Lisa Scottoline - Falsa identidad
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– ¿Cómo? ¿A mi casa? ¡Jo, eres una caja de sorpresas!
– Lo mismo podría decir yo del piso. Explíqueme por qué todo lo que hay en él es tan caro.
– No sé a qué te refieres.
– A los objetos de arte, a todo lo que hay en la cocina. Anthony cobraría alrededor de cincuenta de los grandes al año, ¿me equivoco?
– No.
– ¿Tenía alguna otra fuente de ingresos? ¿De la familia, acciones? ¿Algo del boxeo?
– Nada. Los padres de Anthony murieron hace mucho, y Star era un pozo sin fondo. Precisamente Anthony gastaba su dinero en el entrenamiento, el equipo, la publicidad, todo eso. Por ello necesitaba patrocinadores.
– ¿Y otras fuentes de ingresos? -Bennie abrió la cremallera del maletín y sacó un bloc-. ¿Le daba dinero usted?
– No. No tenía.
– Pues ¿de dónde sacaba tanto?
Connolly parecía desconcertada.
– Siempre pensé que lo había ganado él. Yo no veía ni un recibo. Él se ocupaba de todo. Era su casa, su dinero, y cuando yo me instalé allí ya estaba todo.
– No lo ganaba con su sueldo. -Bennie se inclinó un poco hacia delante-. ¿Seguro que Della Porta no estaba implicado en alguna historia de corrupción?
– ¿Anthony? Ni hablar. Ya te dije que era recto como un palo.
– ¿Es posible que la pelea que tuvo con los otros dos polis, Reston y McShea, tuviera algo que ver con un caso de corrupción?
– ¿De qué tipo?
– Que Reston y McShea, por ejemplo, sacaran dinero de algo, quisieran implicar también a Anthony y él no aceptara. O que Anthony formara parte del grupo antes y lo dejara al conocerla a usted.
– ¡Qué va! Al menos que yo sepa. Lo que tengo claro es que los polis se pusieron de acuerdo para señalarme a mí con el dedo.
– ¿Oyó alguna vez una discusión rara entre Della Porta y los demás policías, por ejemplo en las reuniones de las que me habló el otro día?
– No. Creo que hablaban de mujeres y de boxeo.
Bennie reflexionó un momento. La cuestión del boxeo la inquietaba, pero primero quería seguir la pista policial. Se movía mejor en aquel terreno y, además, algo le decía que olía a chamusquina.
– Anthony era inspector de homicidios. ¿Llevaba algún caso relacionado con asesinatos o redes de traficantes?
– Seguro que llevaba alguno, pero nunca hablaba del trabajo. No quería llevárselo a casa.
– ¿Trataba con algún soplón vinculado al mundo de la droga?
– Nunca le oí hablar de nada de esto. No estaba al corriente de sus casos.
– Cuando trabajó como agente de uniforme, ¿detuvo a muchos traficantes?
– En aquella época no le conocía.
Bennie se apoyó en el asiento, incapaz de seguir. Allí dentro hacía calor, la atmósfera era asfixiante y notaba la turbadora mirada de Connolly, así como los vigilantes ojos de la funcionaría que permanecía tras el cristal de seguridad ahumado. Nada encajaba y ella parecía más empeñada en resolver el asesinato que en preparar la defensa. Aquella noche en el piso de Della Porta le había fastidiado la concentración.
– ¿Cuándo me sacarán de aquí? -preguntó de pronto Connolly-. El juicio empieza el lunes. Llevo un año sin poner los pies fuera, aparte del día de la vista.
– Justo antes del juicio. Probablemente el domingo por la noche o el lunes por la mañana. Durante el proceso, permanecerá en una celda del Palacio de Justicia.
– ¡Qué ganas tengo de salir! ¡Libre!
Connolly agitó los brazos con gesto alegre en el reducido espacio, y por primera vez Bennie entrevió algo de la niña que Connolly llevaba dentro. Casi experimentó la felicidad de Connolly, una emoción que se agitaba en ella como una sombra. ¿Sería su hermana gemela? Bennie pensó en Grady y en la conversación que habían tenido en el baño.
– Mi novio cree que deberíamos hacernos una prueba de ADN -soltó de repente Bennie-. Para descubrir si somos gemelas.
– ¿Cómo? -A Connolly le cambió la expresión, se le disipó la sonrisa y soltó los brazos como un pájaro que recibe un disparo en el aire-. ¿Sigues sin creerme? ¿Quieres comprobarlo con el ADN?
Bennie notó un aguijonazo. La había herido en un momento delicado.
– No he dicho que fuera imprescindible. Pero tengo información fiable sobre un laboratorio que realiza estas pruebas. Les mandamos las muestras de sangre y en una semana o así sabremos la verdad. Según parece, se llevan a cabo muchísimas pruebas de este tipo.
Connolly asintió.
– Vale, podemos hacerlo.
– ¿Sí? -preguntó Bennie, sorprendida por el cambio.
– Vamos a hacerlo. Hoy mismo pueden sacarme la muestra. ¿Te ocuparás de mandarla o lo que sea?
– No lo entiendo. ¿Qué le ha hecho cambiar de parecer?
– Tienes la oportunidad de saber la verdad -dijo Connolly, en voz baja, aunque sin rencor en el tono-. Ya no tendrás que hacer ningún acto de fe. Dispondrás de la prueba, que es lo que te hace falta, por lo que veo. Adelante, pues. En la enfermería toman las muestras para las pruebas judiciales. Podríamos hacerlo ahora mismo, ya que estás aquí.
– ¿Ahora?
Connolly la había cogido desprevenida y ya estaba de pie.
– ¡Funcionaría! -gritó, volviendo la cabeza-. ¡Eh, funcionaría!
Bennie salió disparada de la cárcel y subió al Expedition algo trastornada. Habían sacado la muestra de sangre de Connolly y dispuesto su envío al laboratorio directamente para evitar problemas de contaminación. Puesto que Connolly se había prestado a la prueba sin problemas, tal vez fuese cierta su historia de las gemelas. Sólo tenía un sistema para constatarlo. Bennie tendría que mandar su propia muestra. El hospital le venía de camino. Hacia el despacho.
Frenó al llegar a un semáforo en rojo. Los coches reducían la marcha en el denso tráfico del mediodía y los capós emitían sus trémulos vapores. Bennie no sabía bien qué debía hacer. Podía volver al despacho o detenerse en el hospital. Tendría que esperar una semana para conseguir los resultados. Notó que el corazón se le desbocaba, pero intentó no pensar en ello. Estaba sofocada; aumentó la potencia del aire acondicionado. ¿No quería saber la verdad?
Miró el semáforo; la sangre le hervía en el cerebro. Creyó ver reflejado allí su propio corazón. Cuando se puso verde, giró hacia la derecha y se dirigió al hospital.
4
Había poca actividad en el gimnasio. Por su amplia fachada entraba la brillante luz del sol, que no hacía más que resaltar el polvo y la suciedad. Judy, con chándal gris, extendía los brazos mientras el señor Gaines le vendaba las palmas y las muñecas antes de ponerle un par de guantes de boxeo rojos. Tenían el aspecto de unos mitones de los de los dibujos animados, si uno no reparaba en la cinta adhesiva que tapaba sus grietas. Llevaba unos protectores de cuero rojo acolchado sobre la frente y las mejillas, de forma que sólo los ojos quedaban al descubierto. Cuando el señor Gaines empezó con las reglas básicas en cuanto a posturas, Judy se sentía tan incómoda como Pillsbury Doughboy.
– El pie izquierdo hacia delante, un poco más -decía él.
– Lo siento -respondió Judy, haciendo lo que le decía-. Tampoco soy capaz de enrollar los espaguetis en el tenedor.
El señor Gaines sonrió.
– El pie derecho un poquitín hacia atrás. Tiene que aprender los rudimentos. Sin la postura correcta, uno parece una casa que va a derrumbarse. ¿Capta el sentido? La casa que se desmorona cuando aparece el lobo. ¿Conoce el cuento?
– Claro.
Judy colocó los pies donde creyó conveniente y controló la postura en el espejo. A través de él, obtuvo una panorámica del gimnasio, donde entrenaban unos diez hombres. La mayoría boxeaba con un adversario imaginario, pero había también una pareja peleando con poco entusiasmo y alguno que utilizaba el equipo. Los mamporros, los ruidos sordos recordaban el batir de unos tambores cuando el guante chocaba contra el saco, el cuerpo y los protectores. El hombre situado frente al saco iba soltando un «¡ja!» a cada golpe, enlazando el ritmo. Judy miraba de reojo a los boxeadores mientras ajustaba su postura.
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