Lisa Scottoline - Falsa identidad
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– Un argumento pobre -saltó Judy-. Connolly y Della Porta ni siquiera estaban casados.
Bennie controló su impaciencia.
– Hay que seguir, descubrir algo más. No hay que convencer al jurado de que lo hizo ese abogado. Simplemente darle un poco de color, un cierto peso. Presentarlo lo suficientemente plausible para que exista la duda razonable.
– A eso me refería yo -dijo Mary, moviendo la cabeza. Siempre podía estar orgullosa de algo. Estaban en Norteamérica y ella tenía derecho como empleada-. ¿Quieres que intentemos localizar a ese abogado?
Bennie negó con la cabeza.
– No; tengo algo importante para vosotras. ¿Entendéis de boxeo?
– El boxeo es guay -dijo Judy-. A veces veo combates por la tele. En Tuesday Night Fights.
– Muy bien. -Bennie se tranquilizó. Carrier podía ser un lince trabajando en algo que le interesara-. ¿Y tú, DiNunzio? ¿Eres aficionada al boxeo?
– ¿El boxeo? -Mary arrugó la nariz-. Lo encuentro algo asqueroso. Dos personas que intentan sacudirse entre sí. Nunca he conseguido pasar del primer asalto.
– Pues estás a punto de convertirte en una entendida. Iréis al gimnasio donde se entrena el boxeador de Anthony. Tenéis que descubrir si ha hablado con el fiscal del distrito. Si irá a declarar.
Bennie escribió una dirección en un papel adhesivo amarillo y se lo pasó a Mary, quien lo cogió a regañadientes.
– Pero yo tenía que entrevistar a los vecinos de Della Porta. Es mucho trabajo…
– Carrier no puede ir sola, sobre todo en aquel barrio. Irás con ella, para protegerla.
– ¿Protegerla? ¿Yo?
Judy rió.
– Tocada -exclamó, pegando un imaginario gancho.
22
El gimnasio se encontraba en la parte norte de Filadelfia, lejos del deslumbrante barrio comercial. Siguiendo en dirección norte, por Broad Street, se pasaba del mármol blanco del Ayuntamiento al plástico rojo del Kentucky Fried Chicken, a los oscuros cristales de las fachadas vacías y a los revestimientos con paneles que imitaban la madera de las oficinas de desempleo cuyas colas doblaban las esquinas, como en el estreno de una película de gran público. El desempleo llegaba a sus cotas máximas en aquella zona y todas las esquinas ofrecían alguna prueba de ello, con algún pedigüeño agitando un vaso de McDonald's en busca de alguna moneda. Mientras que la zona del Ayuntamiento estaba impecable, gracias al duro trabajo que llevaban a cabo los equipos de limpieza uniformados, financiados por la empresa privada, el extremo norte de la ciudad estaba sembrado de hojas de periódico, vasos de plástico y colillas. No en vano le llamaban «Sucidelfia», pues a nadie se le ocurría contratar a unos duendes de uniforme verde para limpiarla, y todo el mundo sabía que nunca se haría.
Judy observaba el panorama desde la ventanilla del taxi. Avanzaban en un vehículo con propaganda en el exterior, cuyo distintivo, de un amarillo rabioso, reflejaba la luz del sol como el oro falso. TIEMPOS DE RESURRECCIÓN, se leía en las paredes de una de las muchas iglesias que se alineaban en la calle. Judy se preguntaba qué aspecto tendría su interior.
– Creo que deberíamos subir más a menudo por aquí, Mary -dijo.
– ¿Por qué? -le preguntó Mary. Estaba absorta en las pruebas de Connolly, que iba leyendo mientras el taxi pasaba a duras penas de un semáforo a otro-. ¿No tenemos suficiente trabajo?
– El trabajo no lo es todo en la vida. Tendríamos que salir un poco. Ver cosas diferentes. Estilos de vida distintos.
– A los católicos no nos interesa la diferencia, ¿vale?
– Oye…
– Es más, no soportamos la diferencia. La diferencia es una amenaza para nosotros.
Judy sonreía mientras el taxi frenaba ante un edificio de hormigón de unas diez plantas. Las últimas se veían oscuras y parecían vacías, pero la primera formaba una acristalada nave que ocupaba toda una manzana. Una especie de tela metálica protegía el cristal y en ella habían quedado atrapados folletos de todo tipo y servilletas con la marca de distintas hamburgueserías. El taxista, un joven de barba rojiza, bajó la bandera.
– Dejémoslo en diez pavos -dijo, volviendo la cabeza.
Mary abrió la ventanilla.
– ¿Es esto?
– Claro. Uno de los mejores gimnasios de Filadelfia.
– No tiene ningún letrero.
– No les hace falta. Es casi tan famoso como el de Smoke.
– ¿El de Smoke?
– El de Joe Frazier, Smokin. -El taxista echó un vistazo a Mary por el retrovisor-. Filadelfia es famosa por el boxeo, ya lo verán. ¿Cuánto tiempo llevan aquí, chicas?
Mary se irritó.
– Cuidadito. Yo he nacido en Filadelfia.
Judy pagó al taxista.
– Estamos haciendo turismo por el norte.
– Gracias -dijo él-. ¿Quieren que las recoja? Es un rollo encontrar un taxi tan arriba.
– Ya lo sabía -respondió Mary.
– La saco un poco a paseo -dijo Judy al taxista, quien soltó una carcajada.
Dos negros musculosos estaban entrenando en un ring, en el centro del gimnasio. El casco de cuero rojo les distorsionaba los rasgos y el sudor brillaba en sus hombros mientras combatían alrededor de la lona azul, tras unas cuerdas forradas de terciopelo rojo y azul. Colgaban en medio del ring cuatro fluorescentes que iluminaban los oscuros rostros de los espectadores. Éstos aclamaban o se estremecían a cada golpe, siguiendo emocionados el combate. Cuanto más fuerte era el puñetazo, más se animaban, aunque Mary hacía una mueca de dolor a cada movimiento. Para ella, el boxeo era un combate de infantería y artillería para el que había que pagar entrada.
Volvió la cabeza y echó un vistazo al gimnasio. Unos relucientes espejos cubrían sus paredes y el resto del espacio lo llenaban una serie de arrugados carteles de boxeo. En unas tarimas de contrachapado colgaban los sacos como lágrimas de cuero, y otro, más pesado, de color marrón, se balanceaba lentamente pendiente de una cadena en el extremo. En la pared del fondo se alineaban los guantes dorados y plateados; la atmósfera estaba impregnada de sudor, humo de tabaco y suciedad. Mary se apoyó en el amplio hombro de Judy.
– Éste no es nuestro sitio -murmuró-. Somos abogadas. Deberíamos trabajar en publicidad.
– Deja de quejarte. Estamos aquí en una misión secreta.
– ¿Y qué más? Las únicas blancas y las únicas mujeres. Muy secreta no será.
– Tú sígueme.
Judy se abrió paso entre los reunidos para conseguir ver mejor la pelea. Enseguida le intrigó la habilidad que vio en el combate, el movimiento de los boxeadores, el silbido de los guantes en el aire. No podía apartar la mirada del ring.
Mary, arrimada a ella, observaba el panorama cerrando un poco los ojos, hasta el momento en que uno de los contendientes le asestó al otro un golpe en la cabeza con tal fuerza que el cuello chasqueó como un látigo. Mary dimitió del estado adulto y, más aún, de su profesión, y se tapó los ojos.
– ¿Lo ha matado?
– Todavía no.
– No lo soporto. Vámonos.
– No.
– Pues te espero fuera. Por el barrio.
– Que te crees tú eso. -Judy le cogió la mano y miró a los reunidos buscando a Star. Lo reconoció enseguida a partir de los carteles que había visto colgados por el gimnasio. Starling Haral, Star, era más grande en persona que en foto, por difícil que pareciera-. Ahí está.
– ¿Dónde?
– Aquel armario de la última fila -dijo Judy.
Mary miró hacia allí. Era un hombre enorme, casi sobrehumano, incluso visto a distancia. Llevaba una camisa de seda negra y una cazadora también negra, de abultados hombros, aun sin hombreras. Se mantenía algo apartado del resto y tenía un aire distante: el aura de una estrella, aunque fuera negra. A Mary se le ocurrió que podía ser atractivo de no mostrarse tan inasequible, aunque comprendió que la distancia emocional probablemente era un requisito indispensable para un hombre capaz de matar a quien fuera con sus puños.
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