Lisa Scottoline - Falsa identidad

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Sólido thriller judicial, sobre una mujer acusada del asesinato de su marido. Penetrante análisis de la corrupción, trama impredecible; una lectura tensa, irónica, por una autora que ya es más que un valor ascendente. La aparición de una supuesta hermana gemela de la acusada da un giro inesperado.

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– ¿Nos podemos ir ya?

– No -respondió Judy y notó que la mano de Mary se agarraba a su falda mientras seguía el camino a través de los espectadores, sin hacer caso de unas miradas de curiosidad y lascivia al tiempo. En la última fila no había tanto jaleo y Judy se situó descaradamente al lado de Star-. ¿Es usted Star Harald? -le preguntó-. Me llamo Judy Carrier.

La expresión de Star no cambió; siguió absorto en el combate.

– Mi amiga y yo somos abogadas y trabajamos en el caso del asesinato de su manager, Anthony Della Porta. Representamos a Alice Connolly.

A Star hasta le asqueaba oír pronunciar el nombre de aquella zorra. Siguió con los ojos clavados en el ring.

– Anthony Della Porta era su manager, ¿verdad?

Star no respondió. El chaval del pantalón rojo pegaba pero no conseguía conectar. No entrenaba lo suficiente. No tenía disciplina. Ni respeto por sí mismo.

– ¿Conocía a la mujer con la que vivía Della Porta? Se llama Alice Connolly.

Star siguió sin abrir la boca. Pensando que el entrenador del chaval tenía que aconsejarle que moviera los malditos pies, pero era un inútil. Incluso Browning, el jodido gordo con el que él acababa de firmar contrato, entendía más que ése. Cruzó los brazos y los bíceps destacaron bajo la cazadora.

– Veo que músculos no le faltan. ¿Qué tal anda de modales?

Star volvió la cabeza y clavó los ojos en los de Judy. No era Tyson, por lo que no le pondría la mano encima, pero lo estaba pensando.

– Hablo cuando quiero hablar.

Mary tiró de la falda de Judy para avisarla. Enfrentarse a un boxeador profesional no le parecía buena idea; además sabía que Judy era de California, donde la gente no para de autodestruirse.

– Muy bien -dijo Judy-. Le haré una pregunta y usted me la responde, si quiere. ¿Conoció usted a Alice Connolly?

– Sé que mató a Anthony y eso es todo lo que tengo que saber -respondió él con toda naturalidad, y Judy disimuló la perplejidad que le había causado la respuesta.

– ¿Y eso cómo lo sabe?

– Lo sé y punto.

– ¿Le comentó Della Porta algo que se lo hiciera pensar?

Star movió la cabeza. No le gustaba que aquella tipa hablara de Anthony llamándole por su nombre.

– ¿Qué le hace afirmar que lo hiciera Connolly?

Star no dijo nada. La zorra aguantaba el tipo. Observó cómo el chaval del ring retrocedía hacia su rincón a trompicones.

– ¿Le comentó a la policía lo que pensaba?

Star negó con la cabeza.

– ¿Por qué?

– No me lo preguntaron.

Judy había dado por sentado que la policía había interrogado a Star. ¿Mataban a su manager y no le hacían ni una pregunta?

– ¿El fiscal del distrito no le ha llamado a declarar? ¿Piensa declarar?

Star volvió a mover la cabeza con gesto de negación. Declarar. Mierda. Tenía la situación controlada. Aún no le habían informado de que la tarea se había resuelto, pero estaba convencido de que se encargaban de ello. Sin articular una palabra más, dio la espalda a la letrada y se alejó entre la multitud.

Judy se dispuso a seguirle pero Mary se lo impidió tirando con fuerza de la falda.

– Te estoy salvando la vida.

– Pero se nos va.

– Porque es más grande y más rápido que tú.

Judy vio cómo Star desaparecía metiéndose en los vestuarios.

– Puede huir pero no esconderse.

– Hará lo que le dé la gana. Por algo es un peso pesado. Y ahora, vámonos -dijo Mary, empujándola hacia la salida.

23

Bennie había despilfarrado una hora discutiendo por teléfono con los funcionarios al cargo de su licencia cuando por fin consiguió hablar con el susodicho señor Hutchins.

– Escúcheme, señor Hutchins -le dijo-, usted exige doce horas de créditos al año, ¿no? Diez horas de cursillos fundamentales y dos de ética.

– Exactamente -respondió el señor Hutchins, una persona que considerarían amable los que se sienten inclinados por aquellos que se limitan a cumplir órdenes.

– Pues yo estoy en el Grupo Cuatro, y por ello debería haber conseguido mis créditos en agosto.

– El pasado agosto.

– Eso es, el pasado agosto. -Como quiera llamarlo. ¡Qué quisquilloso!-. Pagué cien dólares para la prórroga. Ya me dirá usted dónde está el problema.

– El problema, señora Rosato, es que la prórroga se le había concedido sólo hasta octubre del año anterior. Desde entonces no hemos tenido noticia de que haya cumplido con las exigencias pendientes en cuanto a ética. Por ello se la inhabilita.

– No he recibido notificación de ello. No pueden quitarme la licencia sin previo aviso.

Oyó el «clic, clic, che» de las teclas del ordenador a través de la línea y seguidamente el señor Hutchins le dijo:

– A nosotros nos consta que se le envió aviso sobre su demora en noviembre, marzo y junio.

Bennie tomó un buen sorbo de café, pero no se sintió aliviada. ¡Qué dura era la vida cuando una se encontraba fuera de la norma!

– ¿Qué tengo que hacer, pues, para que me devuelvan la licencia?

– Acabar inmediatamente los cursillos exigidos y luego solicitar su reincorporación.

– No puedo hacerlo. Ahora mismo tengo bastante trabajo. -Bennie se secó la frente-. Lo que yo quisiera saber es por qué me ha tocado a mí. No creo que sea la única letrada a quien le faltan los créditos de ética. ¿Podría comprobármelo?

– Supongo que sí podría, si quisiera.

– ¿Y no lo quiere hacer? Los trámites son importantes, señor Hutchins. Las normas son importantes. -Bennie estaba a punto de atragantarse-. ¿Me hará el favor de comprobar si su organismo sigue sus propias reglas? Es una cuestión de integridad administrativa. -Se hizo el silencio al otro lado de la línea, a excepción del «clic, clic»-. Apuesto a que no soy la única con un atraso de un año.

– Pues no.

– ¡Qué desastre!

– En efecto, es terrible. Hay un buen número de abogados en el condado de Filadelfia que llevan como mínimo un año de retraso en sus créditos de ética.

A Bennie se le agotó el sentido del humor. La teoría sobre la confabulación de Connolly estaba tomando cuerpo.

– ¿Por qué me ha tocado a mí en particular, señor Hutchins? ¿Ve alguna indicación en el ordenador que le dé una pista sobre ello?

– No, es algo irregular. El ordenador normalmente sigue el orden alfabético y actúa sobre los retrasos según este orden.

– ¿He pasado delante de las «A» o no?

– Pues sí. Y la verdad, no es el procedimiento que suele seguir el programa.

– Eso me temía. ¿Por qué ha saltado a los medios de comunicación la información sobre mi licencia? ¿También se trata del procedimiento habitual?

– Yo no soy responsable de ello.

– ¿Quién es el responsable?

– No estoy seguro.

– Pues investíguelo. Alguien de su organismo ha pasado la información. Nadie más lo sabía.

«Clic, clic, clic», siguieron las teclas.

– Yo daba clases de legislación sobre difamación, señor Hutchins. En una de sus estúpidas comisiones. ¿Quiere que le asesore gratis? Las declaraciones que su organismo ha sacado a la luz dañan mi reputación como letrada y si es usted quien las ha hecho a la prensa, se ha extralimitado.

– ¿Cómo dice?

– Le estoy diciendo que puedo interponerle una querella.

– No en cuanto a materias.

– Le he dicho que di clases de legislación sobre difamación en una de sus comisiones.

Bennie omitió la palabra «estúpidas» como gesto de buena voluntad.

– ¿Solicitó los créditos que le correspondían por las clases impartidas?

– ¿Me corresponden créditos por esas clases? No lo sabía.

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