– Tú quédate con ellos, por favor. Y llévate al perro.
– De acuerdo -respondió Charlie, como si no pudiera ser de otro modo.
Por último Jim se agachó y habló al oído de Silent Joe.
– Escucha, chaval, quiero que vayas con ella y te portes como un valiente. Es importante. ¿Me has entendido? Debes quedarte con ella y el niño.
El perro retrocedió y dejó escapar un rápido estornudo, que era su insólita manera de asentir.
Jim se irguió y April se encontró ante una persona distinta de la que conocía. Un hombre al que había amado y al cual había negado hasta el menor gesto de afecto. Todo este tiempo se despreciaba a sí misma, porque a pesar de todo no conseguía dejar de amarlo.
Ahora entendía que se estaba esforzando todo lo posible por reencontrarse. Todavía le temía, pero si lo que decía era cierto, habría ocasión de que recobraran la mutua confianza necesaria.
Se estiró y le besó en los labios.
– Ten cuidado.
El tiempo para una rápida sonrisa, y Jim ya se había alejado por el sendero entre los árboles, seguido por Robert. Poco después oyeron el silbido de la turbina y el flap flap sofocado de las aspas al ponerse en movimiento.
Permanecieron allí hasta que el helicóptero se perdió del otro lado del borde recortado de la vegetación. Jim mantuvo la máquina inmóvil apenas el tiempo necesario para echar una mirada a través del reflejo del plexiglás. Luego maniobró el helicóptero para que trazara un viraje y se convirtió en un proyectil azul engullido por el azul del cielo.
April se quedó aún un instante más en compañía del eco de la hélice que se alejaba y luego se volvió, pensando que se encontraría frente a Charlie. Pero en su lugar se encontró ante la belleza intemporal de Swan Gillespie.
Llegaron a la casa al cabo de veinte minutos, tras su vuelo de langosta.
Antes de aterrizar, con un viraje desde el norte Jim guió el helicóptero para realizar un superficial reconocimiento del terreno. A vista de pájaro, aquella cuenca natural se revelaba como un lugar comparable al Jardín del Edén. El gran espacio que rodeaba la vivienda de Curtis Lee era el fruto de una genial técnica de proyección del entorno y esmerado mantenimiento. El resultado era una sensación cromática casi táctil, como si lo que recorría la sombra del helicóptero no fuera un lugar real sino un tablero sobre el cual los elementos podían ubicarse como uno quisiera.
Jim se preguntó cuántas personas debían de trabajar allí para mantener en semejante nivel estético los prados, las plantas y todas las demás especies. Estaban tan bien combinadas que hacían pensar más en el arte de un pintor que en la simple técnica de un jardinero.
O bien, si de técnica se trataba, su forjador la había hecho salir de los cánones habituales para transformarla en una expresión de puro genio.
Por debajo se elevaba una construcción, rectangular cuyo techo destacaba por el perfecto equilibrio entre tejas y terrazas de arbustos, como si su creador hubiera querido privilegiar, además de la de abajo, también la vista desde lo alto. Donde no dominaba el verde sobresalía el rojo de los tejados, que en ese caso se habían preferido a las tejas canadienses o a las tablas de madera. El conjunto reflejaba una simetría y una armonía que integraban a la perfección el edificio al entorno y que, pese a sus considerables dimensiones, le daban la apariencia de un producto espontáneo de la naturaleza.
Jim sabía que Curtis Lee, en los comienzos de su carrera, había proyectado varias casas en Sedona, un conjunto urbano habitado por gente rica y con declaradas ambiciones New Age. Incluso pasado el tiempo las construcciones que llevaban su firma resultaban las más originales y, algo raro entre los arquitectos muy innovadores, también eran cómodas para vivir.
Maniobró el helicóptero hasta posarlo sin sacudidas en un prado rodeado de arces japoneses. Todavía no había tocado tierra cuando su pasajero se desabrochó el cinturón de seguridad, se quitó los auriculares y abrió la puerta. Jim apagó los motores y lo imitó. Bajaron de la cabina agachando instintivamente la cabeza para evitar el radio de acción de la hélice, que continuaba con su inercia hasta detenerse.
Durante el viaje casi no habían hablado, como si callar fuera un modo de aplazar la sensación de lo que iban a ver en unos momentos. Robert sintonizó la frecuencia policial y advirtió por radio al agente Cole que estaban llegando por aire. Desde lo alto habían visto al policía con su uniforme azul oscuro de pie frente a la entrada de la casa, que con la cara levantada hacia el cielo seguía la maniobra de aterrizaje.
Mientras se acercaban a la entrada, Jim pudo valorar aún más el alcance de aquel proyecto que quizá se definiera mejor con el término «experimento». Durante el tiempo que había trabajado al servicio de Lincoln Roundtree, había visto casas de gente rica, algunas construidas a partir de proyectos de arquitectos reconocidos mundialmente, pero ninguna de ellas podía siquiera aproximarse a esa esplendorosa muestra de arte habitable.
La única nota que desentonaba era la presencia de los coches de la policía y la ambulancia, que habían hollado con sus neumáticos una zona de la propiedad generalmente reservada a pies humanos.
Cuando alcanzaron al agente Cole, su rostro no mostraba el cauto deslumbramiento de Jim ante lo que lo rodeaba. Si lo había sentido, se había disipado al descubrir lo que la casa escondía en su interior.
Robert no perdió tiempo en preámbulos. Además, Cole no parecía necesitarlos.
– ¿Cómo ha sido?
– Como los demás.
Fin de toda esperanza, por muy débil que fuera.
– Joder. Anda, vayamos a ver.
Cole dirigió una rápida ojeada a Jim y poco después una mirada interrogativa a su superior, que lo liberó de toda responsabilidad en cuanto a la presencia de un extraño en el escenario de un crimen.
– No hay problema, Cole. No te preocupes.
El joven, con gesto aliviado, dio media vuelta y los precedió rumbo a la entrada principal.
Mientras caminaba los puso al corriente de la situación.
– El doctor Lombardi ha estado aquí hasta hace una hora. Ha hecho sus investigaciones iniciales y ha dicho que debía comparar las diferencias entre los otros homicidios y este. Ahora ya se ha marchado, pero me ha dicho que, en lo que a él concierne, podemos retirar el cuerpo cuando queramos.
El detective hizo apenas un gesto de asentimiento con la cabeza. No esperaba otra cosa, aun sin haber visto el cadáver.
Quedaban solo las palabras de Charlie para describir lo que sucedía.
«El círculo se ha cerrado. Se ha creado la Sombra.»
Una vez pasaron el umbral, siguió reinando la sensación de que el espectáculo de fuera continuaba en el interior, sin solución de continuidad. Sobre un suelo de resina blanca con un revestimiento que le daba un aspecto mojado, se desplegaba un conjunto de escaleras, plantas, arbustos y estancias sostenidas por troncos de árboles que se adivinaban vivos entre las pocas paredes de ladrillos. Perfectamente integrados en el ambiente, había unos tubos suspendidos, de un material que Jim no logró reconocer y que representaban, con toda probabilidad, el sistema de riego. Resultaba claro que el conjunto se inspiraba en el concepto del acueducto romano, pero interpretado a la luz de la tecnología actual, suspendido de manera que resaltara su impacto arquitectónico.
En una ocasión Jim había visto, en un semanario, un artículo sobre una casa construida en la copa de un gran árbol en el parque africano de Masai Mara. Pensó, al ver esa foto, que el crudo concepto de naturaleza que se desprendía de ella resultaba impresionante en comparación con las casas en las que la gente solía vivir en la ciudad.
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