Lisa Scottoline - Falsa identidad
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– María -lo interrumpió la madre.
Cogió el brazo de su esposo, gesto que para los italianos equivale al codazo que indica que hay que dejarlo-. ¿En qué tipo de caso os manda trabajar ahora ella?
Mary no tuvo que preguntarle a quién se refería con eso de «ella». Bennie Rosato se había convertido el año anterior en el Anticristo del hogar de los DiNunzio.
– Un caso normal y corriente.
– ¿Qué quiere decir eso de normal y corriente?
– Que lo que tengo que hacer es algo de investigación y nada más. Hablar con los testigos, trabajar en la biblioteca. Hoy he visto a una de mis antiguas compañeras de clase, que enseña a niños discapacitados…
– Testigos… ¿Qué tipo de testigos?
Mary tomó un sorbo de agua. Hacía un calor asfixiante. Nadie hacía un contrainterrogatorio como su madre.
– Pues testigos normales. Testigos que acuden al juicio.
– ¿Qué juicio?
– Pues… un juicio. No voy a llevarlo yo, el juicio. Yo no presento las pruebas ni nada. -Mary clavó la vista en Judy, en busca de ayuda, pero ésta, curiosamente, seguía enfrascada con su plato de espaguetis-. Además estoy terminando un informe sobre el caso del que ya os hablé, el de la Primera Enmienda, ¿os acordáis? Ése es el más importante que llevo, en el Tribunal Federal. En el Tercer Territorio Jurisdiccional, el Tribunal Federal de Apelación. Algo muy importante, mamá. Ahí vas a decir que te sientes orgullosa de mí. Que soy un genio y que has tenido mucha suerte conmigo.
– Apuesto a que os ha metido en un caso de asesinato.
Vita DiNunzio dejó el tenedor, y Mary vio en el acto que la cosa se complicaba.
– Será sólo éste.
– ¡Lo imaginaba! -pegó una palmada en la mesa con una mano que tenía un aspecto muy frágil.
La mesa se movió, los platos saltaron un poco y el agua se agitó en aquellos vasos que tanto se parecían a tarros de mermelada.
– No se trata de Bennie sino de mí. Si quieres echarle la culpa a alguien, me la echas a mí.
– Por su culpa estuviste a un paso de la muerte -gritó la madre con la voz temblorosa por la edad y la emoción.
– No pasa nada, mamá. Todo va bien.
Angie, al otro lado de la mesa, tenía una expresión grave.
– Tranquila, mamá. Mary irá con cuidado. Sabe cuidarse. No correrá ningún riesgo, ¿verdad, Mary?
– Por supuesto -respondió Mary con rapidez-. Ando con mucho tiento. No haré nada que implique un peligro. -Dejó que Angie se ocupara de apaciguar a la madre. Al ir creciendo, las gemelas habían funcionado en equipo, y en la división tácita que habían establecido en cuanto a los progenitores, Angie había optado por la madre y Mary por el padre-. Lo del año pasado fue una experiencia aislada, mamá. Ahora nos encontramos con un proceso criminal corriente y moliente. Pero pienso ir con cuidado igualmente.
– ¡Basta! -exclamó la madre, levantándose súbitamente. La fina y agrietada piel de sus mejillas se enrojeció. Se le notaba un ligero temblor bajo la bata floreada-. ¡Voy a hablar con ella ahora mismo!
– ¿Cómo? ¿Dónde?
– Voy a ir a su despacho ahora y le diré a esa bruja que a mi hija no la enreda en un caso de asesinato.
Mary cerró los ojos, avergonzada.
– No harás nada de eso, mamá. El despacho está cerrado. Ni siquiera encontrarías a Bennie.
No dijo a su madre que ni siquiera conducía; no le pareció el momento adecuado.
– Iré mañana por la mañana. Pero se lo diré. Y ella me escuchará, ¡Vaya si me escuchará!
– Es mi trabajo, mamá.
– ¡Pues despídete!
Mary estuvo a punto de soltar una carcajada.
– No puedo hacerlo. Tengo que ganarme la vida. Sólo el alquiler…
– ¡Instálate en casa! -Extendió los brazos, mostrando unos nudosos codos y unas nacidas axilas-. ¡Y ahora no me salgas con que eres demasiado mayor! La hija de Cammarr Millie vive con sus padres y tiene treinta y seis años.
– No voy a despedirme. Soy abogada y me gusta mi trabajo -dijo Mary, sin acabarse de creer las palabras que salían de sus labios.
¿Acaso alguien podía resultar convincente vendiendo el artículo del abogado feliz?
– Díselo tú, Matty -gritó la madre, pegando un codazo a su marido.
Mary se dio cuenta por primera vez de que sus padres también formaban un equipo. Miró al padre y descubrió que la tristeza distorsionaba sus rasgos mientras se quitaba la servilleta que llevaba a modo de babero sujeta al cuello de la camiseta. El hombre no abrió la boca, pero Mary notó la punzada del sentimiento de culpabilidad.
– Es mi trabajo, papá -dijo Mary-. Tengo que vivir de mi trabajo.
– Creíamos que nunca más aceptarías un caso de asesinato, pequeña -dijo él, bajito.
– No puedo hacer distingos, papá. Tú lo sabes mejor que yo, también has trabajado. ¿Habrías tolerado que uno de tu equipo fuera a la suya?
La madre de pronto apartó la silla y salió de la cocina con los ojos inundados en lágrimas.
– ¡Espera, mamá! -gritó Angie, y salió corriendo tras ella.
Judy quedó pasmada, y Mary se iba poniendo nerviosa en la asfixiante cocina.
El padre estiró el brazo y le cogió la mano, sorprendiéndola con su cálida palma.
– No voy a decirte cómo hacer tu trabajo, Mary. Sólo te diré que el boxeo es un mal asunto, un asunto sucio. Mucha gente sale malparada. Procura que no te toque a ti.
– No te preocupes, papá -respondió Mary, aunque aquellas palabras no le salieron con facilidad.
Judy, contemplando el panorama, había quedado muda de asombro. Su madre no lloraba, su padre no la llamaba «pequeña». Su familia optaba por el melodrama de la película de la semana en televisión, tras una mampara de caro cristal. O bien sobre un escenario, a distancia. No obstante, pese a lo que la conmovían las emociones de los padres de Mary, le habían chocado también las palabras que había oído. Matty DiNunzio estaba en lo cierto. El boxeo era un asunto sucio y peligroso. Tal vez el asesinato de Della Porta no tuviera tanto que ver con la poli como con los boxeadores. Las letradas habían seguido la teoría de Connolly, pero Judy no confiaba tanto en Connolly como Bennie. Decidió seguir la investigación por su cuenta. No quería poner en peligro a Mary. Por nada del mundo habría dejado que le hicieran daño a su mejor amiga.
Y evidentemente no tenía intención de enfrentarse con Vita DiNunzio.
29
Bennie avanzó en coche a oscuras por la manzana antes de detenerse frente a la casa de Della Porta, no sin asegurarse antes de que delante de ésta no hubiera periodistas ni unidades móviles de los medios de comunicación. Trose Street estaba tranquila y se veía poca gente fuera. Aparcó, cerró el Expedición, salió con la carpeta del caso en la mano y buscó entre las llaves hasta que encontró la del piso de Della Porta.
Bennie cruzó la entrada tras abrir la puerta que daba al exterior y subió la escalera que llevaba al piso. Ya en el rellano, metió la llave en la cerradura pensando en Connolly. Reflexionaba lo que habría sentido al volver a casa, a aquel piso, para encontrarse a Della Porta. Cómo le habría sentado encontrarle muerto. Bennie había vivido en su propia carne aquella terrible experiencia, con la única diferencia de que amaba profundamente al hombre a quien encontró. ¿Cómo podía haberles sucedido a las dos, a ella y a Connolly? ¿Otra coincidencia?
Abrió la puerta, entró y encendió la luz. El piso tenía el mismo aspecto que antes: la sala de estar a la izquierda, con la mancha de sangre. Anduvo por el contorno de tono herrumbroso y recordó aquel espantoso día en que vio el charco de sangre en el despacho de su amante. Fijó la mirada en la mancha, ensimismada en sus pensamientos. Tenía que admitir que empezaba a aceptar, más de lo que le hubiera justificado la lógica, que Connolly era su hermana gemela. Tal vez fuera porque había observado a Connolly, había examinado su aspecto y sus reacciones.
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