fracción de segundo.

Alice simuló que tosía junto al auricular.

– Creo que he pillado un resfriado -dijo.

No añadió nada más por si Bullock tenía el teléfono controlado. No le hacía falta, Bullock lo comprendería. Habían establecido un código para sus asuntos y para momentos como aquél. Alice había dado a Bullock un nombre al que llamar si las cosas se ponían feas dentro. Ellos intentarían frenar la acción desde fuera. Aquello no era la especialidad de Bullock, pero lo hacía por ella, pues no le quedaba más remedio.

– ¿Tos? -dijo Bullock-. Lo siento.

– Tengo que dejarte.

Alice colgó, satisfecha de momento. Como mínimo Bullock era una persona en la que podía confiar. Estaba bien disponer de un contable y un abogado al mismo tiempo. Bullock era uno de los jefazos de la Cámara de Comercio que habían querido invertir en Star. Luego Alice le consiguió una vía más directa de sacar dinero, y libre de impuestos.

Recorrió con la mirada lo que quedaba de las colas y no vio a Leonia en ninguna parte. Bullock tendría que ponerse manos a la obra en la calle, pero a ella, dentro, le tocaría andar con muchísimo tiento. Se fue hacia su módulo, dirigiéndose a su celda.

25

Bennie llegó a la planta baja del edificio y se le planteó un problema. La prensa abarrotaba la fachada y ella tenía que ir al despacho de Lyman Bullock. Permaneció un momento dudando frente al ascensor, pensando cómo salir de allí. No podía conducir la prensa al despacho del abogado. Si en realidad era el amante de Connolly, Bennie les estaría poniendo en bandeja una parte de su defensa; si por el contrario no lo era, le molestarían sin razón. En el vestíbulo, con revestimiento de brillante mármol beige, no había nadie a excepción de un viejo guardia de seguridad. Se trataba de Lou Jacobs, un ex policía que se había retirado hacía poco y que sentía por Bennie la misma simpatía que la mayoría de polis. Ninguna.

– Tenemos problemas, Lou -le dijo Bennie desde el banco situado junto al ascensor.

– No soy ciego -respondió él-. Llevo aguantando a esos inútiles desde la hora de comer. Ya están indagando sobre otros despachos del edificio y simulando citas.

Miró a los periodistas frunciendo el ceño e intensificando las patas de gallo profundas ya en aquel rostro curtido después de tantos fines de semana pasados en la lancha motora. Lleva el pelo plateado peinado hacia atrás y en su cara destacaba una nariz contundente como el pico de una gaviota. Era un hombre de una pieza, que llevaba el uniforme azul marino con cierto orgullo, algo que agradaba a Bennie.

– Tengo que salir de aquí, Lou. ¿Puedo utilizar el montacargas?

– Ni hablar. No lleva nada.

– Simularé que transporto un aparato de fax.

– Nada.

– Vamos, Lou. ¿Va a echarme a los perros?

– Mientras yo pueda ver el espectáculo…

Bennie hizo rechinar los dientes.

– Pues o cojo el montacargas o monto una rueda de prensa en el vestíbulo. Y a usted se le llena ese espacio de periodistas y sus inquilinos no podrán entrar ni salir. ¿Le parece eso mejor?

Lou movió la cabeza.

– No puede utilizar el montacargas. Va contra las normas.

– ¡Por el amor de Dios, Lou, no me venga ahora con normas! ¿Qué prefiere, la norma o los periodistas? Usted escoge, colega.

Lyman Bullock tuvo un sobresalto allí sentado en su escritorio de caoba: sus ojos claros se abrieron de par en par y la pequeña boca se entreabrió poniendo de relieve el hoyuelo de la barbilla. La pálida piel se enrojeció y el cuello adquirió más volumen sobre el almidonado cuello blanco sujeto con una aguja que amenazaba con asfixiarle. El porte del abogado dejaba al descubierto la verdad, lo que él mismo nunca habría hecho.

– No conozco a ninguna Alice Connolly -dijo con firmeza.

– Por supuesto que la conoce, ni siquiera sabe mentir. ¿Acaso no ha pasado por la Facultad de Derecho?

– Creí que quería verme para comentar un caso.

– Efectivamente, el caso de Alice Connolly. -Bennie no le había comentado el objetivo de su visita por teléfono. Se había limitado a presentarse como una abogada que necesitaba asesoramiento ético para un caso-. Tenemos que hablar, Lyman. Por cierto, ¿Lyman tiene algún diminutivo?

– No.

– Oiga, Lyman, no piense que he venido aquí a crearle problemas o a husmear. ¿Puedo sentarme?

– De ninguna forma.

– Gracias.

Bennie se instaló en la butaca Windsor situada ante la mesa de Bullock. Tenía un despacho amplio y soleado, con antigüedades inglesas dispuestas de forma convencional ante un tapiz en tonos azules. Quedaba claro que el negocio de la ética le había ido bien a Lyman Bullock. Tenía suerte de que los abogados fueran cada vez menos éticos.

– Tenemos que hablar de Alice Connolly. Asesinaron al hombre que vivía con ella y la acusan del crimen. Su juicio se celebrará la semana que viene. Yo soy su abogada.

– No sé de qué me está hablando. -Bullock seguía de pie, con la espalda recta, como una silla Chippendale. En la pared de detrás de su escritorio se veían dos diplomas iguales, que daban fe de su titulación en Derecho y Economía, y en un aparador de cerezo tenía colocadas unas fotos enmarcadas de su familia. Su mujer, de pelo blanquecino y collar de perlas, sonreía tranquila desde la foto enmarcada en plata-. Ya le he dicho -repitió- que no conozco a nadie que se llame Alice Connolly.

– Tengo razones para suponer que sí la conoce. Le vieron recogiéndola en la Biblioteca Central. Con un Mercedes marrón último modelo.

– No sé de qué me está hablando. -Dobló el cuerpo por la cintura, lo suficiente para alcanzar el teléfono-. Llame a los de seguridad, Martha. Tengo a una intrusa en mi despacho.

– Le conviene hablar conmigo. Si accede a hacerlo aquí, no tendremos que charlar en la sala, donde el mal gusto casi raya en la delincuencia.

– Piénseselo dos veces antes de citarme a declarar. No creo que fuera un buen testigo. -Bullock dejó el teléfono colgado-. Tengo muy mala memoria. No podría responder a ninguna de sus preguntas. La haría quedar a usted como una insensata ante un jurado.

– Usted y Alice tenían un lío.

– No conozco a ninguna Alice y me ofende esta acusación. Soy un hombre casado.

– ¿Por qué iba, pues, a recogerla a la biblioteca?

– Nunca he hecho tal cosa.

– Tengo un testigo ocular.

– Su testigo habrá visto a otra persona.

– ¿De quién pretende burlarse?

Bennie se levantó hecha una furia mientras entraba por la puerta un guardia de seguridad uniformado de negro, blandiendo un revólver.

– ¿Señor Bullock? -dijo el guardia, buscando al terrorista que había imaginado encontrar y hallándose ante una rubia fuera de sus casillas.

Bullock le señaló a Bennie con un suave gesto.

– ¡Llévese a esta mujer de aquí inmediatamente! Me está molestando.

Bennie era consciente de que había perdido la batalla, aunque sólo fuera temporalmente.

– Usted fue amante de Connolly durante un año. Y a ella pueden condenarla a muerte.

– No sé de qué me habla.

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