Lisa Scottoline - Falsa identidad
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– Puedes hacerlo. Debes admitir la posibilidad. Al haberte cortado el pelo y vestirte como Connolly destruyes la distancia emocional imprescindible como defensora, y al mismo tiempo te convences de que eso siempre ha sido así. No controlas la situación, lo que haces es repetirte que la controlas.
– Tengo que ducharme, Grady, te lo digo en serio. No hay tiempo para discutir todo esto.
Tiró la toalla, se metió en la bañera y cerró la puerta. El agua le dio en la cabeza y Bennie cerró los ojos para no ver el ondulado perfil de Grady al otro lado del viejo plexiglás.
– Habla con Connolly de la prueba de ADN -dijo él levantando la voz para que le oyera a pesar del ruido del agua-. Te apuesto veinte pavos a que no acepta.
– Lo pensaré.
– Díselo hoy. Demuéstrame que estoy equivocado. Esta noche lo hablamos.
– Esta noche no estaré en casa. -El agua corría a raudales por los fuertes hombros de Bennie, descendiendo hacia su fina barriga-. Tengo trabajo.
– No seré yo quien te saque del atolladero -dijo Grady antes de marcharse.
Cuando se estaba secando, Bennie se planteó por primera vez si Grady tenía razón. Algo le hacía resistirse a la idea, incluso le aconsejaba no reflexionarlo en profundidad, como si fuera una cuestión de mal agüero. Bennie tenía que llevar el juicio de Connolly, las riendas de la defensa. Para ganar, le era imprescindible controlar la sala, dirigir la atención del jurado y el respeto del juez. Para ello tenía que sentirse totalmente segura y no podía permitirse que le temblara el pulso. Se peinó rápidamente y corrió a vestirse sin ni siquiera mirarse al espejo.
SEGUNDA PARTE
Consideré mi situación con tanta profundidad y tan metafísicamente que, al observar concienzudamente sus movimientos me pareció ver claramente que mi propia individualidad se fundía en una empresa de dos socios; que mi libre albedrío había recibido una herida mortal; y que otro error o desgracia iba a sumirme en la inmerecida catástrofe de la muerte.
Herman Melville,
Moby Dick
1
Joe Citrone cubrió su flaco cuerpo con un albornoz a cuadros, abrió la puerta de casa antes de sentarse a desayunar y se alegró al ver que, para variar, le habían dejado el periódico a la hora. ¡Quién sabe en qué se entretenía aquel muchacho la mitad del tiempo! Cuando Joe era joven se levantaba en plena noche para ir a repartir el periódico. Entonces el Philadelphia Enquirer salía por la mañana y su padre, a la hora de cenar, leía el Evening Bulletin. Ahora que el padre de Joe había muerto, sólo quedaba el Enquirer. A Joe, a menudo no le llegaba hasta que había terminado los huevos del desayuno.
Recogió el periódico de la entrada y se incorporó, rígido de nuevo. PROBLEMA DOBLE: DEFIENDE A SU HERMANA GEMELA EN EL ASESINATO DE UN POLICÍA, rezaba el titular. Joe cerró la puerta y leyó por encima el artículo hasta que llegó al único párrafo que le interesaba.
Según fuentes bien informadas, las noticias publicadas sobre el tema de la retirada de la licencia de la letrada Rosato eran infundadas. La abogada sólo se había demorado técnicamente en cuanto a los requisitos anuales en ética. Según datos fiables procedentes del Colegio de Abogados de Pennsylvania, la demora «no debería empañar de ningún modo el prestigio ético de Rosato ni impedirle el ejercicio de ninguna defensa civil o criminal».
Primer escollo. Cosas que pasan. Habría que intentarlo de nuevo. Joe tenía otras opciones, un montón de ellas, pero no quería echar mano de las mismas si no era estrictamente necesario. El partido tenía que ganarse manga a manga.
Joe pasó a la página de deportes y entró en la cocina leyendo. El nuevo fichaje de los Phils pintaba bien, incluso podía conseguir una mejora del equipo en la tabla. Su nombre figuraba en las estadísticas en once categorías, incluyendo los cuadrangulares y carreras bateadas. Joe se instaló en la cabecera de la mesa con la página de deportes abierta frente a él. En un minuto, Yolanda le serviría los huevos revueltos, poco cuajados, como le gustaban a él; ya le llegaba el olorcillo de la primera taza de café que iba a tomar. Podría estudiar con tranquilidad las estadísticas.
Joe tenía fe en las estadísticas, en los números. Era algo científico, exacto. De joven había deseado ser empresario, incluso había pensado convertirse de mayor en actuario de seguros. Al viejo no le gustó la idea. No quería que su hijo llevara mejor vida que él, que se alejara del estilo de vida italiano. Así pues, Joe se hizo policía y no empresario. Pero luego descubrió que ambas cosas no estaban reñidas.
Movió la cabeza satisfecho al oír el tintineo del plato de porcelana contra la mesa junto al periódico. El aroma de los huevos ascendía por el aire y Joe cogió el tenedor que tenía detrás del periódico. Oyó luego el ruido del café que pasaba a la taza. Según el periódico, el nuevo fichaje jugaba como un veterano y a todo el mundo le recordaba a Yastrzemski. ¡Vaya por Dios! ¡Yaz! De pronto sonó el teléfono con un ruido crispante que alteró el silencio de la cocina. Joe oyó que su mujer corría hacia el aparato colgado en la pared.
– Sí -dijo Yolanda-. Un momento. Está aquí.
Joe siguió leyendo. Sabía quién llamaba. No tenía prisa en contestar. Hizo un gesto con el tenedor.
– ¿Puedes llamarlo más tarde? -dijo Yolanda, al teléfono.
Quien llamaba tenía que ser Lenihan. Estaría histérico al haberse enterado de que Rosato seguía en el caso Della Porta. A Lenihan le perdía la emotividad. Ése nunca jugaría como un veterano.
– Está desayunando, Surf -dijo Yolanda-. Diez o quince minutos.
Joe negó con la cabeza.
– Tal vez media hora -añadió Yolanda, traduciendo el gesto.
Joe frunció el ceño al ver la foto llena de grano del nuevo fichaje en plena atrapada aérea. El chico tenía unas piernas de potro y era alto. Estadísticamente, los altos eran mejores atletas. En todos los deportes. Además, los hombres altos tenían más éxito. Era cierto. Joe era alto.
– Bien, lo siento, gracias. Sí… sí… descuida, le diré que te llame. -Yolanda colgó el auricular-. Era Surf-dijo, aunque no hacía falta, y volvió a la cocina.
Joe asintió. Surf no tenía que preocuparse por nada porque en definitiva las estadísticas mandaban. Joe siempre salía a flote. Era un veterano. Apartó la página de deportes y se llevó el tenedor a la boca, donde se fundieron los cremosos huevos.
Al otro lado de la ciudad, en un piso, Surf Lenihan colgó bruscamente el teléfono en la mesilla de noche.
– ¡El muy cabrón! -dijo en voz tan alta que su novia se agitó en su sueño y se colocó una almohada sobre la cabeza.
Ella había dormido como un tronco toda la noche y en cambio Surf no había pegado ojo. Había visto las dos sesiones del programa de Howard Stern en el canal E! porque actuaban las Scores haciendo striptease, y más tarde había pescado una película de guerra antes del informativo. Allí se había enterado de que habían restablecido la licencia de Rosato para el caso Connolly. La habían filmado entrando y saliendo de su despacho. ¡Vaya desastre!
Surf saltó de la cama y se puso el pantalón azul marino de su uniforme de verano. Veía claro que no tenía que haber dejado la historia en manos de Citrone. Éste lo había llevado muy mal. Quitarle la licencia a ella y filtrar la historia de las gemelas a la prensa… Como si la publicidad pudiera asustar a un abogado.
Se puso la camisa y se la abotonó rápidamente. No podía dejar que Citrone y los demás lo fastidiaran todo. Ni tampoco esperar que enderezaran las cosas ellos. Cogió la funda de la pistola de la manecilla de la puerta y se la colgó del hombro, abrochándosela mientras salía del piso.
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