No obstante, la casa de Curtis Lee superaba de lejos esa sensación. Se preguntó cómo debía de ser el cerebro del individuo que había ideado, proyectado y realizado la maravilla que lo rodeaba.
Pasaron por un vestíbulo cuyas paredes, a izquierda y derecha, estaban formadas por plantas de bambú combinadas con papiros más bajos, de modo que generaban un constante movimiento de las hojas, que parecían mecidas por una ligera brisa.
– Por aquí.
Siguieron al agente Cole, que los guió hacia una escalera de una docena de peldaños que subía hasta una plataforma cuadrada, un metro y medio más elevada que el suelo, de la cual partía un nuevo tramo de escalones.
Cole los precedió hasta alcanzar la plataforma.
Y allí lo vieron.
El cuerpo desarticulado de un hombre yacía desplomado en un cuadrado de resina blanca. Solo el físico y lo que quedaba de sus rasgos lo diferenciaban de los cadáveres de Jed Cross y Caleb Kelso. Por lo demás, el cráneo deformado bajo una masa de cabellos castaños, los ojos juntos, la boca torcida en una mueca paralizada en el último grito eran los signos de la misma ira y la misma fuerza implacable, del paso de algo terrible y sin remedio.
Sabían que si levantaban una articulación y giraban el cadáver el resultado sería el mismo que con los muertos anteriores. Sentirían como si le faltaran los huesos, y al perforar la piel verían salir, del interior de eso que había sido un hombre, solo un polvo muy fino.
Ver a las primeras víctimas los había llenado de horror por lo que creían fruto de la deformación de una mente humana. Pero ahora que conocían la verdad, o lo que un viejo indígena les había revelado como una probabilidad, ya no conseguían defenderse con las pobres armas de la lógica. Se veían obligados a recurrir a algo ancestral, a un instinto que acaso ya no poseían y que debían buscar en su interior con frenesí y con temor, para sacarlo a la luz.
La superficie en la que yacía Curtis Lee estaba rodeada por los cuatro costados por grandes tiestos, también de resina, alineados al nivel del suelo y animados por la gracia natural de plantas de bajo porte. Los arbustos eran cuidados con dedicación de modo que sirvieran de parapeto natural. Encima de cada uno de los tiestos pendía del techo, por medio de un sistema pensado expresamente, una canaleta de riego, por donde el agua corría libre a la vista, sin la opresión de tubos ni aspersores.
Robert permaneció unos instantes observando el cuerpo. El cadáver estaba sucio de tierra y tendido en parte sobre un estrato de humus que en la convulsión de la muerte aquel desdichado había arrastrado fuera de los tiestos.
Jim reparó en que Cole miraba hacia otro lado. Quizá en la academia de policía lo habían preparado para mucho, quizá creía estar preparado para todo, pero lo que tenía ante sus ojos superaba lo mucho y todo lo que una mente humana podría lograr imaginar.
– ¿Quién lo ha encontrado?
El agente pareció contento de volver a los parámetros de una investigación policial normal.
– Theodore Felder, su abogado. Él nos ha llamado. Curtis Lee acababa de llegar inesperadamente de Europa. Lo había citado en la casa, y en el momento en que cogía el sendero de acceso lo oyó gritar. Apenas tuvo tiempo de llegar hasta aquí. Lo encontró así.
– ¿Dónde está ahora?
– Le tomé declaración y cuando vi que no le sacaría más dejé que se marchara. Es bastante anciano y además estaba en un leve estado de choque. Los muchachos tuvieron que darle un tranquilizante.
La falta de objeciones hizo comprender al agente que había actuado según las reglas. Se relajó, pero su mirada se mantenía lejos del suelo.
– Dijo que pasará mañana por la Central a hablar con usted.
El detective dejó escapar un suspiro de consternación. Felder era una persona que conocía los procedimientos, que sabía cómo moverse y cuáles eran las preguntas. Pero no conocía las respuestas, al menos en ese caso.
– Muy bien, Cole, muy bien.
– ¿Qué hacemos con el cuerpo?
– ¿La Científica ya ha hecho todo lo que debía?
– Sí.
Robert guardó unos segundos más de silencio, con los ojos fijos en el hombre muerto caído en el suelo. Jim sabía qué estaba pensando su amigo. El problema no radicaba en lo que la Científica podía o debía hacer, sino, en aquel caso en lo inadecuado de la definición de «científica».
– Creo que podemos retirarlo. Pero después cerradlo con cinta policial, así podré echar una ojeada por aquí.
El agente cogió el walkie del cinturón y se puso en contacto con los demás hombres. Al llegar, Jim no había visto a nadie, por lo que era de suponer que se hallaban en los coches esperándoles a ellos.
Tal vez se preguntaban qué cuernos estaba pasando en la ciudad.
– Muy bien, muchachos, podéis retiraros.
Poco después entraron los enfermeros con la camilla y se acercaron al cuerpo. Abrieron un saco de tela impermeable verde y lo metieron dentro. Jim pensó con amargura que el color del saco era sin duda el único tono de verde que el arquitecto no había previsto incluir en su casa. El ruido de una cremallera de plástico que se cerraba fue el elogio fúnebre de la tecnología a la memoria de Curtis Lee.
Cuando el suelo quedó libre, el detective se dio cuenta de que los lados se inclinaban en leve pendiente hacia el centro y que en medio de esa pequeña cantidad de tierra removida sobresalía el agujero de una rejilla de desagüe. Sin duda servía para despejar el suelo de los residuos del riego. Dado que no se conectaba con ninguna cañería por debajo, tanto él como Jim conjeturaron que se hallaba escondido en el suelo y corría disimulado por las barandillas. Ello constituía una prueba más, si todavía hacía falta, de la creatividad del hombre que había ideado aquella maravilla.
Jim había guardado silencio hasta ese momento. Cuando los hombres se marcharon y los dejaron solos en lo alto de la escalera, Robert se decidió a preguntarle su opinión.
– ¿Qué piensas?
– Me pregunto una cosa. O dos.
– A ver si son las mismas que me pregunto yo.
– Ante todo, ¿qué tiene que ver el arquitecto Curtis Lee con Caleb Kelso y Jed Cross? No los unía ningún parentesco, ningún vínculo de sangre, que yo sepa.
– ¿Y entonces?
– Entonces podríamos suponer que hay alguna otra persona con quien relacionarlo. Tal vez con el que llevaba el sombrero con adornos de plata, o el de la pluma. O el dueño del pañuelo rojo.
– ¿Por qué?
– Si Lee era descendiente de uno de esos hombres, hurgando en su pasado quizá hallemos un indicio, una señal que nos lleve a lo que en realidad sucedió en Flat Fields. Pero sobre todo a los nombres.
Robert empezó a bajar la escalera. Caminar siempre lo ayudaba a reflexionar. Jim lo había comprobado cuando se encontraron los cuatro en su casa. Lo siguió.
– Estoy de acuerdo contigo. ¿Cuál es tu otra duda?
– Si lo que nos ha dicho Charlie es cierto, si Chaha'oh necesita de la tierra para reunir fuerza y cobrar vida, ¿cómo ha logrado subir la escalera y llegar a esta plataforma para matar a Curtis Lee?
– Si existe una respuesta, daría un año de salario por saberla.
La respuesta existía, y fue el propio genio de Curtis Lee quien se la dio sin gastar un solo dólar. Apenas habían pasado el umbral de la puerta de entrada, cuando del interior llegó un ruido de agua que corría por los aleros. Probablemente en alguna parte un temporizador había puesto en funcionamiento el riego.
Robert y Jim se miraron y reconocieron cada uno en la cara del otro la misma intuición. Jim sintió un escalofrío ante la idea de que lo que habían conjeturado fuera cierto.
– ¡Cole!
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