Frank sintió que una oleada de calor febril le subía del estómago hasta la cara. En un instante, otro mar se superpuso al mar, otro reflejo al reflejo, el recuerdo a la mirada.
Cuando al fin salió del hospital, él y Harriet alquilaron un chalet en la costa de Georgia, en un lugar aislado. Era una casa de madera, con techo de tejas rojas, construida entre las dunas a un centenar de metros del mar. En la parte delantera había una galería con grandes ventanas correderas, que en verano podían abrirse para convertirla en un patio.
De noche oían el viento que soplaba entre la escasa vegetación y el rumor de las olas del océano que rompían en la orilla. En la cama, Frank sentía a su mujer apretarse contra él antes de dormirse, como si tuviera una intensa necesidad de reafirmar su presencia, como si no lograra convencerse de que él realmente estaba allí con ella, vivo.
Pasaban el día en la playa, tomando el sol y nadando. Aquella parte de la costa estaba casi desierta. Los que buscaban el mar y la agitación de los balnearios concurridos iban a otros lugares, a los sitios de moda, donde podían ver a culturistas entrenándose o a muchachas jóvenes de pechos y nalgas operados que pasaban contoneándose, como si estuvieran haciendo una prueba para Los vigilantes de la playa.
Allí, tendido en su toalla, Frank podía exponerse al sol sin avergonzarse de su cuerpo flaco, de las muchas cicatrices rojizas y de la marca dolorida de la operación de tórax que había permitido quitarle la esquirla que por poco le había costado la vida.
De vez en cuando Harriet, tendida a su lado, recorría con los dedos la piel sensible de las cicatrices, y los ojos se le llenaban de lágrimas. Nunca hablaban de lo ocurrido. A veces se hacía el silencio entre ellos, cuando los dos pensaban en lo mismo -aunque de distinta forma-, cuando recordaban el sufrimiento de los meses anteriores y el precio que habían pagado.
Entonces no tenían valor para mirarse a los ojos. Cada uno giraba la cabeza hacia su pedazo de mar hasta que uno de los dos, siempre en silencio, encontraba la fuerza de volverse y abrazar al otro.
De cuando en cuando bajaban a aprovisionarse a Honesty, una aldea de pescadores, el centro habitado más cercano. Parecía más un pueblo de Escocia que de Estados Unidos; era tranquilo, sin ningún ansia de turismo, con casas de ladrillo y madera muy similares entre sí, que bordeaban la calle que seguía la línea de la playa y el malecón de cemento que contenía las olas durante los temporales invernales.
Almorzaban en un restaurante con grandes ventanas, cerca del embarcadero, con un suelo de madera que hacía resonar los pasos de los camareros. Bebían vino blanco tan frío que empañaba las copas y comían bogavante recién pescado; se ensuciaban los dedos y se salpicaban al utilizar las pinzas. Solían reír como chiquillos. Harriet trataba de no pensar en nada, y lo mismo hacía Frank.
No habían vuelto a hablar de ello, hasta el día de la llamada.
Estaban en casa, y Frank estaba cortando las verduras para la ensalada. Del horno salía un delicioso aroma a pescado y a patatas asadas. Fuera, el viento levantaba la arena de las dunas y el mar estaba salpicado de espuma blanca. Las velas solitarias de dos tablas de windsurf cortaban veloces las olas, y había un gran todoterreno aparcado en la playa. Harriet, que estaba en la galería, no había oído sonar el teléfono por culpa del viento. Frank se asomó por la puerta de la cocina con un gran pimiento rojo en la mano.
– Harriet. Teléfono. Responde tú, por favor, que yo tengo las manos ocupadas.
Su mujer fue hasta el viejo aparato colgado en la pared, que continuaba sonando con un ruido antiguo, y descolgó. Frank se quedó mirándola.
– ¿Diga?
Apenas le respondieron su expresión cambió, como cuando se recibe una mala noticia. Su sonrisa se desvaneció y guardó silencio por un instante. Después dejó el auricular junto al aparato y miró a Frank con una intensidad que atormentaría sus noches durante mucho tiempo.
– Es para ti. Homer.
Volvió la espalda y regresó a la galería, sin añadir nada. Frank fue hasta el aparato y cogió el auricular, todavía tibio por la mano de su mujer.
– ¿Sí?
– Frank, soy Homer Woods. ¿Cómo estás?
– Bien.
– ¿Bien de verdad?
– Sí.
Si Homer se percató de que le hablaba de modo telegráfico, no lo dio a entender. Continuó como si la última conversación entre ambos hubiera tenido lugar hacía solo diez minutos.
– Los hemos cogido.
– ¿A quiénes?
– A los Larkin. Esta vez los hemos sorprendido con las manos en la masa. Sin explosivos de por medio. Hubo un tiroteo y pillamos a Jeff Larkin. Encontramos una montaña de droga y otra de dólares, todavía más grande. Y papeles. Se han abierto nuevas perspectivas que prometen mucho. Con un poco de suerte, tenemos bastante material para encerrarlos durante mucho tiempo.
– Bien.
Ya antes había respondido con el mismo monosílabo, con el mismo tono, pero su jefe no lo notó.
Se imaginaba a Homer Woods en su despacho de madera oscura, sentado al escritorio con el teléfono en la mano, los ojos azules detrás de las gafas de montura de oro, inmutable como su terno gris y la camisa Oxford azul.
– Frank, hemos llegado a los Larkin gracias sobre todo a tu trabajo y al de Cooper. Aquí todos lo saben, y yo tenía que decírtelo. ¿Cuándo piensas volver?
– Francamente, no lo sé. Pronto, creo.
– Vale. No es mi intención presionarte. Pero recuerda lo que te he dicho.
– De acuerdo, Homer. Te lo agradezco.
Colgó y buscó a Harriet. Estaba otra vez sentada en la galería, mirando a dos jóvenes que habían desmontado sus tablas de windsurf y las cargaban en el techo del todoterreno.
Se sentó en silencio junto a ella. Se quedaron unos momentos mirando la playa, hasta que el coche de los muchachos se alejó, como si aquella presencia extraña, aunque lejana, fuera en sí misma un impedimento para toda conversación.
Fue Harriet la que rompió el silencio.
– Te ha preguntado cuándo piensas volver, ¿no es cierto?
– Sí.
Nunca se habían mentido, y Frank no pensaba empezar aquel día.
– ¿Y tú quieres?
Frank se volvió hacia ella, pero Harriet evitó encontrar su mirada. También él miró de nuevo el mar y las olas blancas de espuma que se perseguían bajo el viento.
– Harriet, soy policía. No he elegido esta vida por necesidad, sino porque me gustaba. Siempre he deseado hacer lo que hago, y no sé si me adaptaría a otra cosa. Ni siquiera sé si sería capaz. Hay un proverbio italiano que siempre me repetía mi abuela: «El que nace cuadrado no muere redondo».
Se levantó y apoyó una mano en la espalda de su mujer, que se había puesto ligeramente tensa.
– No sé cuál de las dos formas es la mía, Harriet, pero sé que no la quiero cambiar.
Entró en la casa; cuando se volvió a mirarla, Harriet ya no estaba Vio sus huellas en la arena, delante de la casa, que se dirigían hacia las dunas. Desde lejos, la vio caminar a lo largo de la orilla, una minúscula figura con el pelo agitado por el viento. La siguió con la mirada hasta que otras dunas la ocultaron de la vista. Frank pensó que querría estar sola y que en el fondo era justo que así fuera. Entró en la casa y se sentó a la mesa, ante una comida que ya no tenía ganas de comer.
De pronto se dio cuenta de que ya no estaba tan seguro de lo que acababa de decirle. Tal vez hubiera otra vida posible para ambos. Tal vez fuera cierto que el que nacía cuadrado no podía volverse redondo, pero uno podía suavizar las aristas, redondearlas, de modo que nadie se lastimara.
Sobre todo las personas que uno amaba.
Se concedió una noche para reflexionar. A la mañana siguiente volvería a hablar con ella. Seguro que juntos encontrarían una solución.
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