Giorgio Faletti - Yo Mato

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Un locutor de Radio Montecarlo recibe una noche durante su programa una llamada telefónica asombrosa alguien revela que es un asesino El hecho se pasa por alto, como una broma de pésimo gusto, sin embargo, al día siguiente un famoso piloto de formula uno y su novia aparecen en su barco, muertos y horrendamente mutilados Se inicia así una serie de asesinatos, cada uno precedido de una llamada a Radio Montecarlo con una pista musical sobre la próxima victima, cada uno subrayado por un mensaje escrito con sangre en el escenario del crimen, que es al mismo tiempo una firma y una provocación «Yo mato»
Para Frank Ottobre, agente del FBI, y Nicolás Hulot, comisario de la Sürete monegasca, comienza la caza de un escurridizo fantasma que tiene aterrorizada a la opinión publica nunca hubo un asesino en serie en el principado de Monaco Ahora lo hay, y de su búsqueda nadie va a salir indemne Yo mato es un thriller pleno de acción e intriga, con un desarrollo narrativo tan maduro como absorbente Eso ha bastado -y ha sobrado- para situar a su autor entre los nombres mas importantes del genero y a su obra como un autentico fenómeno editorial

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– Sí, ha llegado el informe del médico forense. Han hecho la autopsia en tiempo récord; se ve que alguien importante ha hecho arder los teléfonos, para obtener un resultado tan pronto. De cualquier modo, se han confirmado nuestras suposiciones. La chica murió ahogada, pero en sus pulmones no había agua de mar, lo que significa que murió antes de poder subir a la superficie. Por lo general, los pulmones se llenan de agua cuando el ahogado ha subido varias veces antes de hundirse definitivamente. En este caso, el asesino debió de sorprenderla en el agua y la arrastró hacia el fondo. Han examinado el cadáver meticulosamente. No hay ninguna señal, ninguna huella en el cuerpo. Lo han examinado desde todos los ángulos posibles con los instrumentos que tienen a disposición en el laboratorio.

– ¿Y el hombre?

El rostro de Hulot se ensombreció.

– El caso de Welder es otra historia. Lo mataron con arma blanca, de lámina muy afilada, que penetró de arriba abajo, entre la quinta y la sexta costilla, y le atravesó el corazón. La muerte fue casi instantánea. El asesino debió de atacarle en cubierta, donde comenzaban las manchas de sangre. A pesar del factor sorpresa, Jochen Welder era un hombre robusto. No demasiado alto, pero más que la mayoría de los pilotos de carreras. Y muy entrenado. Jogging y gimnasio. Así que el agresor debe de ser un individuo fornido, ágil y fuerte.

– ¿Los cadáveres fueron agredidos? Sexualmente, quiero decir.

Hulot negó con la cabeza.

– No. O, mejor dicho: Welder, con seguridad no. La mujer tenía rastros de esperma en la vagina, pero lo más probable es que tuviera relaciones con Welder poco antes de morir. Creo que el análisis de ADN lo confirmará en un noventa por ciento.

– Eso excluye el móvil sexual, al menos en el sentido clásico.

Frank lo dijo con el tono de quien descubre una servilleta intacta entre los escombros de su casa incendiada.

– En cuanto a huellas y otros restos orgánicos que pudiera haber en el barco, hemos encontrado montones, como podrás imaginar. También los hemos enviado a análisis de ADN, pero no creo que aporten nada interesante.

Pasaron Beaulieu y sus hoteles de lujo a la orilla del mar; los aparcamientos estaban llenos de coches relucientes que debían de oler a piel y madera, y que descansaban plácidamente a la sombra de los árboles de los parques. Por todas partes había macizos de flores de mil colores que relucían a la luz de aquel día espléndido. Por un instante, Frank se dejó distraer por las flores rojas de un hibisco.

Más rojo. Más sangre.

Su mente volvió al coche. Pulsó el botón de ventilación y al instante un chorro de aire frío fue directamente a su rostro.

– O sea que no tenemos nada.

– Nada de nada.

– ¿Y las mediciones antropométricas a partir de las huellas dactilares?

– Tampoco eso ha aportado nada relevante. Solo sabemos que es un individuo alto, de alrededor de un metro ochenta y un peso cercano a los setenta y cinco kilos. Es decir, un físico común a miles de personas.

– Un atleta, podría decirse.

– Sí, un atleta. Y muy hábil con las manos.

Frank tenía muchas preguntas que le rondaban en la cabeza, pero no quería molestar a su amigo, que parecía esforzarse por extraer el mayor número posible de conclusiones de los escasos datos de que disponía. Aguardó en silencio.

– Lo que les ha hecho a los cadáveres no es obra de un asesino cualquiera. Lo ha hecho con conocimiento y pericia. Sin duda, no era la primera vez que lo intentaba. Quizá es alguien que trabaja en el campo de la medicina…

Frank, a su pesar, echó por tierra las esperanzas de su amigo.

– Vale la pena intentar encontrar algo por ese lado, nunca se sabe. Pero sería demasiada suerte, me parece. Incluso banal, diría. Por desgracia, en ciertos aspectos la anatomía humana no es tan distinta de la de cualquier mamífero. Probablemente al asesino le haya bastado practicar con un par de conejos para poder hacerlo también en un ser humano.

– ¿Con conejos, dices? Cortar a seres humanos como conejos…

– Ese hombre es muy listo, Nicolás. Es un loco furioso, pero frío como el hielo. Hay que tener mucha sangre fría para hacer lo que él ha hecho, y luego enviar el barco hacia el muelle y marcharse tan tranquilamente como había llegado. Además, tiene la clara intención de desafiarnos, de tomarnos el pelo.

– ¿Te refieres a la música?

– Sí. Finalizó la llamada a Verdier con un fragmento de la banda sonora de Un hombre y una mujer .

Hulot recordaba haber visto la película de Lelouch hacía años, al principio de su relación con Céline, su esposa. También recordaba que aquella hermosa historia de amor le había parecido un buen augurio para su futuro.

Frank continuó hablando; recordó un detalle en el que no se habían fijado hasta aquel momento.

– En la película, el protagonista masculino es piloto de carreras.

– ¡Tienes razón! Lo mismo que Jochen Welder. Pero entonces…

– Exacto. El asesino no solo anunció por radio su intención de matar, sino que dejó una pista sobre la identidad de sus víctimas. En mi opinión, esto no ha terminado. Se propone matar otra vez. Y depende de nosotros impedírselo. Cómo, no lo sé, pero debemos hacerlo a toda costa.

El coche se detuvo en otro semáforo en rojo, en la breve cuesta al final del bulevar Carnot. Delante de ellos se extendía Niza, ciudad marina, descolorida y humana, muy alejada de la limpieza impecable y vítrea de Montecarlo y de su población de pensionistas de lujo.

Mientras conducía hacia la plaza Masséna, Hulot se volvió hacia Frank, sentado a su lado. Ottobre miraba fijamente hacia delante como Ulises a la espera del canto de las sirenas.

11

Nicolás Hulot detuvo su Peugeot 206 ante la verja de la central de policía de Auvare, en la calle de Roquebilliére.

Un agente de uniforme, que se hallaba de pie ante la caseta, avanzó con expresión seca para alejar a aquellos dos intrusos de la entrada reservada al personal de la policía. Desde la ventanilla del coche el comisario le mostró su credencial.

– Comisario Hulot, Süreté Publique de Monaco. Tengo una cita con el comisario Froben.

– Disculpe, comisario, no le había reconocido. A sus órdenes.

– ¿Puede avisarle, por favor?

– Enseguida. Pase.

– Gracias, agente.

Hulot avanzó unos metros y detuvo el coche a la sombra. Frank bajó y miró alrededor. El cuartel de Auvare era un complejo de construcciones de dos plantas, con muros de color cemento y techos rojos; los marcos de las puertas y las ventanas eran de madera oscura. Estaba formado por una serie de edificios rectangulares dispuestos en forma de damero, sin ninguna conexión entre ellos. En el lado más corto, el que daba a la calle, cada uno tenía una escalera exterior que llevaba a la planta superior.

El comisario se preguntó cómo veía el estadounidense todo lo que los rodeaba. Niza era una ciudad distinta, en un mundo diferente; quizá incluso otro planeta, cuya lengua él comprendía pero cuya mentalidad formaba parte solo de su cultura, no de su vida.

Casas pequeñas, cafés pequeños, personas pequeñas.

Ningún «sueño americano», ningún rascacielos que derribar; solo sueños pequeños, cuando los había, a veces descoloridos por el aire del mar, como los muros de algunas casas. Sueños pequeños, si pero que cuando se rompían provocaban grandes dolores.

Frente a la verja de entrada del centro, alguien había colgado un cartel contra la globalización. Unos se esforzaban por homogeneizar el mundo, mientras otros luchaban para no perder su identidad Europa, América, China, Asia… No eran más que manchas coloreadas en los mapas, siglas en los tableros de las agencias de cambio, nombres en los volúmenes de las bibliotecas. Ahora existía internet, existían los medios, las noticias en tiempo real. Señales de un mundo que se ampliaba o se reducía según quien lo mirara.

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